Sinesio López Jiménez
El comunismo realmente existente fue un infierno, pero el capitalismo no es un paraíso. Michael Wallerstein y Adam Przeworski (2008) han publicado varias investigaciones en las que demuestran que el capitalismo construye una jaula de hierro para los ciudadanos, los políticos y el Estado de la que es difícil salir. El capitalismo es un sistema en el que muchos recursos escasos son de propiedad privada y las decisiones sobre su asignación son una prerrogativa privada. La democracia es un sistema mediante el cual las personas como ciudadanos pueden expresar sus preferencias sobre la asignación de recursos que ellos privadamente no poseen. Por lo tanto, la cuestión perenne de la teoría y la práctica políticas en el capitalismo alude a la compatibilidad de estos dos sistemas.
Las personas pueden tener derechos políticos, pueden votar y elegir a los gobiernos que pueden seguir los mandatos populares. Pero la capacidad efectiva de los ciudadanos y de cualquier gobierno para alcanzar sus objetivos está limitada por el poder público del capital. La naturaleza de las fuerzas sociales y políticas (por más poder que tengan) no altera estos límites ya que son características estructurales del sistema, no de los ocupantes de los cargos gubernamentales ni de los ganadores de las elecciones. Los capitalistas no tienen ni siquiera que organizarse y actuar de manera colectiva: basta con que persigan ciega y estrechamente su interés privado propio para restringir drásticamente las opciones de todos los ciudadanos y los gobiernos.
En el capitalismo toda la sociedad depende de la asignación de los recursos elegidos por los dueños del capital. Las decisiones privadas de inversión tienen consecuencias públicas y de larga duración: determinan las posibilidades futuras de la producción, el empleo y el consumo de todos. Debido a que las posibilidades futuras de consumo dependen de la inversión privada, todos los grupos sociales se ven limitados por el efecto que pueden tener sus acciones sobre la voluntad de invertir de los dueños del capital, la misma que depende, a su vez, de la rentabilidad de la inversión. En una sociedad capitalista, el intercambio entre el consumo presente y futuro de todos pasa por un trade-off entre el consumo de quienes no poseen un capital propio y las ganancias de los que lo poseen. Si las empresas responden a los aumentos salariales exigidos con menos inversión, los asalariados pueden ser los más interesados en moderar sus demandas salariales.
Al Estado y a los políticos les pasa lo mismo que a los trabajadores. Los políticos que buscan votos deben anticipar el impacto de sus políticas en las decisiones de las empresas debido a que esas decisiones repercuten en el empleo, la inflación y los ingresos personales de los votantes. Incluso un gobierno pro-trabajadores no quiere y no puede comportarse de manera muy diferente de uno que representa a los capitalistas. La razón por la cual el Estado es estructuralmente dependiente es que ningún gobierno puede al mismo tiempo reducir las utilidades y aumentar la inversión. En la medida que la distribución puede lograrse sólo a costa de crecimiento, todos los gobiernos terminan persiguiendo políticas con efectos redistributivos limitados.
Según Przeworski y Wallerstein, el bienestar de los trabajadores se puede lograr tanto bajo el socialismo como bajo el capitalismo democrático siempre y cuando haya una negociación centralizada de los trabajadores y exista un gobierno de la misma orientación que tome las medidas adecuadas sobre los impuestos al consumo de lujo de los accionistas y sobre las transferencias de los ingresos a los trabajadores sin afectar la inversión privada e incluso incrementándola. Negociación centralizada de los trabajadores e impuesto al consumo de lujo de los capitalistas son las estrategias que permiten romper parcialmente la jaula de hierro del capitalismo.