[Visto: 478 veces]
Por Sinesio López Jiménez
Gustavo Quiroz, destacado sociólogo peruano, asume en este interesante ensayo[1] un gran desafío intelectual: lograr un conocimiento integral superando la fragmentación de las especializaciones. Su experiencia profesional y su trayectoria académica y de investigación le han mostrado las potencialidades y los límites de las miradas parciales así como la fuerza teórica y práctica de una visión integral. Alcanzarla no es un acto sino un proceso y un viaje inacabado.
Me parece que no todos los profesionales y académicos están preparados para recorrer ese camino. A muchos ni les gusta probablemente. En Pensadores rusos (1979) Isaiah Berlín distingue dos tipos de intelectuales (los zorros y los erizos) apoyándose en un verso de Arquíloco, un poeta griego: “El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una sola gran cosa”. Los zorros son los intelectuales que prefieren el análisis a la síntesis, optan por el experimento, la inducción y la especialización en sus investigaciones. Son ratones de biblioteca. Los intelectuales erizos, en cambio, suben sobre los hombros de los zorros para mirar más lejos, prefieren las síntesis al análisis y optan por la deducción. Tienen una mirada de águila y elaboran visiones globales.
Quizás los primeros zorros fueron los intelectuales e investigadores de la Universidad de Gresham en la primera mitad del siglo XVII. Con sus investigaciones especializadas hicieron grandes descubrimientos en las diversas disciplinas (la circulación de la sangre, el descubrimiento del cometa Halley, etc) y las diversas ciencias hicieron grandes avances. Tras ellos vinieron los erizos que sistematizaron los logros científicos de los zorros, descubrieron las bases en que se apoyaron y los métodos que utilizaron y ofrecieron visiones de síntesis en diversos campos del saber: Bacon en la filosofía (el Novum Organon), Coke en el campo del derecho y Raleight en el campo de la historia.
Un enorme erizo del siglo XVII fue Hobbes que conoció no sólo a los clásicos griegos, romanos y del medioevo en su propio idioma sino también a todos los grandes científicos europeos de su época y a sus obras. En el siglo XVII se realizó un debate entre dos grandes erizos (Hobbes y Coke) sobre la soberanía.
A comienzos del siglo XX se realizó otro debate sobre el mismo tema entre otros dos grandes erizos: Kelsen y Schmitt. Hegel con su síntesis del Espíritu Absoluto (el arte, la ciencia y la filosofía) fue un erizo de polendas. Marx fue un gran erizo que sintetizó las principales contribuciones de los economistas ingleses y franceses del siglo XVIII y XIX para ofrecer un nueva visión integral de la economía política.
Actualmente hay muchos intelectuales zorros, pero los erizos son una especie casi en extinción. Ellos están siendo reemplazados por los colectivos de grupos interdisciplinarios de investigación. Lo que sigue es un análisis de la tensión entre la especialización y la integración del saber en las investigaciones y reflexiones de algunos pensadores modernos y contemporáneos.
ESPECIALIZACION E INTEGRACION DEL SABER
Los pensadores clásicos griegos, Platón en particular, unificaron la verdad, el bien y la belleza a través de la sabiduría. Los pensadores medievales, especialmente Tomás de Aquino, mantuvieron esa unidad y le añadieron la fe como principio integrador.
El mundo moderno apostó más bien a la diferenciación de esferas en la realidad y en el pensamiento. Marsilio de Padua fue quizás el primero en separar la “sociedad civil” y la religión cuando, en Defensor Pacis (1324), pidió al Papa dedicarse a llevar las almas al cielo y dejar que la sociedad civil resuelva sus necesidades materiales apelando a la producción y a la distribución. Le siguió el republicanismo de las ciudades medievales que diferenció la historia de los hombres de la historia de Dios y de la Fortuna (Pocok, 1975).
Maquiavelo, el republicano por excelencia, hizo tres grandes revoluciones (de los fines, de los medios y de la ética) que permitieron diferenciar la religión de la política y de la ética como esferas específicas. Pero la diferenciación no es separación ni autarquía. Existe una relación entre ellas, especialmente entre la política y la ética cuando los fines buenos de la política se consiguen por medios no buenos. Allí surgen la ética y los valores para regular los medios no-buenos.
