pecadora

«La vertu qui a nom humilité est enracinée au fond de la déité»
Eckhart

La casa de Simón el fariseo era muy limpia, como su dueño. Llena de lugares punteagudos, salvo la mesa de centro donde estaban sentados – que era redonda – todo lo demás tenía puntas.

Simón era un hombre muy viejo, delgado y huesudo. Sus ojos parecían de águila… punzantes.

Luego pensé que incluso en él, Jesús podía ver dulzura.

Jesús estaba sentado de espaldas a la puerta de entrada. Sus pies estaban llenos de arena y de polvo. Él estaba solo mientas que Simón había invitado a otros amigos más.

Me vi llegando muy emocionada, pero también con mucho miedo. Momentos antes había gastado todo el dinero “mal ganado” en un perfume muy caro, muy sinuoso. Era esencia pura.

Mis cabellos eran largos de color negro. Era muy hermosa y también estaba muy perdida.

Entré de rodillas gateando, de tal forma que si me veían ya sería muy tarde para que me echaran. Vi los tobillos de Jesús y me emocioné. Había un cántaro de agua y una vasija cerca. Eché el agua en la vasija y comencé a llorar, no sé por qué. Vi el abismo oscuro de la profundidad mi alma… estaba perdida, desolada. No podía dejar de llorar y de gemir. Mi llanto era muy doliente sin que yo pudiera evitarlo. Y con mis lágrimas lavaba los pies de arena y polvo de Jesús.

Alcé la vista. Los judíos que me miraban con asco… todo era asco para ellos. Se me ocurrió que si en algún momento yo hubiera intentado lavarles los pies, ellos hubieran puesto uno de sus pies sobre mi rostro y me hubieran empujado.

Y entonces lloré más porque Jesús se dejaba lavar los pies por mi… aún sabiendo quién era yo.

Rompí absolutamente todo el frasco de esencia de perfume sobre sus pies y los masajee. Toda la habitación se llenó del intenso aroma.

Ya no pude escuchar más. En todo momento había evitado mirarle a los ojos, no vaya a ser que él también me repudie y me tenga asco.

Entonces, lo miré a los ojos… no sé por qué. Y me perdonó.

Ahí me quedé.

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