La Guerra del Pacífico: la paz y sus consecuencias

En medio del desastre moral y la destrucción material, Miguel Iglesias firma con el enemigo el Tratado de Ancón el 20 de octubre de 1883. Fue rubricado por los comisionados peruanos José Antonio de Lavalle y Mariano Castro Saldívar; por parte de Chile, firmó el plenipotenciario Jovino Novoa.


El presidente Miguel Iglesias

El el documento se establecía la cesión definitiva a Chile de la provincia salitrera de Tarapacá, así como la entrega de las provincias de Tacna y Arica por un período de 10 años. Al término de dicho plazo, las poblaciones de ambas localidades debían ser llamadas a un plebiscito si aceptaban integrarse definitivamente a Chile o si por el contrario deseaban su retorno al Perú.

Como si esto fuera poco, el Perú debía desembolsar a Chile una fuerte cantidad de dinero por indemnización de guerra. El Tratado fue aprobado por Iglesias el 22 de octubre en el balneario de Ancón; de este modo, empezó la lenta desocupación del territorio por parte de las fuerzas chilenas.

En efecto, desde principios de 1884, se fueron retirando las tropas chilenas y, en agosto de dicho año, los últimos batallones desocuparon totalmente el Perú. El último en retirarse de los alrededores de Lima fue el “Tercero de la línea”, que se embarcó en el Callao; y de Puno y Arequipa, el “Lautaro”, que se trasladó en trenes a Mollendo y de allí se embarcó de regreso a Chile; y un escuadrón de “Carabineros de Yungay”, que se retiró a Tacna por tierra.

Los batallones que llegaban a Chile se iban disolviendo en las provincias en que habían sido formados. Como gratificación, se les dio tres meses de sueldo para comprarse trajes civiles. El 18 de setiembre de ese año, se efectuó en Santiago y provincias el reparto de las condecoraciones que se habían otorgado a los combatientes.


Regreso de las tropas chilenas a Valparaíso

Para Chile, efectivamente, se trataba de un triunfo vital en favor de su hegemonía en el Pacífico Sur; según ellos, la guerra la habían preparado Perú y Bolivia desde la firma del tratado secreto de 1873. Para el Perú, la pesadilla aún no terminaba: Andrés A. Cáceres no aceptaba las condiciones de la paz con Chile y se declaraba enemigo político de Iglesias. Se iniciaba así, en forma estéril, otra guerra civil para el Perú, como si la destrucción ocasionada por el ejército enemigo no hubiera sido suficiente.

No había escuadra, pues los últimos barcos fueron hundidos en el Callao para que no caigan en manos del enemigo. Tampoco había dinero, ni salitre, ni crédito externo. Se habían destruido muchas haciendas, ingenios, industrias, líneas ferroviarias, pueblos enteros, fortunas individuales y familiares. El comercio se hallaba interrumpido y la crisis fiscal (falta de recursos) era intolerable para cualquier Estado. Lo peor aún era la derrota moral, el desánimo y la frustración colectiva.

En 1939, el poeta y escritor Luis Fernán Cisneros recordaba el ánimo de los miembros de la gente de su época cuando finalizó la guerra: Los hombres de mi generación crecieron bajo un signo sombrío. El Perú, salido de una guerra internacional de cuatro años, cargaba entonces el amargor del desastre. Hondas cavilaciones llenaban el cielo y silenciaban los pasos. Por culpa de la catástrofe, o faltaban muchos de nuestros padres o escaseaba el pan en nuestra mesa. Nos amamantamos tal vez en pechos sollozantes e hicimos una niñez de estricta fatalidad biológica: niños que se juntaban en las aulas bajo la vigilancia de maestros revestidos de una tristeza austera; niños que repetían versos encendidos de desagravio; diálogo con los libros en el silencio de las casas o en la quietud de las plazuelas, entretenimientos simples y candorosos; adolescencia pasiva, impuesta por el monólogo mental de quienes nos rodeaban; emoción difusa pero penetrante, quizás contaproducente y seguramente inútil.

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