Sinesio López Jiménez
En el mundo globalizado las modas intelectuales son inevitables. Todos los que trabajan en el campo de las ideas conocen más o menos lo último (dicho a veces como quien cuenta un chisme) que se discute en las universidades más prestigiosas y más innovadoras del mundo. Gracias a la revolución de las comunicaciones la novedad se difunde rápidamente y se transforma en moda intelectual que, por definición, no dura mucho. Esas modas intelectuales hacen generalmente que las ideas se adelanten mucho a la realidad en la que ellas son discutidas.
Eso no está mal si las ideas de moda abren paso a una realidad nueva. Cuando eso sucede, surge un debate intelectual (a veces muy ideologizado) sobre la conveniencia, la orientación, la calidad y el impacto de tales ideas. En ese momento comienza el tránsito de la historia de las ideas a la historia social. Lo novedoso es que este proceso se desarrolla ahora con una velocidad inusitada gracias a la comunicación virtual. Esto contrasta radicalmente con el pasado (antes de 1980) en el que todo parecía desarrollarse en cámara lenta. Todo tenía su tiempo relativamente largo: el surgimiento de las ideas nuevas, el debate intelectual, la conversión de lo intelectual en político, la transformación de la historia de las ideas políticas en historia social. Para entender mejor la diferencia pensemos en la distancia de más de un siglo que existe entre la ilustración y la revolución francesa.
El problema de las modas intelectuales se produce cuando las ideas de moda tienen poco que ver con la realidad. Es lo que sucede, a mi juicio, con el concepto de calidad de la democracia. Este concepto surge en otros países luego de la transición y de la consolidación democrática. Ese no es caso peruano. En Perú hemos entrado a discutir la calidad de la democracia sin haber discutido la consolidación democrática (más allá de la crítica del sentido teleológico del concepto) porque la discusión sobre la transición peculiar e incompleta (que Perú tuvo con la fuga de Fujimori y con el gobierno de Paniagua) “se comió” el tiempo del debate intelectual y político sobre la consolidación. Esta no ha tenido un tiempo intelectual de debate.
La discusión sobre la transición ha sido muy confusa y se ha prolongado más de lo necesario. Es un error sostener que la transición es inconclusa porque no culminó en la dación de una nueva constitución. Es incompleta, pero no inconclusa. La transición concluye con las elecciones generales en las que gana Toledo en el 2001. Las elecciones generales constituyen una nueva legitimidad y acaban con la situación de ilegitimidad del pasado. Todas las cosas pendientes son herencias autoritarias que la consolidación tiene que resolver.
La consolidación tiene que ver con la institucionalización y la rutinización de las reglas de juego (Schmitter) de la democracia tanto en el acceso al gobierno como en el manejo del Estado. Este es el tiempo del Estado de derecho o del dominio de la ley. Ella puede pasar por tres niveles: la consolidación básica que se reduce a la alternancia democrática en el gobierno y que sólo es democracia electoral; la institucional que, además de la democracia electoral, desarrolla el sistema de partidos, el estado de derecho, la legitimidad del Congreso, el funcionamiento eficaz de las instituciones; y la amplia que implica, además de todo lo anterior, el desarrollo de un sistema hegemónico en el sentido gramsciano. El Perú sigue estancado en la consolidación básica.