Ese dedo medio tan obsceno

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– Recuerdo que aquella vez en SIN TÍTULO, cuando apareció Vladimiro Montesinos no pude soportarlo. Todas las remembranzas pasadas de corrupción y abusos contra los derechos humanos afloraron en mis recuerdos. Me sentí asqueada. Sabía que era un actor representándolo con una máscara, pero no pude evitar sacarle el dedo medio. Dentro de toda mi obscenidad, me sentí muy sutil después de todo…

– Ajhá.– Sí… y el ser de aquelllas pupilas infinitas donde caben infinitos universos no me dijo nada. Creo que lo ruboricé con mi obsceno gesto.

– No lo dudo… me parece que no hubieras podido ruborizar más aunque todos tus dedos fueran dedos medios.

– Sí… ¡oh, soy tan pueril!

– Es la antípoda del estilo que usas para expresarte en tus cartas.

– Cometí otra obscenidad más… aún. Ese día, cuando salí de ejercer mi voto ciudadano, me encontré con el señor candidato primo de Godard.

– ¿Era su primo? Cada cosa que uno se viene a enterar…

– Sí… y yo le saqué el dedo medio también, mientras toda su batería le gritaba “sube, sube, tara-rá”. ¡Fue un gesto del que luego me arrepentí!

– Ajhá

– Fue una triste respuesta que mi impotencia y frustración encontró para expresarse… Porque en realidad me percaté de que a quién le quería – y debía – sacar el dedo-medio-muy-obsceno, era a la simbología del neoliberalismo descarnado e inmoral que despoja al ciudadano de su dignidad, que minimiza a su más ínfima expresión al Estado y que nos supedita a un juego económico omnipotente y omnipresente de nunca acabar, que es irrespetuoso con nuestras dimensiones culturales y con la plenitud de la vida… Luego tomé conciencia de que el señor primo de Godard puede ser muy sensible y todo; pero no sé por qué la simbología que él me evoca no es nada hermosa. ¡Oh qué prejuicios tan intensos tengo, di!

– Probablemente…

– Creo que tengo tendencias pendencieras a sacar los dedos medios obscenos…

– Me cuidaré de tus dedos entonces.

Suponiendo, así pues, que el ánimo de ese filánropro estuviese oscurecido por las nubes de la propia congoja que apaga toda compasión por el destino de otros, que tuviese todavía la capacidad de hacer el bien a otros necesitados, pero que la necesidad ajena no le conmoviese, porque le ocupa bastante la suya propia, y, sin embargo, ahora que no le atrae a ello ninguna inclinación, se sacudiese esa mortal insensibilidad y realizase la acción sin inclinación alguna, exclusivamente por deber, entonces y sólo entonces tiene ésta su genuino valor moral. Es más: si la naturaleza hubiese puesto en el corazón a este o aquel bien poca simpatía, si él (por lo demás, un hombre honrado) fuese frío de temperamento e indiferente a los dolores de otros, quizá porque, dotado él mismo para los suyos con el especial don de la paciencia y el aguante, presupone algo semejante también en cualquier otro, o incluso lo exige, si la naturaleza no hubiese formado a un hombre semejante (el cual, verdaderamente, no sería su peor producto) para ser precisamente un filántropo, ¿acaso no encontraría aún en sí una fuente para darse a sí mismo un valor mucho más alto que el que pueda ser el de un temperamento bondadoso? ¡Sin duda!

Fundamentación de la Metafísica de las costumbres. Inmanuel Kant. Edición bilingüe y traducción de José Mardomingo. Pag. 126.

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