Maquiavelo (El Príncipe, 1513, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, 1512-1517) hace estas diferenciaciones desde la comunidad de ciudadanos, que es la realidad primordial para el republicanismo, y desde la historia humana. Hobbes (Leviatan, 1651) y Locke (Segundo Tratado sobre el gobierno civil, 1690), en cambio, las hacen desde el individuo, que es la realidad primordial para el liberalismo, y desde la naturaleza humana (de guerra según Hobbes y de libertad según Locke) que da origen a un contrato entre los individuos del que emergen el Estado y la política. Estado y política absolutista en Hobbes para someter a los apetitos materiales desmedidos y eliminar la guerra de todos contra todos y estado y política liberal en Locke para dar continuidad al estado de naturaleza que es de libertad de los individuos. Maquiavelo es historicista mientras Hobbes y Locke son contractualistas.
Montesquieu (El espíritu de las leyes, 1748) es también historicista como Maquiavelo, pero existe entre ellos algunas diferencias. La primera es que mientras a Maquiavelo le interesa la forma como los hombres hacen la historia a través de la política y por eso mismo es una estratega de la acción, a Montesquieu le preocupan más bien las formas de incidencia de la historia en la política y el modo como la configuran como saber específico. Montesquieu es el fundador de la ciencia política, como bien lo ha dicho Althusser (Montesquieu, la politique e l´histoire, 1964). La otra diferencia es que mientras Maquiavelo se enfrenta al capital comercial y al protoliberalismo en pleno Renacimiento para afirmar el republicanismo, Montesquieu es un pluralista que asume el republicanismo y el liberalismo como bienes políticos que pueden coexistir. Es un republicano liberal.
Montesquieu investigó la dimensión normativa (las instituciones) de las diversas sociedades y trató de encontrar las causas y los tipos que la explican. Sostuvo que lo que articula la dimensión normativa de la ley y sus causas y tipos es l´esprit de lois (la cultura política) y que lo que vincula lo normativo social (usos, mores y costumbres) con sus causas y factores es l´esprit d´une nation (la cultura nacional).
Con el desarrollo agresivo del capital comercial y la derrota de las guerras religiosas y de los príncipes surge la monarquía absoluta en el siglo XVII que, para consolidarse, separa lo público de lo privado y corporiza esa separación en el hombre mismo (hombre privado y ciudadano) a diferencia del mundo clásico que la territorializaba (el oikos para los privados y la polis para los ciudadanos), como ha señalado Reinhart Kosselleck.
Del mundo privado emergen la crítica de los ciudadanos y la crítica de los intelectuales contra la monarquía absoluta dando origen a un nuevo público: la esfera pública (Kosselleck, Habermas) o lo público social como lo llaman los sociólogos. De la crítica de los intelectuales se desarrolla la ilustración que tiene dos variantes clásicas: la francesa y la inglesa. La ilustración francesa viene de las élites y de la filosofía, se expande a los diversos saberes en las universidades, se difunde en la prensa y llega hasta la calle. La ilustración inglesa proviene de la experiencia, del experimento y de la ciencia, se desarrolla en las ciencias duras de la Universidad de Gresham en donde los investigadores analíticos hicieron varios descubrimientos científicos en diversas áreas del saber.
Sobre los hombros de los intelectuales analíticos se irguieron los intelectuales de la síntesis: Bacon en el campo de la filosofía, Raleigth en la historia y Coke en el Derecho. La ilustración inglesa fue el combustible de la revolución de Cromwell en 1648 y la francesa fue el combustible de la revolución francesa de 1789.
Rousseau (Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, 1755; El Contrato Social, 1762) no fue un hombre de la ilustración, fue más un sentidor que un pensador, pero escribió en la Enciclopedia. Intentó volver al republicanismo clásico de Grecia, Roma y de las ciudades república del medioevo en la época del Estado-Nación que lo hacían inviable. Combinó el republicanismo con la democracia directa. Volvió al estado de naturaleza (naturaleza humana), pero, a diferencia de Hobbes y Locke, no lo pensó como una realidad fija e inmutable sino como una condición humana que cambia y evoluciona, que no es de guerra (Hobbes) ni de perfecta libertad (Locke), sino imperfecta y de libertad limitada que encuentra su plena realización en el acto del contrato social. Allí surge el pueblo soberano, la voluntad general (que nos obliga ser libres) y los individuos se transforman en ciudadanos. La desigualdad es un producto de las relaciones sociales y no del desempeño individual como pensaba Locke.
