En una hospedería-asilo en un lugar de Lima, de cuyo nombre no quiero acordarme – porque ya no existe más-, no hace mucho tiempo que vivía un muchacho del ayer que me cautivó desde el primer momento que intercambiamos palabras.
Cuando le pregunté por su nombre, me dijo “Albertito”. Le gustaba que le llamaran así, que cuando pensaran en él, lo hicieran con cariño. Mientras miraba mi cabello despeinado con curiosidad, me contó que en algún momento de su vida había sido peluquero. “El jugo de limón puede hacer maravillas con tus puntas horquilladas”.
Una voluntaria me contó luego que a Albertito no le gustaba bañarse, que no era muy devoto del agua y del jabón. “Es una cuestión de principios” me respondió cuando le conté el último chisme voluntarioso. “La vida tiene cosas hermosas… y erróneas. Algunas veces me quedo con las erróneas”.
En un determinado momento pensé en decirle que me corte mi cabello y me haga un bonito peinado. ¿De donde sacaríamos tijeras, peine, ruleros, gel de cabello, y valentía? Ya veríamos luego… Me encantaba la idea de que él pudiera ser un artista nuevamente. Sin embargo, todavía tenía cierto reparo al respecto: sus largas – hasta el infinito – y misteriosas uñas de las manos me llenaban de escrúpulos.
– Pero Albertito, ¿cómo vas a estar así, con esas uñas? Un artista no puede andar así… con las uñas largas y negrísisimas. Que si es por falta de jabón, tú sabes que entre amigos nos podemos ayudar. Yo te traigo un jabón simpaticón y un cortauñas.
– Nop… sino, ¿con qué me rasco la espalda?
– Te puedo traer un rascador de espaldas si quieres… ¿Y las uñas de los pies? ¿Por qué andan tan largas también?
De pronto mi mente recibió un tono de alarma. Atención. ¿De cuando acá ando con tonos moralistas en términos higiénicos? ¿Por qué le exijo cosas a mi amigo? Si no se quiere bañar, pues que no se bañe. Punto. Si es su forma de expresar su identidad, que así sea…
Albertito era adorable, un hombre lleno de energía y de grandes anécdotas que había aprendido a lo largo – y ancho – de toda su vida. “Hasta ahorita, todo me está yendo simpático hasta el infinito”. Su forma de concebir la vida me conmovía siempre. No dejaba de llenarme de asombro toda la poesía, sinceridad y alegría con la que vivía, sobretodo en el entorno en el que él estaba, que era francamente desolador.
El último día que vi a Albertito en la hospedería fue muy triste. Todo estaba lleno de incertidumbre tanto para los abuelitos como para los voluntarios que nos despedíamos por última vez. Lo habían bañado y estaba con las uñas cortitas, sentado en un rinconcito, con la mirada perdida y las manos juntitas, como si estuviera rezando… él, mi amigo Albertito, tan lejano de cualquier credo confesional que no sean las estrellas del cielo y el pan con mantequilla que se come con las manos sucias. Su tristeza era tan profunda que podía hacer llorar a las piedras.
– Yo creo que lo bañaron contra su voluntad y en el agua se le fue media personalidad. Si él antes brillaba, ese último día andaba apagadísimo. Me dio una pena bárbara… Si toda su vida había vivido así – recuerda que te conté que muchos de los abus ahí eran indigentes- ¿por qué quebrantarlo así, con tanta agua y jabón, todo para justificar la dictadura higiénica? Además creo que lo hicieron por todo el embrollo mediático del asunto.
– Yo no sé… en esta vida me topo con cosas tan inexplicables que me desbordan completamente. De pronto lo que tú crees que está bien y que debe ser así, no necesariamente es así. Que hay personas que escogen otros caminos. Probablemente el agua y el jabón no sean la única verdad. No lo sé.
– La dictadura – o la religión – del agua y del jabón… mira tú.
– Estas cosas en la vida se eligen… no se obligan.