Los economistas saben que la clase media es el colchón de la economía porque constituye el mercado de consumidores. La producción industrial, que genera la mayoría de puestos de trabajo, está orientada a ella. Los países de Europa y Norteamérica son sociedades donde la mayor parte de la población es de clase media. Por ello, tienen economías estables con gran capacidad de consumo. La clase media, además, es la que empuja a los países y la que genera los valores y patrones de vida. Allí donde la este grupo social es sólido, la economía es pujante. Afectar, entonces, su nivel de vida, es condenar a la industria de bienes y servicios al fracaso. Eso es lo que, lamentablemente, sucedió en el Perú desde 1970. A finales del siglo XX, el país exhibía una clase media empobrecida, que debe liderar el desarrollo con sus profesionales y técnicos desempleados o subempleados.
Si en los años 60 la clase media llegó a tener una relativa prosperidad, las reformas del gobierno militar de Velasco frenaron bruscamente su consolidación. Además, las crisis económicas a finales de los setenta y, especialmente, durante los ochenta (debido a los efectos del terrorismo y a la hiperinflación desatada durante el gobierno aprista), la diezmó como grupo social. Durante estos años, de 1970 a 1990, la clase media fue la que tuvo que soportar las mayores penurias al elevarse el costo de vida y la presión tributaria. Dicho en otros términos: su capacidad adquisitiva disminuyó drásticamente con relación a los años 50 ó 60.
Durante este periodo, se alejó el tradicional sueño de tener una casa propia. A partir de los 80, se vio el caso inédito de muchas parejas de jóvenes recién casados que tuvieron que resignarse a vivir en las casas de sus padres independizando un área de ellas, como las casas “multifamiliares” en distritos mesocráticos como Miraflores, San Isidro o Monterrico; los más afortunados pudieron alquilar un pequeño departamento u ocupar algún inmueble “donado” por algún padre o pariente cercano. Como si esto fuera poco, también se alejó la aspiración a la compra de un auto nuevo, excepto el de segunda mano.
Las indemnizaciones o las rentas por jubilación perdieron su capacidad adquisitiva y, además, se fijaron topes para ellas, de tal manera que mucha gente trató de permanecer en sus puestos, no obstante, haber cumplido el tiempo de servicios, pues el retiro significaba la reducción de sus ingresos. También otro factor obligaba a las personas a permanecer en sus puestos: sus hijos, al culminar sus estudios, no encontraban trabajo y había que seguir ayudándolos, sobre todo, si se casaban. Definitivamente no se podía dar el caso, salvo contadas excepciones, de padres que se jubilaban y podían vivir tranquilos porque tenían una renta o una pensión adecuadas y sus hijos, ya casados o independizados, eran económicamente autónomos.
Por ello, un sector importante de la clase media perdió su status social y pasó a formar parte de la clase baja. Muchas familias se encontraron en la circunstancia de que, al no poseer casa propia y elevarse los alquileres, debieron cambiar de domicilio; y como ya resultaba imposible conseguir casa en los barrios tradicionales, tuvieron entonces que salir hacia las zonas de expansión de la capital, que correspondían a los nuevos distritos populares, en la mayoría de los casos fruto de invasiones, situación que resultó sumamente traumática para muchos que habían estado acostumbradas a tener una vida más “elevada”. El trauma también lo debieron soportar los hijos que tuvieron que cambiarse a colegios con pensiones más baratas o, incluso, a colegios nacionales; ello no sólo afectó su formación académica sino cambiar su entorno de amigos. Esto sin mencionar los miles de casos de jóvenes que tuvieron que abandonar sus estudios universitarios para trabajar y así ayudar al sostenimiento de sus familias.
Las deudas fueron otro factor que aniquiló a muchas familias. El primer paso era vender el carro o alguna pequeña propiedad. Si ello no era suficiente, pedir un préstamo hipotecando la casa o el pequeño negocio. Al no poder, finalmente, pagar las mensualidades o letras, perdían gran parte de su patrimonio causando grandes estragos en su estabilidad económica y emocional.
A inicios de los noventa, con el control del terrorismo y la inflación, el panorama parecía adecuado para un “resurgimiento” de la clase media. Incluso, entre 1993 y 1995, se percibió un aumento en el consumo debido a toda una campaña de bancos y tiendas en otorgar créditos (recordemos que en 1994 la economía peruana creció a una tasa de 12,9%, la más alta registrada en el mundo). El país pudo vivir una sensación de bienestar. El problema es que la gente no sabía usar el crédito y las empresas lo otorgaron indiscriminadamente, sin criterios técnicos. Al final todo fue una ilusión. A mucha gente las deudas terminaron asfixiándolas y, con la recesión desatada desde 1996, miles perdieron sus trabajos. El panorama era penoso. Muchos profesionales o técnicos tenían que sobrevivir haciendo trabajos eventuales o manejando taxis en las calles.
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