El día de hoy escuchaba conmovida a mi amiga hablar de cómo falleció la joven Paola Vargas. Luego de un profundo silencio mio, finalmente, le dije que yo podía verme en ella y que la forma tan canalla en que murió, pudo haber sido mi muerte también y la muerte de cualquiera de nosotras.
Y me entró una profunda tristeza y desolación. Recordé el artículo de Patricia del Río donde menciona que por lo general “cualquier acto criminal contra una mujer suele derivar en un episodio de agresión sexual”. Y al recordar las experiencias que ella vivió y que también sus amigas experimentaron, caí en la cuenta de que estamos sometidos todos a una suerte de violencia a la que casi ya estamos acostumbrados, tanto hombres como mujeres. Tal es así, que esta violencia ya nos parecería algo cotidiano, del día a día. Y cuando algo te parece normal, pierdes la capacidad de asombro, y por ende, de indignación.
De pronto se me vinieron a la mente aquellos recuerdos de adolescente que quise sepultar en lo más profundo de mi subconciente. Recuerdos muy feos, tristes y vergonzosos. E intuyo que experiencias tan desagradables como las que viví, también las han vivido muchas más mujeres y adolescentes.
En el verano de mis 15 años, regresaba de mis clases de inglés. Tanta gente y tanto tumulto me confundía. ¿Por qué la Javier Prado y la Av. Aviación tenían que ser tan sonoras, sudorosas y tumultuosas a las 6 de la tarde? Necesitaba cruzar la Av. Aviación, justo me quedé en la berma central ya que el semáforo cambió a verde y los carros comenzaron a pasar. Yo estaba parada esperando que el semáforo cambie a rojo, me entretenía viendo las lucecitas de colores que ya estaban vendiendo por Navidad con esas cancioncitas de villancicos… siempre las mismas! De pronto, un tico de color blanco volteó lentamente y pasó cerca de mi y el conductor extendió su mano y me rozó la pelvis de la manera más impúdica y deleznable. El miserable siguió avanzando y luego aceleró. Me quedé pasmada, avergonzada, y las lágrimas comenzaron a brotar por mis ojos. ¿Por qué a mi? ¿Qué le hice? ¡Qué vergüenza! Me sentí un objeto, sucia, y llena de asco… fue una experiencia muy desagradable y triste.
Cuando estaba en mi segundo ciclo en la universidad, decidí comenzar a estudiar francés por la musicalidad del idioma. Estaba regresando de mis clases, caminando por la vereda de Paseo de la República mientras me entretenía tratando de imitar a Pepé le Pew con su “ oh mademoiselle – Mon chérie, mon chérie” a la vez que me dejaba hipnotizar por el atardecer del sol y el cielo – me encantaba ver un cielo de color naranja y cómo a cada momento sus colores se oscurecían – Será por eso que no me percaté que un grupo de cuatro chicos vestidos de escolares venían en sentido opuesto a mi rumbo. Al pasar a mi lado, uno de ellos me tocó el trasero. Me sentí con una profunda impotencia de no poder hacer nada, me dio rabia, cólera, ira y frustración. ¡Qué cólera! ¡Y qué dolor! ¡Qué impotencia! ¡Miserables!
Guardé esas experiencias, como otras más, en mi subconciente… Mejor dicho, las quise olvidar. No las quise pensar más, ni encontrar más dimensiones para explicarme el por qué de esos vejámenes contra una adolescente que ni siquiera conocían. Con el tiempo, mi mamá, mi abuelita, mi tía abuela y las mujeres más mayores de mi familia me enseñaron a protegerme frente a esta suerte de “normalidad de la sociedad limeña de hoy”. – Si estás en la combi y te rozan, patéales en los huevos. ¡Defiéndete! Si en la custer estás en el sitio que da al pasadizo y un hombre se para a tu costado, ten cuidado que no te roce el hombro, dile “señor por favor, aléjese”. ¡Haz escándalo, de ser necesario! Evita caminar sola por zonas muy silenciosas y solitarias. ¡No te arriesgues!
Sin embargo, el día de hoy vuelvo a desempolvar estas vivencias, a raíz de la muerte de Paola. Esto hace que vea las cosas nuevamente y considere aspectos que antes, por ser tan adolescente, no tenía en consideración. Percibo que existe una profunda y marcada visión de la mujer como un mero objeto que todavía persiste en el subconciente colectivo. Una especie de reduccionismo de la dignidad de la mujer a aspectos meramente sexuales: Puro poto, pura teta, pura carne. Más aún, una suerte de desdén y aversión hacia su feminidad.
No quisiera limitarme y decir que esta visión es exclusiva del género másculino, porque yo percibo que no lo es, sino que el género femenino también se ve susceptible de reducir, simplificar y minimizar toda la profundidad de su dignidad al mero objeto – a cosificar. Y atribuyo esta tendencia al mismo entorno social e intuyo que también intervienen otros factores más, que aún no puedo dilucidar del todo bien.
Todavía me pregunto si esta percepción sólo se da en el entorno en el que me desenvuelvo, es decir, en la ciudad de Lima. ¿Pasará lo mismo en la Sierra? ¿y en la Selva? ¿Y cómo será en otras culturas como en Asia, o en el Medio Oriente, o en Europa? ¿Esta tensión persistirá en este mismo grado y con las mismas dosis de violencia? Probablemente todo sea distinto.
Mientras tanto, sí puedo hablar de lo que pasa aquí y ahora. También puedo dolerme por la muerte de Paola y por “el terror que sintió en los últimos minutos que estuvo con vida” tal como también lo lamenta Patricia.
Y también puedo indignarme y decir que me parece absurdo y hueco, vacío, sin potencial, seguir perpetuando prejuicios de la mujer como objetos meramente sexuales. ¿Oiste Brahma?
Gracias al Facebook de Álvaro Portales, por la foto de protesta.
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