El régimen de Leguía, como hemos visto, fue “legitimándose” por la fuerza a través de medidas legislativas y trató de perpetuarse a través de la reelección. Sin embargo pueden distinguirse dos etapas en el Oncenio: unos opinan hasta 1922, otros antes y después de las “elecciones” de 1924. Al principio, Leguía mantuvo una posición de fuerza y persecución frente al civilismo y adopta un paquete de medidas que pretendían modernizar el Estado y convertirlo en una institución más nacional o, por lo menos, con mayor presencia en la totalidad del territorio. Tarea imposible ya que al interior, por ejemplo, se mantuvo casi intacto el poder terrateniente. El Estado no pudo adquirir la solidez que se requería para subordinar al bien común los intereses particulares de los grupos que se oponían a la formación de un proyecto más nacional de gobierno.
Luego, mediante un control más costoso del poder y de las fuerzas sociales, y recurriendo al personalismo, Leguía desarrolla la otra fase de su gobierno para profundizar el proyecto de la Patria Nueva. Los signos del declive aparecen a finales de 1927. Al año siguiente empiezan a caer los precios de las exportaciones y con la crisis económica desciende el favor de la opinión pública. Finalmente, el repudio por la presencia de “el tirano” va a ser capitalizado por la revolución de Arequipa encabezada por el comandante Luis Miguel Sánchez Cerro en agosto de 1930.
La economía se tambalea. Según las Memorias del Banco de Reserva, 1927 y 1928 fueron años de convalescencia y tranquilidad. Se creía que la economía nacional entraba a un periodo de recuperación. El fantasma, sin embargo, vino de fuera. En octubre de 1929 se producía la crisis bursátil de Nueva York y nuestros principales productos de exportación se vinieron al suelo. Como si eso fuera poco, hubo una drástica disminución en la cosecha del algodón. El modelo económico de desmoronaba como castillo de naipes comprometiendo el futuro inmediato. Las paralización de las obras públicas dejó a mucha gente sin trabajo. El pesimismo se iba generalizando.
Una de las primeras reacciones del régimen fue eliminar la Libra Peruana y restablecer el patrón de oro en el sistema monetario. De esta manera, empieza a circular, en febrero de 1930, el Sol de Oro con una equivalencia de US$ 0.40 por sol, es decir 2.50 soles por dólar. Pero la crisis fue devaluando la nueva moneda y la medida no atenuó la confusión. En agosto el dólar se cotizaba a 10 soles oro. Los precios subían cada vez más afectando a toda la población. El régimen, además, no podía contar con los jugosos préstamos de los banqueros neoyorquinos ahora sumidos en la bancarrota. Un préstamo ya pactado de 100 millones de dólares quedó sin efecto. El comercio de importación también colapsó mermando los ingresos fiscales.
La crisis política. El país vivía bajo la figura omnipotente de Leguía. Nunca el personalismo había adquirido tanta dimensión en la política peruana. Con la crisis, esa omnipotencia se transformó en hartazgo generalizado. El Congreso no corrió mejor suerte. La Constitución del 20 suprimió la renovación por tercios del parlamento para ser implantada la renovación total. De esta manera, arrinconada la oposición, el Congreso se convirtió en el reducto de los amigos del Presidente a quienes se les ofrecía la representación de tal o cual provincia o departamento. También sirvió para que determinados caciques locales profundizaran su poder siendo obedientes a Leguía. Así se comprende cómo el Congreso pudo aprobar medidas tan polémicas como los tratados con Colombia y Chile, las concesiones a la International Petroleum Company en la Brea y Pariñas y, obviamente, las dos reelecciones de Leguía. Si Leguía quiso destruir a la oligarquía civilista su política durante el Oncenio permitió la aparición de otra oligarquía nacida del arribismo social y de la fuerza del dinero. La corrupción entre los amigos del régimen -los nuevos ricos- abonaba el descontento ciudadano. De otro lado, el malestar del ejército iba en aumento debido a los cuestionables arreglos fronterizos.
Ante las elecciones de 1929, Leguía pudo no reelegirse y convocar a elecciones libres. Según Basadre, pudo haber escogido como sucesor a uno entre sus mejores adeptos, acaso un hombre tranquilo y honesto. Pero esto no iba con su lógica. Su personalismo, su vanidad exacerbada por tantos años de poder y adulación, en síntesis, su “mesianismo” lo hicieron perder la perspectiva. Confundió su destino personal con el del país. En 1929, se presenta sin oposición organizada. No obstante, distintos sectores políticos van organizando conspiraciones y otros manifestaciones abiertas. Era su tercera elección o segunda reelección. Su triunfo fue pírrico. Cada vez más se acercaba el fin de la Patria Nueva.
El contexto latinoamericano. La crisis del 29 golpeó duramente a las economías de la región. Ello marcó el fin de muchos gobiernos de estilo autoritario que permanecían en el poder gracias al auge de las exportaciones que marcaron gran parte de los años 20. El vendaval de la crisis cargó con todos ellos. En Bolivia, Hernando Siles cayó en manos de una Junta Militar presidida por el general Blanco Galindo. En Chile, una violenta revuelta hizo renunciar al presidente Carlos Ibañez. En Ecuador, ante una oleada de manifestaciones, el doctor Isidoro Ayorga fue obligado a dejar la presidencia. El Brasil fue sacudido por una sangrienta guerra civil capitalizada por el dictador Getulio Vargas quien permanecería 15 años en el poder. Otra revolución sacudió también a la Argentina donde el general José Uriburu derrocó al presidente Hipólito Irigoyen, jefe y fundador de la Unión Cívica Radical. La fuerza de la crisis, como vemos, no podía dejar de lado al Perú.