– Se llama así, exactamente como suena.
– ¿Cómo más podría pronunciarse?
– Y no sé… con tanto inglés por aquí.
Te acercaste determinado con el propósito muy bien definido. “¿Podemos almorzar juntos?” “Why not?” pensé. Últimamente me había sentido como ese personaje interpretado por Jim Carrey al que le recetan que debe decir absolutamente “sí” a todas las propuestas locas que le podrían plantear. Entonces ahí aparece Zooey Deschanel con todo su encanto sublime de la ingenuidad primaria que encontraríamos en ese eterno disco “Amor Amarillo” de Cerati. Pero aquí, ¿quién es mi Zooey Deschanel?
Ambos, diestros maestros de la conversación, comenzamos a hablar de lo que nos apasionaba y nos conmovía con la transparencia y la honestidad de sabernos ‘inmediatos’, casi íntimos, más que por la confianza que pudiéramos habernos tenido, porque nos podíamos leer mutuamente. Y ambos éramos conscientes de ello. Sin necesidad de hablar, ya sabíamos cómo andábamos en la vida, cuáles podrían ser las tendencias en nuestros pensamientos, emociones y acciones. Alguien no iniciado en nuestro arte podría argumentar que siempre existiría esa libertad y esa posibilidad del ‘podría ser’. Y tendría razón. Y nosotros también.
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