Todo comenzó con una amiguita llamada Susanita
que sólo pensaba en tener hijitos -«Será el logro más grande de mi vida» – me decía;
que veía el futuro en un labial y no en el espacio sideral.
Tanta kafkianidad en una niña, no podía ser real.
Pero era real, la niña… tan real como la ingeniería.
Y entre tanto pensamiento senosoidal, cosenosoidal – y tangencial, claro está-,
había sobrevivido al mundo… ve tú a saber cómo.Y le hablaba de la vida, y con una sonrisa me respondía “¿tendrá mi Barbie alguna vida”?
Y le hablaba de piedad, y con una lágrima me regalaba su collar.
Y le hablaba de la guerra, y me regaló una botella – de crema facial -.
Y entre tanta bondad tan superficial… yo opté por regalarle un flan.
Un flan filosófico, claro está.
De la más soberbia repostería existencial.
Las dudas integrales y derivadas me endulzaron el cantar…
¿será que de tanto maquinar, esta dulzura tan superficial me contagiará?
De pronto un día surgió la pregunta fenomenológica – y dolorosa –
“Dime, mi querida niña, ¿qué haces por la vida?”
“Oh querida amiga, yo estudio ingeniería…
industrial.”