Foto tomada de abc.es/ciencia/
Fue en ese preciso momento de incertidumbre que el Curaca Mayor me señaló para desenredar y leer el futuro que nos depararía semejante catástrofe. No tuvo temor de admitir sus limitaciones, y por otro lado me vi con la conmoción de semejante responsabilidad. Era señalada delante de todos los Grandes, yo, quien hasta hace sólo unos momentos era invisible. Solo atiné a hacer lo que mejor sé hacer, aquel gran deleite y alegría. Mi plenitud.
Miré al cielo, me arrodillé y oré. Ante la catástrofe inminente y la casi segura desaparición de la gran civilización que conocía, agradecí intensamente y con fe. Agradecí a Dios por los Grandes, por la Creación, por las maravillas, porque todo lo creado era bueno. Agradecí también por lo mío, lo más íntimo y pequeñito. Y agradecí también por todo aquello majestuoso que escapaba a mi comprensión.
No había tiempo. Me levanté conmovida y con gran fuerza le dije al Curaca Mayor “Amémonos en los Otros. Porque Somos.”
“¿Somos?” El Curaca Mayor parecía no entenderme. “Sí, Somos Uno”. Los tambores sonaban más fuerte, el ritmo era más intenso y los latidos de nuestros corazones se aceleraban. Hablé de otras Palabras más que me transmitieron arriba, pero aquellas que más esperanza motivaron, se dieron en mi última intervención. “Este no es el fin”. El Curaca asintió en señal de que comprendía lo que le decía. “Esta ‘finalización’ no nos termina”. Mis lágrimas me inundaron, y en ese momento el Curaca rompió filas. Nos abriríamos para huir con todos. Por primera vez en nuestra historia, los Grandes Sacerdotes se mezclarían con el Pueblo, para huir, y tentar la posibilidad de sobrevivir, de arrancarle a esta vida un minuto más. Parecía paradójico ya que somos eternos, pero finalmente, estábamos encarnados en el mundo.
Y entonces, el Curaca Mayor se hizo uno con todos. Desapareció su rango de mediador de Dios, para estar prácticamente corriendo al lado del maestro agricultor, los dos tratando de huir en la incertidumbre. Fue en ese periodo de confusión interminable que apareciste.
Te miré y te reconocí.
El tiempo se detuvo.
De verdad que no esperaba verte ahí y a la vez me parecía tan cálido encontrarte. Le diste calma a mi corazón y como siempre me sucede, las lágrimas empezaron a brotar. “Vámonos. Estoy aquí para cuidarte y protegerte. No nos separaremos”. “Yo también estoy aquí para ti. ¿Me recordarás? ¿Me reconocerás después cuando me veas?”. “Lo prometo.”
Y comenzamos la travesía de huir. Atrás quedó nuestra Gran Ciudadela, aquella que habían construido los Grandes Maestros Arquitectos. Había que comenzar de nuevo.
Y tú estabas ahí para mi y yo ahí para ti.
Hoy, milenios después, recordé verte. Y te volví a reconocer. Nos sonreímos. Efectivamente, después de muchas vidas cumplimos nuestra promesa de estar ahí. Tú para mi, yo para ti.
“¿Podemos ser (sólo) amigos?”
Te sonreí con el corazón completamente feliz y agradecido. “Sí”. Ambos sabíamos que también teníamos misiones que cumplir aquí. ¡Oh esas grandes y pequeñas responsabilidades!
Total, ¿qué es una vida para toda la Vida?