«No tendrás otros dioses fuera de mí».
Deuteronomio 5:7
En un mundo donde encuentras vida en los árboles, color y sonido en el río que corre inexorable, música y armonía en el trinar de los pájaros, gratitud por la tierra sobre la que caminas y de la cual recibes los alimentos, y signos en el vaivén de las nubes; comprender y convivir con la presencia de los infinitos seres de la naturaleza es parte de tu cotidianidad.
Entonces, se concibe la existencia y – se saluda con el debido respeto – la presencia de los Apus y de los Wamanis que están en los cerros y en el monte, en las aguas y en las rocas, y en el aire que respiras. «Apu Pariacaca. Apu Racontay, Apu Ocongate. Aquí está tu hija. Aquí está tu hijo». Se reconoce la grandeza de estos seres, y probablemente también del Cristo que yace en la cruz de la parroquia del pueblo.
Una iglesia tan llena de imágenes de cristos dolientes, la virgen, santos mirando al cielo en agonía, ángeles y querubines. Quizás también tan llena de aire. Y de miedo. «Sometida. Nos sometieron. Y ahora debemos mimetizarnos. Sólo pareciéndonos a ellos podemos sobrevivir» son las palabras de la madre del niño (Magaly Solier). «Es sólo un vestido. Es pura apariencia y por ello no importa. Yo también soy la hija del Apu» le confesará la madre del niño a la niña (Paulina Bazán).