El régimen leguiísta no escatimó esfuerzos en pasar por alto su propio orden legal y volvió a las viejas prácticas caudillescas, autoritarias y populistas que no habían podido democratizar al Estado peruano desde el siglo XIX. En este sentido, Leguía forjó su poder en la fuerza del dinero. Muchas obras públicas se realizaron encubriendo los negocios oscuros de sus allegados o clientela política. Tomemos el caso de los créditos facilitados por banqueros neoyorquinos por 77 millones de dólares invertidos en obras públicas. La magnitud de los préstamos provocó que el Congreso norteamericano iniciara una investigación y se habló, finalmente, que un pariente muy cercano al Presidente recibió una buena suma de dinero como gratificación por los servicios para la buena pro en la concertación de los créditos.
De otro lado, Leguía manejó bien la antigua imagen paternalista del Presidente. Por ejemplo, al reconocer y legalizar la propiedad de las comunidades indígenas, comenzó a ser llamado el nuevo “Wiracocha” por los pobladores de la sierra. Él mismo se llamó así y gustaba pronunciar discursos en quechua, lengua que, naturalmente, desconocía. Al mismo tiempo, nombró una comisión parlamentaria que investigara los problemas de los campesinos. Tres diputados recorrieron la sierra sur a fin de recoger material que les permitiera proponer un proyecto de ley para “solucionar” el problema indígena. Por último, recordemos que Leguía creó el Patronato de la Raza Indígena y estableció, el 24 de junio, el “Día del Indio”. Todo quedó en promesas y demagogia.
La suma de estas prácticas institucionalizaron la adulación, muchas veces sin ningún pudor, de la figura del creador de la Patria Nueva. Los amigos del Oncenio hablaron del “Siglo de Leguía”, del “Júpiter Presidente”, del “Nuevo Mesías”, comparando al Leguía con Alejandro Magno, Julio César, Napoleón y Bolívar. Se dijo que combinaba la “austeridad de Lincoln”, “la voluntad de Bismark” y la “lealtad de los Graco” En 1928 el gabinete ministerial le regaló un cuadro al óleo. No hemos encontrado nada digno de ofreceros: sólo vuestra propia efigie, declaró el ministro José Rada y Gamio en el discurso de rigor. Ni siquiera el embajador de los Estados Unidos Alexander Moore pudo sustraerse al coro de elogios. En un banquete ofrecido por él al padre de la Patria Nueva dijo: Que Dios os conceda muchos años de vida. Por la grandeza del Perú desearía que vivierais para siempre. Os pido, amigos míos aquí congregados, que bebamos a la salud de uno de los hombres más grandes que el mundo haya producido -el Gigante del Pacífico Augusto B. Leguía. El embajador norteamericano, además, fue un entusiasta promotor de la candidatura de Leguía al premio Nóbel de la Paz por haber firmado los tratados con Chile y Colombia.
Por estas razones Leguía no pudo establecer y desarrollar la institucionalidad en el país. Su propia Constitución tuvo una vigencia más formal que real. Es cierto que durante su régimen se marcó un punto de quiebre frente al pasado, pues la idea de la Patria Nueva implicaba una ruptura con lo que había sido la mentalidad civilista. Pero el proyecto no llegaría a cuajar. Un opositor a Leguía, Víctor Andrés Belaunde, describió al régimen como un “cesarismo burocrático”.
En la imagen vemos a Leguía visitando el local de la Universidad de San Marcos donde había sido declarado “Maestro de la Juventud” en 1918.