El joven Hegel de La Constitución Alemana (1802) busca unificar la razón, la política y la historia, lo que le permite pasar del derecho natural al derecho positivo. El veía a la revolución francesa y a la nueva subjetividad que anidaba como el intento culminante por realizar los dictados de la razón humana en el mundo. El creía como Maquiavelo que la libertad se desarrolla en el Estado y en la ley y postulaba, por eso, la unificación de los múltiples estados fragmentados de Alemania en un solo Estado, como había sucedido en Francia, en Inglaterra y en España. Mantuvo estas ideas juveniles y las desarrolló en sus textos de madurez como Principios de la Filosofía del Derecho (1821).
Con la consolidación de la monarquía absoluta se inició, según Hegel, la larga marcha del estado hacia la sociedad, cambiando la concepción de la historia. En el siglo XVIII ese interés por el estado y su historia se desplazó hacia la sociedad en un doble movimiento que pasó por caminos que se bifurcaban. El primero es el de la interrogación sobre la libertad que se define tanto jurídica como políticamente y se convierte en social cuando está ligada a la civilización. El segundo movimiento hace aparecer directamente la historicidad de lo social y encuentra su punto de partida en Rousseau quien demuestra que no hay hombre natural, ni equilibrio entre el hombre y la naturaleza y que las relaciones sociales no están preinscritas en ninguna naturaleza, sino que se desarrollan en una historia, en “una lenta sucesión de acontecimientos”.
Hegel, como Adam Smith, define a la sociedad civil como un “sistema de las necesidades” individuales que se resuelven socialmente en la división del trabajo y en el mercado. El estado se sitúa en el filo de dos mundos: en el sistema de estados que se totaliza en historia universal, y en el de la sociedad civil de la que constituye su superación. La filosofía hegeliana del derecho se divide en tres partes: el derecho abstracto, la moralidad y la eticidad. Las relaciones entre el individuo y la sociedad se regulan por el derecho abstracto que contiene prescripciones de índole jurídica que considera a los interlocutores como iguales titulares de los mismos derechos. El tránsito del derecho abstracto a la moralidad es el tránsito de la responsabilidad jurídica a la responsabilidad moral.
El respeto a las personas y a sus intereses ya no procede del exterior, sino del propio individuo. Ahora, el sujeto debe querer el bienestar no sólo para sí, sino también para los demás. Ello nos lleva a una voluntad particular que se identifica con la voluntad racional y universal, y que pretende el bienestar de todos. La eticidad es la situación en la que el hombre, en vez de ver en los deberes una imposición exterior, ve en ellos la realización de sus derechos. Si el derecho abstracto se basa en la coerción, y la moralidad en el deber ser, la eticidad se fundamenta en la confianza, es decir, en el nexo espontáneo que une a un individuo con sus semejantes. Se refiere a las ubligaciones morales que yo tengo hacia una comunidad viva de la que formo parte.
La eticidad se desarrolla dialécticamente en tres instituciones furndamentales, derivadas la una de la otra: la familia, la sociedad civil y el estado. La familia tiene su origen en el amor entre los cónyuges, un amor que es justo y ético. Si la familia se basa en el altruismo, la sociedad civil lo hace en el egoísmo. En ella el individuo busca su interés privado comportándose para ello con una “mezcla de necesidad fisica y capricho”. Se coloca ante un sistema de dependencia mutua en el que cada individuo, en la persecución de su conveniencia propia, promueve también naturalmente el interés de la totalidad.
La eticidad alcanza en el estado su realidad concreta y efectiva. El factor de cohesión es lo universal, no lo particular: El individuo puede “vivir una vida universal” en el estado, donde sus sastisfacciones, actividades y modos de vida particulares están regulados por el interés común. Por tanto, el estado puede ser considerado como “la realización de la libertad”. En oposición a lo arbitrario, el estado encarna la razón. El estado es el lugar de la libertad si el individuo puede encontrar en él satisfaccion a sus intereses racionales, no a sus caprichos. El Estado es razón en y por la ley: no por una ley trascendente y misteriosa, sino por sus leyes, por su reglamentación universal de los asuntos particulares en el marco de una comunidad.
La contradicción esencial que funciona en los Principios se refiere al proceso de individualización en su relación con el proceso de socialización. Hay dos momentos de mediación decisivos: la moralidad, mediación entre el derecho abstracto y la vida ética y la sociedad civil que realiza el paso de la familia al estado en la vida ética. La moralidad determina el proceso de la individualización subjetiva: sólo con ella se puede hablar en rigor de sujeto. Y la “sociedad civil” es la esfera de mediación determinante para el proceso de socialización: momento de la organización social, de las corporaciones, de los estados, de la división del trabajo y del mercado.
