Déjà vu

Porque la verdad es que «veía» a la muchacha, la veía en las ramas del árbol desnudo, que palpitaban levemente cuando algún gorrión aterido volaba hasta ellas en busca de abrigo; la veía en los ojos de las novillas que salían del establo, y la oía en el balido de los corderos que se cruzaban en mi camino. Era como si toda la creación me hablara de ella, y deseaba, sí, volver a verla, pero también estaba dispuesto a aceptar la idea de no volver a verla jamás, y de no unirme a ella, siempre y cuando pudiese sentir el gozo que me invadía aquella mañana, y tenerla siempre cerca aunque estuviese, por toda la eternidad, lejos de mi. Era, ahora intento comprenderlo, como si el mundo entero, que sin duda, es como un libro escrito por el dedo de Dios, donde cada cosa nos habla de la inmensa bondad de su creador, donde cada criatura es como escritura y espejo de la vida y de la muerte, donde la más humilde rosa se vuelve glosa de nuestro paso por la tierra, como si todo, en suma, sólo me hablase del rostro que apenas había logrado entrever en la olorosa penumbra de la cocina. […] Como embriagado, gozaba de la presencia de la muchacha en las cosas que veía, y, al desearla en ellas, viéndolas, mi deseo se colmaba. Y, sin embargo, en medio de tanta dicha, sentía una especie de dolor, en medio de todos aquellos fantasmas de una presencia, la penosa marca de una ausencia.

El Nombre de la Rosa
Cuarto día. TERCIA
Umberto Eco

Querido Adso,

Siento que tus palabras describen lo que alguna vez viví. Es como si hubieras podido contemplar el lenguaje de mi alma y leer los signos de mi espíritu en un determinado momento mágico de mi vida. Yo también he estado ahí.

Creo que lo que describes es una suerte de amor contemplativo que desborda más sutilmente en un ambiente natural… rodeado de arbolitos, con infinidad de insectos de múltiples colores fosforescentes, lleno de lluvia, lleno de calor y de sudor. En mi caso, ese lugar maravilloso, sería la selva. En tu caso, encontraste dulzura en los alrededores de la Abadía.

Me pregunto si es posible encontrar un lugar así de maravilloso en una ciudad como Lima, en esta selva de cemento. ¿Cómo podría encontrar vida en los ciclos artificiales de la rutina citadina? ¿Es posible “amar contemplativamente” aquí? ¿Entiendes mi temor?

Sigo reflexionando sobre este problema y llego a la conclusión de que quizás el quid del asunto no sea el lugar, sino el tiempo… ese momento preciso y oportuno. Porque yo recuerdo, que después de todo, siempre me topaba con arbolitos y petirrojos, incluso en la ciudad… y hasta una vez vi maripositas de color blanco revoloteando en plena berma central de la avenida Garcilazo de la Vega, en el centro de Lima. El espectáculo fue sublime. Mientras las combis avanzaban tediosamente en su interminable recorrido desordenado y ruidoso, yo sentí el silencio y la dulce paz de ver a esas mariposas blancas. Todo se detuvo. Y ya nada más me importó.

Después de todo, eso es el amor contemplativo…Ver al ser amado en todas las cosas y en todas las cosas, amarlo a Él.

¿Uno encuentra las formas, verdad? Claro… si las buscas.

Saludos cordiales,

Diana

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