Son las cinco de la tarde y ella no regresa. Al abrir la puerta que da a la calle, un olor nauseabundo que se levanta de los basurales del barrio de Belén, entra en la casa. Estoy acostumbrada a este olor, que ni un solo músculo de mi rostro se altera. Además, mi preocupación es mucho más grande que todos los olores nauseabundos juntos, pues lo único que me preocupa es que son las cinco y mi niña no regresa.
Son las cinco, lo sé. Porque a esa hora, todos los días, don Anselmo baja con sus cargadores a negociar en las embarcaciones los productos que llegan a Iquitos desde los más remotos caseríos de la selva. El Jirón Itaya es el corazón del Barrio de Belén, por él, hombres y mujeres caminan noche y día, de un lado a otro, como hormigas cargadoras. Belén parece un mercado persa, donde se compra y se vende de todo, desde aves exóticas que tienen su propia leyenda, hasta cortezas de árboles con posibles poderes para estimular el sexo hasta límites insospechados. También por sus calles, caminan de la mano la miseria y la pobreza, acompañadas de gallinazos que revolotean entre los basurales.
Miro al horizonte por el este, por donde corre el Amazonas, y veo que se van acumulando enormes nubarrones negros, es el preludio de una fuerte tormenta. Como decía mi difunto abuelo “es una lluvia que se viene con todos sus parientes juntos”. Estas tormentas son muy comunes en esta época del año, cuando el calor es muy fuerte. Por el contrario, por el oeste, el cielo está limpio y el sol se oculta en una alegoría de combinaciones de rojo y naranja.
A esta hora, también veo llegar el lujoso carro rojo que recoge a mi vecina María Teresa todos los días. Pero hoy, lo que me parece extraño, ella no está esperándolo en la puerta de su casa con su carmín recién puesto y su falda tan corta que deja ver sus hermosos muslos.
María Teresa desde niña fue muy bonita, siempre me ha parecido que es de ese tipo de mujeres, que tiene en su belleza un trágica maldición: son mujeres que los hombres desean poseer y no amar. El claxon del carro rojo suena dos veces y su conductor espera ansioso.
Pero yo estoy esperando a mi niña que por un momento me olvido del carro rojo y de mi vecina María Teresa. A mi niña la he criado desde que nació, pues su madre murió durante el parto. Ella no conoció a su padre, pues éste abandonó a su madre a los tres meses de embarazo, diciendo que se iba a buscar oro en un lejano río de la selva. Quizá presientiendo su muerte, su madre me dijo que le iba a poner tres nombres: Cecilia Fátima Alejandrina. El primero no sé de dónde lo sacó, el segundo quería ponerle porque era muy devota de la Virgen Santísima, el tercero porque le gustaba, porque según ella era nombre de princesa. A mi me gusta llamarla por su segundo nombre.
Nuevamente suena por dos veces el claxon del carro rojo que me olvido por un instante de mi niña. En ese momento baja del mismo, un hombre elegantemente vestido, pero con esa elegancia exagerada de los nuevo ricos. El hombre y el carro no hacen juego con la pobreza que existe en el barrio de Belén. María Teresa tiene casi la misma edad que mi niña. Pero ella se hizo mujer muy rápido. A los trece años ya atraía la mirada prematura de los hombres por su singular belleza. No sé cuantos hombres han pasado por su vida, pero ninguno se queda mucho tiempo con ella. Tengo la impresión que nunca se va a casar, parece destinada a ser amante.
Ya serán las cinco y media, porque a esa hora, todas las tardes doña Milagros saca su venta de comida a la calle. Ella también mira, preocupada el horizonte donde se prepara la tormenta. En el Amazonas una leve brisa hace levantar la cresta de pequeñas olas. Yo sé que la lluvia no tardará en caer. Salgo preocupada al centro de la calle y miro por ambos lados y mi niña no parece. Yo le digo mi niña porque los ojos del corazón me hacen verla de esa manera. Para mí siempre será la niñita a quien cambiaba los pañales o le ponía el biberón en la boca. Sin embargo, los ojos de la realidad dicen otra cosa: Ella ya tiene 18 años y es una mujer hermosa.
Vuelve a sonar el claxon del carro rojo. Por un instante el conductor duda. Luego decidido se acerca a la casa de María Teresa y golpea la puerta con furia. No le auguro a María Teresa un buen futuro con este hombre, parece de aquellos que piensan que con el dinero pueden conseguirlo todo.
Son las seis de la tarde porque a esa hora se encienden las luces de la ciudad. La lluvia está cada vez más cerca. El cielo está totalmente encapotado y mi niña no parece por ningún lado. Hasta hace poco no le interesaban los hombres, últimamente ha cambiado mucho, pienso que está enamorda, más aún, su comportamiento me preocupa. Parece esconderme algo. Sufre de frecuentes mareos y nauseas; a mi edad creo saber lo que eso significa, por algo he llegado a vieja. El pensar que le sucede es precisamente lo que me da temor, no quiero que termine como su madre: abandonada como muchas mujeres y con un hijo en la barriga. Hoy precisamente ha salido a buscar a su enamorado que no aparece por la casa hace más de una semana.
El conductor del carro rojo toca por dos veces la casa de María Teresa. Su furia aumenta por cada minuto que no le abren la puerta. Los chismes dicen que la riqueza que exhibe es producto del dinero mal habido. El hombre sigue tocando la puerta con tanta insistencia que muy pronto parece un escándalo, lo cual hace que algunos vecinos se asomen a sus ventantas. En ese instante, María Teresa abre la puerta y parece increpar al hombre su actitud. Entontes comienza una discusión acalorada.
La gente ante la inminente tormenta se aleja rápidamente, buscando refugio en cualquier parte. La calle se va quedando desierta y mi niña no se aparece por ningún lado. El viento que precede a la lluvia arrecia sobre las casas, sus frágiles hojas de palma en los techos parecen desprenderse. Comienzan a caer algunas gotas que se disuelven en el polvo sucio de la calle. Cuando siento que una gota golpea mi rostro, veo la figura de mi niña que se acerca lo lejos corriendo.
María Teresa continúa discutiendo acaloradamente con el condutor del carro rojo. Cuando la lluvia comienza a caer con toda su fuerza, mi niña está a mi lado, me abraza con fuerza y yo le doy un beso en la frente húmeda.
El hombre del carro rojo grita a María Teresa un sonoro insulto: “Puta de mierda, te voy a matar”, ella como respuesta le escupe el rostro. El hombre le da una bofetada en la boca causándole una herida en los labios de la cual mana un hilillo de sangre que se mezcla con las gotas de lluvia que caen inmisericordes sobre el barrio de Belén.
Dejo a María Teresa discutiendo con su hombre de turno, pienso que así seguirá por toda su vida. Entro con mi niña en la casa. Cojo una toalla y seco su rostro, entonces ella estalla en llanto, luego se suelta de mis brazos y corre hasta su cuarto, encerrándose en él. En ese momento comprendo que la historia se ha vuelto a repetir y que mi presentimiento era cierto: Ella ha sido abandonada por su enamorado y está embarazada.
La lluvia va calmando lentamente y sé que sólo ha servido para traer a mi niña de regreso a casa, con los ojos llenos de tristeza y las ilusiones muertas.