A fines del siglo XVIII se inició una diferenciación estructural en las sociedades en proceso de modernización dando origen a los subsistemas económico, político, socio-cultural, cada uno de ellos con sus propios fines, organizaciones e instituciones. Entre ellos existen, sin embargo, relaciones funcionales que definen diversos niveles de integración sistémica. El siglo XIX es la época de la civilización liberal que devalúa la política y el estado y otorga la centralidad al mercado y a la sociedad. Según Polanyi está caracterizado por cuatro instituciones fundamentales que marcan la dinámica de las sociedades y de la cultura de ese siglo: el equilibrio internacional de fuerzas, el patrón oro internacional, el patrón-mercado y el Estado liberal. Estas instituciones marcaron la reflexión de los liberales, de Marx y los anarquistas.
Alexis de Tocqueville (1805-1859) combinó la reflexión y la acción política. Fue diputado por su circunscripción desde 1839 y ministro de Asuntos Exteriores (entre junio y octubre de 1849). El eje político de sus reflexiones es la desaparición de la vieja sociedad aristocrática y el desarrollo de un movimiento hacia la igualación de las condiciones, hacia la reducción de las diferencias de clases y hacia la igualdad. El movimiento hacia la igualdad, hacia el fin del orden aristocratico, es “una fuerza desconocida, que se puede intentar canalizar o moderar, pero no vencer”.
En La democracia en América (1835) considera que la democracia es la característica de un nuevo mundo que requiere “una nueva ciencia política”. Concibe la democracia no como una una forma de régimen político sino como un tipo de sociedad. Lo que caracteriza a la democracia no es la participación política o las libertades, sino la igualdad entre los ciudadanos y, por consiguiente, la inexistencia de jerarquías sociales. El desarrollo de las tendencias igualadoras no conduce a una sociedad de individuos más libres y autónomos, sino a una sociedad más gris, más mediocre, en la que nadie podrá destacar de sus conciudadanos y en la que la opinión pública ejercerá una severa censura sobre las conciencias independientes. Y todo ello, precisamente, en nombre de la igualdad y de la democracia. La democracia, que tiende inexorablemente al refuerzo del poder central frente a los poderes locales y que amenaza con generar una situación de uniformismo social, comporta riesgos de despotismo.
En El Antiguo régimen y la revolución (1856) Tocqueville afirma que el año 1789 no debe ser visto como una ruptura con el Antiguo Régimen, sino como una continuidad del mismo. Tocqueville encuentra que la centralización del estado, la burocracia, el ejército nacional, la diplomacia, el desarrollo económico, la autonomía del campesinado y el debilitamiento de la élite señorial fueron obra del Antiguo Régimen y que la obra principal de la revolución francesa fue barrer los obstáculos que impedían el pleno desarrollo de esos procesos modernos. El desarrollo del estado absoluto en la monarquía francesa del siglo XVIII no hace sino iniciar la tarea de igualación social y de erosión de los privilegios aristocráticos y locales. En este sentido, no es más que la continuacion de un largo proceso de revolución social, entendida como movimiento hacia la igualdad. La revolución social es un proceso de cambio “de onda larga” mientras la revolución política es de corta duración y de coyuntura.
No se puede resistir a la democracia, pero se puede actuar sobre sus contenidos y sobre sus formas. Como a John Stuart Mill, a Tocqueville le preocupaba el “despotismo de la mayoria” y, para combatirlo, sugiere un conjunto de elementos que pueden ayudar a las futuras sociedades democráticas: un gobierno local fuerte y autónomo, el mantenimiento de una fuerte red asociativa privada, la religiosidad compartida, un gobierno central “moderado” con división de poderes, un poder judicial efectivamente independiente, una prensa libre y crítica.
No son los elementos institucionales sino sobre todo elementos de tipo social insertados en las costumbres y en lo que después se llamará “cultura política” los que pueden hacer posible el difícil objetivo de compaginar la democracia y la libertad. El gran desafío es, pues, cómo hacer compatible la nauraleza igualitaria de la sociedad democrática con la libertad (que conduce a la diversidad), con la capacidad creativa y con la solidaridad. Tocqueville sostiene que hay dos tipos de democracia: no libre y libre. La primera es aquella que sólo es un tipo de sociedad, la segunda es aquella que, además de igualitaria, ha sabido construir un conjunto de instituciones que defienden la libertad.
