De pronto, como hecatombe maldita después del bacanal romano, las clases de piano y de ballet cambiaron por las rutinas grises de la fábrica metalmecánica. Los esfuerzos eran inauditos por mantener la disciplina literaria, por conservar la curiosidad y la pasión por Tabucchi, Kundera, Le Clézio, Tomasi, Borges… Pero ella andaba desamparada por el mundo como la Doménica que nunca pudo crear Luchino Visconti: sus escritores amantes le daban la espalda cual spleen en una mañana del martes gris.
Estaba consolándose – y enloqueciendo a la vez- porque ya no podía ir a la cinemateca a intentar hablar con Truffaut y confesarle, una vez más, la devoción pura y pecadora por sus obras. En fábrica la esperaba el mameluco beige, los guantes de lona, los zapatos punta de acero, las herramientas y el aceite lubricante.Parecía que también el pedacito de mundo interior se le opacaba: la fábrica se encontraba a 80 kilómetros del campo, justo en la ciudad gris y densa. No habían pajaritos cantores, ni petirrojos revolucionarios, ni maripositas blancas portadoras de la paz. Pensó una vez más en Sísifo, y no pudo evitar recordar a Camus. ¿Qué haría Camus? Él también tuvo que trabajar como obrero por las circunstancias de la vida.
Una lágrima recorrió su mejilla proletaria una vez más. El dramatismo la condenó de nuevo y pensó en las categorías de aquellos días de gloria cuando leía poesía y reía y lloraba a la vez. Pensó en Marx, en la proletariedad, en la burguesidad. No hay espacio para las humanidades aquí. No hay espacio para la literatura ni para la filosofía. No hay espacio para Balzac. No hay espacio para Sacha Guitry. No hay espacio para Merleau Ponty. No hay espacio para los neologísmos intelectualoides. No hay espacio para ti en mi ni para mi en ti. Simplemente no hay espacio. Trabaja. Trabajar cansa. No hay espacio para Pavese.
Pensó en Lenin mientras aceitaba las piezas de la máquina troqueladora y luego se inspiró: quizás la vida sería sísificamente más llevable si las clases de piano y de ballet que llevó, si los libros que leyó y si los films que gozó, nunca existieron: si todo lo soñó. Borges anteriormente la había seducido con esa delicia.
Doménica respiró. Inspiró. Pasó saliva. Dejó que las lágrimas dramáticas recorrieran sus mejillas una vez más. Imploró a la phrónesis aristotélica mientras limpiaba el aserrín. Y ahí quedó todo.
El sonido del teléfono la envolvió y la trajo al mundo que se comunica a través de las pantallas de computadoras, que habla a través del teclado con frases – y pensamientos – mononeuronales, donde no existen lapiceros ni papeles para escribir a mano, donde ya casi no se escuchan los vinilos. «¿Y ahora cuál será la rutina de Sísifo de la que debo despertar el día de hoy?» pensó.
Hola Diana! como estas? en Lima! tus escritos estan muy lindos y con cierto realismo que no deja de sorprenderme. Qué estas haciendo? Saludos