En un artículo anterior elaborado a propósito de la conmemoración de la Independencia, iniciamos una reflexión sobre nuestro ser como República, tomando para ello como referente a Jorge Basadre, uno de los grandes Amautas peruanos del siglo XX, en especial su imprescindible ensayo “La Promesa de la Vida Peruana” (1945).
Siguiendo a Basadre, anotábamos que la Independencia fue hecha con una inmensa promesa de vida próspera, sana, fuerte y feliz; con un ideal de superación individual y colectiva que debía ser obtenido por el desarrollo integral del país, la explotación de sus riquezas, la defensa y acrecentamiento de su población, la creación de un mínimo de bienestar y oportunidades adecuadas para cada ciudadano. Y fue, precisamente, para cumplir esa promesa que se fundó la República.
Sin embargo, la promesa de la fundación republicana no ha sido cumplida del todo, a pesar de haber trascurrido –en la época en que Basadre escribió su ensayo– más de ciento veinte años de la Independencia, debido a que –según el mismo Basadre– esa promesa fue a menudo pisoteada por la obra de los Podridos, los Congelados y los Incendiados, quienes, respectivamente, han hecho todo lo posible para que este país sea una charca, un páramo o una gigantesca fogata.
Pero, en el mismo ensayo, Basadre trata sobre lo que consideramos es la razón principal que explica el incumplimiento de la promesa: el problema de las élites en el Perú. Para comprenderlo, antes debemos tener en cuenta la importancia que tienen las élites para el desarrollo de un país.
Un país no es solo pueblo –nos recuerda Basadre–; si un país quiere desempeñar una función activa en el mundo necesita mando. Ahora bien, ni la juerga ni el látigo son el símbolo de las élites auténticas. Ni los que emigran (por el malestar íntimo que la patria les causa), ni los que se disipan en la frivolidad (ostentosos derrochadores de fortunas), ni siquiera los que solo saben manejar el látigo (soberbios que se creen facultados para cualquier exceso por haber heredado un nombre o una fortuna) cumplen la misión esencial de las auténticas élites: comandar.
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