Recientemente le confesé a un amigo muy querido que no actué de una manera leal con él, quizás por un excesivo escrúpulo respecto a su libertad de elegir, quizás por prudencia para evitar lanzar prejuicios negativos a mansalva, quizás porque pensé que tarde o temprano tomaría conciencia de que lo estaban utilizando… o quizás mi silencio fue la simple respuesta a la pregunta «¿y quién soy yo para juzgar?»
A pesar de que el hecho sucedió hace muchísimos años, todavía me fastidiaba no haberle advertido en el momento oportuno. O más sutil aún, no haberle preguntado «¿a quienes frecuentas, ah?» (el “ah” final es fundamental en la formulación de la pregunta – siempre y cuando entienda el sarcasmo, claro -).
Hace miles de años, decidí participar de la intensidad adrenalínica de una fiesta del antaño en uno de los tantos bares discotequeros de Barranco. La buena esperanza estuvo propicia y mi amigo Fer me acompañó a la fiesta. De entre las tinieblas y neblinas de la mala y de la buena muerte, emergió mi entrañable amigo – razón de mis históricos remordimientos desleales – al lado de una señorita de naricita respingada y muchas pecas como lunares de cielo, quien inmediatamente me comenzó a preguntar por mi amigo Fer. Mi ingenuidad era extrema y pensé que quizás le caía simpático y le lancé el “¡sácalo a bailar!”. Pero su respuesta, me desencajó por completo – luego de algunos minutos, ya que me demoré en comprender las graves y crueles dimensiones de su comentario -. «¡Sángralo!» me dijo sin desparpajo.«¿Qué? ¿Qué es eso?» Pensé que el ruido de la música en alto volumen distorsionaba cualquier esfuerzo de comunicación civilizada, pero la cruel señorita tuvo la poca delicadeza de repetir su comentario más fuerte aún. Entonces comprendí la situación y sentí una profunda pena por el entrañable amigo que por “cosas de la vida” – él nunca debería dejar que lo psicoanalicen – la estaba acompañando.
Sortié de cualquier manera su infeliz comentario y me alejé de ella. Y no encontré la forma de advertirle a mi amigo que por una simple deducción, a él lo estaban “sangrando”. ¿Él sería tan sagaz de darse cuenta de la situación? No lo sabía. De todas formas me sentía muy incómoda porque no me gusta que se aprovechen o quieran hacerle daño a mis seres amados. Y por otro lado también estaba presente el hecho del respeto a las decisiones del otro, además, «¿quién michi soy yo para advertirle y meterme en sus asuntos privados?»
Hace unas semanas, le compartí esta historia desleal a otro amigo más curtido en estas lides sangrientas, quien me confesó que él siempre se da cuenta cuando alguien lo quiere sangrar. “Lo sientes, lo sabes y si aceptas participar del juego, obviamente lo haces con la conciencia de no estás buscando nada serio, digamos”. Y me remató contándome las estrategias de él y sus demás patas para “conseguir pollitas”:
– ¡Ya sé! ¡les invitan vino!
– ¿Vino? No, no… Estamos en la barra, entonces uno de nosotros saca la tarjeta Visa Gold o la Master Card y la pasa por delante de las narices de la víctima, e inmediatamente pedimos que nos abran una cuenta para toda la noche. Y listo: “Dejad que las niñas vengan a mi”
– Perdóname, pero no me parece nada sutil. Andaaaa… como si eso les funkara. Parece de película americana de poco presupuesto.
– Pero así es… aunque no lo creas.
¿Es una vendetta de los varones para protegerse de las sangronas? Yo no lo sé. Sin embargo sé que recientemente, luego de confesarle al entrañable amigo del inicio que no le había advertido de la sangrona que lo acompañaba aquella vez de la fiesta; sentí un cóctel de emociones mezcladas, desde alivio, tristeza e incomprensión hasta resignación. «Pero claro que sabía que ella me estaba sangrando. Ella era así, es así y será así. Somos buenos patas y punto.»
Él nunca debería dejar que lo psicoanalicen… insisto.