El Caballero de Notre-Dame

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Foto tomada de Taringa.net

El caballero de Notre-Dame siempre procuró brillar en sus batallas intelectuales. Se sabía inteligente y también torpe a la vez. Y en su torpeza inteligente – o en su inteligencia torpe – se burlaba de sí mismo. ¿Qué mejor indicio es este, para saber de que estamos ante un personaje fuera de lo común?

Renegaba de aquellos “intelectuales” que habían ganado fama y reputación en la cátedra – y en el mundo caviar -, a quienes nadie osaba criticar, porque eran intelectuales de renombre de las humanidades y de las ciencias sociales. “Se han quedado en sus discursos de hace años y nunca más volvieron a investigar con rigurosidad. Son intelectuales oxidados. ¡Dan lástima!

No era necesario acompañar con un adjetivo peyorativo a la palabra “intelectual”, porque para él, de por sí este calificativo era execrable. Y pobre de aquel que llamara “intelectual” a aquel caballero que se juraba “jorobado”. ¿Él, intelectual? Jhá. Un humilde investigador nomás. Un humilde ser que buscar incansablemente ver aquellas cosas que nadie ha visto; y que, sabiéndose libre de burlarse de sí mismo, se sentía plenamente libre de burlarse de los demás.

Esta libertad no era comprendida por muchas mentes un tanto ofendibles y susceptibles – según él -. ¡Atorrante! ¡frívolo! ¡falaz! ¡indolente! ¡desubicado! ¡pornográfico! – habían llegado a decir que leer sus escritos en el Perú era como sacar una revista porno en pleno salón de clases del colegio-, me pregunto en qué grado… las reacciones son variables según sea primaria o secundaria. Digo… es un decir. Y el caballero de Notre-Dame no cabía dentro de sí de la emoción intensa. ¿Un ego enorme? Un provocador torpe, nada más. Se sabía astuto, pero también dudaba muchas veces de sus caminos, y al tomar conciencia de las dudas que tenía, no hacía más que confirmarse asímismo que tenía la capacidad – y la libertad – para equivocarse. Que podía darse ese lujo que muchos nombres renombrados no podrían darse, precisamente, porque eran renombrados -y reputados -.

Por eso era columnista en un diario que nadie en su sano juicio podría soportar leer. Pero él sí. No porque le gustara, sino porque en todas sus acciones había algo de rebeldía, de desafío al status quo, de provocación, de indolencia, de gozo casi profano por lo horrendo. Si Émile Henriot hubiera sido peruano- y lo hubiera leido -, hubiera dicho que sus escritos estaban llenos de suciedades. Y el caballero de Notre-Dame se hubiera vanagloriado en el sacrilegio divino, en el vómito hecho agua de vida. Sólo él podría soportar semejante absurdo en la sensualidad de lo horripilante.

Sólo él podía decir con toda la ceremonia y protocolo posibles, que Aldo M. era su amigo, y que como amigo suyo, lo amaba y lo respetaba. Carajo que hay que ser bien retorcido para tener los cojones de confesar eso en el mundo de la argumentación y del sentido común.

Quizás habría que tener ciertas dosis de buena voluntad y pureza poco comunes para encontrar dulzura y belleza en el fango, en la inmoralidad y en la molicie. ¿Quién sabe?… porque también podría ser cinismo. ¡Oh yo no sé!

El caballero de Notre-Dame siempre estaba por encima de los demás, porque se sabía menos que los demás: había confesado en un discurso muy bello y humilde, que nunca podría ser como Carlos Iván:

“Un intelectual que no le interesó la práctica política, es porque no le interesó su país” me dijo un día cuando le pregunté por algunas “celebridades”. Pero ¡qué difícil para los que no nos atrevemos! ¡Qué difícil para una generación que quiere profesionalizar la academia y no “cometer el error de politizarla! Porque abundan los mal ejemplos; muy pocos quedan en pie como él. Qué difícil es ser Carlos Iván.

Pero un día lo desarmaron sin que él lo hubiera previsto. Él se sabía sin ninguna toma de posición política frente a los comicios del 5J – y se jactaba de ello -; y lo invitaron a RPP para comentar el debate presidencial de los dos candidatos de turno. Por un fugaz momento se le cruzó por la mente que todos habíamos podido comprender que “nada de lo que hacen los hombres es puro o absolutamente venerable, ni tan sólo y principalmente los momentos perfectos que se construyen en la vida y en el arte”. Que después de todos los improperios que había recibido en su vida – y que seguiría recibiéndolos todavía – era más coherente y fiel que nadie-. Ni siquiera Sartre, o quizás, tanto como él. ¡La paradoja!… que después de todos esos improperios, finalmente habíamos aceptado el no-ser como parte del ser.

Pero, ¡oh desilusión! De pronto, abrió sus ojitos de caballero notredamesco y se percató de que no era necesaria tanta hermenéutica para darse cuenta de que en todo el panel de Raúl Vargas, ya habían tomado una posición anaranjadamente keikista. Suspendió el tiempo unos segundos y tomó conciencia de que si estaba ahí era porque los muy ilusos creían que su posición política era también anaranjada – y no porque era una joven promesa de las ciencias políticas… porque él también era muy iluso algunas veces. Tomó un sorbo de agua, respiró profundo, se sintió ridículo durante unos momentos, sonrío dulcemente -o cínicamente también, es una posibilidad- y dejó que el juego siguiera su curso. Ya lo había dicho antes. El caballero de Notre-Dame se cagaba reverendamente en su reputación.

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