Tocqueville es uno de los fundadores de las modernas ciencias sociales, en parte por su recurso a un esquema analítico basado en las clases sociales pero sobre todo por su tendencia a razonar en términos de lo que Max Weber llamó “tipos ideales”. Tocqueville es, como lo señaló Raymond Aron, el sociólogo de la comparación. Sus obras fundamentales, La Democracia en América y El Antiguo Régimen y la Revolución de 1848, sentaron las bases de uno de los enfoques teóricos y metodológicos más consistentes de la sociología política y de la ciencia política: la política comparada. ¿Por qué la democracia norteamericana es libre y la francesa es, en cambio, no libre?. ¿Por qué los norteamericanos son pragmáticos y los franceses, en cambio, son amantes de las ideas generales?. ¿Por qué la revolución se produjo primero en Francia, que era un país menos feudal y más desarrollado, y no en otros países del continente europeo que eran más feudales y menos desarrollados?. Las respuestas a estas preguntas y a otras parecidas inspiraron, utilizando el método comparativo, varios libros clásicos de la teoría política moderna.
John Stuart Mill fue un intelectual cultivado y erudito. Conoció a los clásicos griegos y romanos y escribió sobre diversas disciplinas modernas: economía política, filosofía, política, etc. Para Stuart Mill (Sobre la libertad, 1859) la felicidad era el único fin de la existencia humana, pero ella no se encontraba en la racionalidad ni en la satisfacción material, sino en la diversidad, la plasticidad y la plenitud de vida. Pensaba que si la sociedad no tuviera conflictos habría que inventarlos para evitar la monotonía y el aburrimiento. No es el entendimiento lo que diferencia al hombre de los animales sino la capacidad de elección. Detestaba la estandarización, el conformismo, la uniformidad porque ahogaban la libertad de los individuos. Esta es una crítica central a la modernidad que Hannah Arendt profundizó posteriormente en La Condición Humana.
Mill era un empirista pues pensaba que ninguna verdad puede ser establecida racionalmente si no es a través de la observación. Creía que las ciencias sociales eran demasiado confusas para ser llamadas ciencias. No hay en ellas generalizaciones validas, ni leyes y, en consecuencia, no se puede deducir de ellas predicciones o normas de acción.
Aunque temía la centralización de la autoridad y la inevitable dependencia de cada uno respecto a todos y la “vigilancia de cada uno por todos”, creía que los males de la democracia se podían combatir con más democracia. Sólo ella puede educar a un número suficiente de individuos para la independencia y la libertad. Postulaba el sufragio universal, incluidas las mujeres, pero postulaba el voto calificado: el voto de un ignorante, decía, no puede ser igual que la de un sabio. Pensaba que la participación política de todos nos hace mejores ciudadanos y hombres más libres. Creía que ninguna sociedad es libre, cualquiera que sea su forma de gobierno, si las libertades no son respetadas y garantizadas en su totalidad. La humanidad sale ganando si consiente a cada cual vivir a su manera sin obligarlo a vivir a la manera de los demás.
Marx fue un teórico y un político. Tuvo un proyecto intelectual y político cuyo objetivo central fue la búsqueda de la igualdad y la justicia y cuyo desarrollo teórico implicó muchas profundizaciones que terminaron en diversas rupturas. Desde el comienzo de sus reflexiones, Marx buscó articular la teoría con la política o, si se quiere, darles una base racional a sus apuestas políticas. Marx fue un hombre de la ilustración que creyó firmemente en la fuerza de la razón para explicar los diversos problemas del capitalismo y de la humanidad y para darle eficacia a la acción política. Pensó que los obreros no tienen ideales a conquistar sino intereses a desarrollar. Esa racionalidad se aplica sobre todo a las diversas dimensiones de la vida social en la larga y mediana duración, pero también en la coyuntura. Marx pensaba que la elaboración de un programa socialista requería el conocimiento de las leyes del capitalismo y que el establecimiento de una estrategia política exigía el conocimiento de las correlaciones entre las clases sociales y la naturaleza del Estado (Crítica del Programa de Gotha, 1875). Reconoce, sin embargo, que en la coyuntura interviene no sólo racionalidad que despliegan los actores, sino también las correlaciones coyunturales de fuerza y el azar. Esto hace que la política en la coyuntura sea un espacio de gran incertidumbre.
