Me dijo que quería hablar conmigo y si era posible reunirnos el jueves en el Café Angola. Sonreí internamente con el secreto placer de saber que la tendría solo para mi. “Tendría”. ¿Era posible acaso “tener” a Catherine? Una criatura tan desbordante, una fuerza de la naturaleza irremediable y radical, una ser que me enternecía y que a la vez me apasionaba profundamente. Procuré no demostrar mi emoción.
Por supuesto, querida. Estoy para escucharte. Quiero consultarte algo sobre Jules. En el transcurso de los días traté enfocarme en mis asuntos cotidianos, preparar algunas clases y afinar el borrador del libro de cuentos en el que estaba trabajando con tenacidad más que con talento. El día jueves me propuse no pensar en ella, sin embargo me sentía atraído magnéticamente a su presencia. ¿Cómo una mujer podía ejercer tanta fascinación en mi? Pensé en el gran poder que ella ejercía sobre los hombres, ¿sería consciente de su influencia? Me atrevo a decir que parte de su magnetismo se debía a esta noción, sin embargo, este poder era muchas veces desbordado por su capricho pueril. Es peligroso tener tanta influencia sin bondad.
Temí que Catherine quizás nunca sería feliz al lado de ningún hombre. No tenía por qué. Un ser tan elevado como ella podía encontrar belleza y deleite sin importar el género. Quizás no era la dimensión sexual la que me cuestionaba, sino si ella sería capaz de encontrar y darle rumbo a este gran poder. Ojalá que sí. ¿Sería yo acaso el indicado para ello? Sonreí levemente y pensé en el compromiso que tenía de hace años con Magda, mi compañera. Y nuevamente me sentí sofocado por el peso de la realidad. Catherine. Catherine la fuerte. Y yo, yo tan Real. El rutinario.
Ese jueves llegué tarde al café, pensé que ella me estaría esperando, pero no la vi. Me senté, ordené un americano y esperé. Quizás ella aún no había llegado. Tal vez vino, no me vio y se fue. Tan impredecible. Esperé dos horas y media. Y me fui.