Sinesio López Jiménez
El diálogo es un componente central de la política. En la democracia clásica (Atenas) la palabra (lexis) y la acción (praxis) eran momentos indisolubles de la política. En Roma republicana y en las ciudades-repúblicas italianas del Medioevo las comunidades de ciudadanos discutían y al mismo tiempo actuaban políticamente. A diferencia del mundo clásico (democrático y republicano) en donde los ciudadanos desplegaban el debate (y la acción) en el espacio público (la polís, la civitas), el diálogo en el mundo moderno surge del espacio privado en donde los individuos discuten sobre los asuntos de interés general y critican al espacio público estatal (la monarquía absoluta) dando origen a lo que Habermas llama la esfera pública.
La esfera pública (la crítica de los ciudadanos y de la ilustración) y la acción de las logias contribuyeron decisivamente a la transformación de las monarquías absolutas en monarquías constitucionales. Las democracias liberales, ayudadas por la complejidad y extensión del mundo moderno, han institucionalizado y en la práctica han expropiado el debate público enclaustrándolo en sus recintos parlamentarios que devinieron foros públicos. Esta función parlamentaria, sin embargo, hoy ha sido francamente devaluada y ha sido asumida, de manera deficiente, por los medios que están claramente limitados por los las ideas y los intereses de sus propietarios y de las élites. De esa manera el debate y la acción de los ciudadanos han quedado prácticamente fuera de la política. Los ciudadanos que deliberaban y actuaban políticamente han sido transformados en electores y en votos. Eso explica, en gran medida, la emergencia y los reclamos de la democracia deliberativa y de la democracia participativa.
El diálogo parte de dos grandes supuestos. El primero sostiene que la verdad y el error están democráticamente repartidos y nadie puede reivindicar su monopolio. El segundo afirma que nadie posee tampoco el monopolio de las soluciones de los problemas y que todos, incluidos los pobres, pueden contribuir a resolverlos. El diálogo importa, además, más que por la calidad de los argumentos que se esgrimen, por la consideración de los otros que intervienen en él. El diálogo expresa una racionalidad comunicativa que toma en cuenta los deseos, las creencias, las preferencias y demandas de la gente.
La racionalidad comunicativa no elimina, pero sí controla los efectos destructivos de la racionalidad instrumental (propia del mundo moderno) que considera a las personas como cosas y las trata como tales. Un claro ejemplo de esta es el empresario capitalista que se propone como objetivo la rentabilidad y que convoca a los trabajadores (medios) para este fin y que los despide cuando ya no le son útiles. En la política pasa lo mismo. Las políticas públicas, sobre todo las políticas sociales, tratan a los peruanos y a los pobres como cosas. Los gobernantes pretenden dirigir la educación sin los maestros y contra los maestros, organizar eficientemente el estado sin y contra la burocracia, reformar la salud sin y contra los médicos. Es una locura.
Lo peculiar del dialogo de la izquierda es que ella llevará como agenda, además de algunos puntos consensuales con otros partidos (corrupción, seguridad, reforma política) otros temas que ni la derecha ni el gobierno quieren discutir: crisis y desarrollo sostenible, consulta previa, defensa de los derechos de los trabajadores, etc.
Estimado Sinesio al dialogo de derechas e izquierdas hay que acudir con identidad, sin ella las ideas y los intereses serán ajenos. El mejor ejemplo. Siria, una sociedad polarizada que alcanzó niveles de debate irracional, entre los que compran en el Oeste, los que compran en el Este y los más radicales que rechazan las posturas anteriores. La identidad es la clave para el dialogo.