El proyecto teórico de Marx consistió, por un lado, en la búsqueda de las raíces económicas que explican las luchas sociales, políticas y culturales de las clases populares, en particular de la clase obrera, para fundar una política igualitaria y justa y, por otro, en la investigación de los nudos contradictorios que pueden llevar a la revolución y al socialismo. A medida que avanzaba en sus investigaciones, Marx fue afinando y precisando lo que en sus inicios llamó genéricamente condiciones económicas y sociales hasta llegar a la teoría de la plusvalía y a sus diversos desarrollos así como a las dinámicas contradictorias que podían conducir al estallido del sistema. Hay otras dos constantes en sus apuestas políticas: el protagonismo central de los obreros y la aspiración al socialismo y al comunismo de la sociedad futura que quería construir.
Marx pensaba que las diversas dimensiones de la vida social (la economía, la sociedad, la política, la cultura) eran realidades diferenciadas, pero no separadas y que era posible establecer conexiones explicativas entre ellas. Esas conexiones eran generalmente relaciones asimétricas en las que la economía era determinante frente a las otras dimensiones de la vida. Una de las cosas que Marx celebró, en el famoso Prólogo de Contribución a la Crítica de la Economía Política, fue haber logrado visualizar ciertas articulaciones contradictorias en la estructura del capitalismo –las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción- que podían conducir a la revolución.
Vinculados al tema anterior, hay dos problemas que Marx analizó y a los que dio, si no respuestas contradictorias, salidas en tensión: la relación estructura-superestructura y la relación entre acción y estructura. En los diversos escritos –desde los tempranos hasta los de madurez- Marx tendió a afirmar un cierto determinismo de la estructura sobre la compleja superestructura (cultura, ideología, política, estado). Es el peso de la estructura económica y social –las relaciones sociales de producción- el que determina y explica las formas de pensar, las creencias, las luchas políticas y la organización del estado.
Gramsci en Il materialismo storico e la filosofía de Benedetto Croce (1971) hace una lectura no determinista del Prólogo de Marx cuando sostiene que “los hombres toman conciencia de las contradicciones de la estructura en el campo de la cultura y las resuelven el campo de la política”.
En sus escritos políticos de coyuntura, en especial en El Dieciocho Brumario de Luis Bobaparte, Marx examinó la relación micro-macro (individuo-sociedad) y el tema de la acción política y su relación con la estructura. Aunque reconoce el peso de la estructura, Marx subrayó en esos escritos la capacidad de acción de determinados actores para incidir en la estructura, pero reconoce al mismo tiempo dos límites que esta pone a los proyectos y acciones de los actores: 1. Ninguna sociedad se plantea problemas para cuya solución no estén dadas las condiciones y 2. Ninguna sociedad desaparece sin haber desarrollado antes todas sus potencialidades. Si bien Marx prefiere a los actores colectivos –movimientos sociales, partidos, fracciones- nacidos de las diversas clases sociales para analizar las situaciones políticas, reconoce también el papel de los individuos como actores en sus relaciones con las estructuras. Pero los individuos de Marx difieren de los de Locke y de los del liberalismo. No son individuos ontológicos sino acotados. Ellos expresan categorías económicas (obrero, burgués, pequeño burgués, aristócrata) o categorías políticas (liberal, republicano, socialdemócrata, orleanista, etc) o situaciones peculiares en las relaciones de fuerza (bonapartismo). Napoleón III en El Dieciocho Brumario y Espartero en Revolución en España son ejemplos típicos de individuos situados que, pese a que son productos de correlaciones peculiares de fuerzas sociales y políticas, expresan con fidelidad las coyunturas en las que operan y son al mismo tiempo sus actores centrales.
Marx pensaba también que era posible analizar las relaciones complejas entre la economía, la sociedad y la política no sólo en la larga y mediana duración sino también en la corta duración o coyuntura. En sus artículos políticos de coyuntura se esforzó por mostrar las relaciones complejas entre el ciclo económico, el ciclo social y el ciclo político, pero no siempre lo logró. Quizá el análisis más logrado de la articulación de los ciclos sea La guerra civil en los Estados Unidos (1864).
Marx desarrolló el conjunto de sus investigaciones que articulan estas diversas dimensiones asumiendo una perspectiva epistemológica y metodológica que él llamó el método dialéctico y que es punto 3 de la Introducción a la Contribución a la Crítica de la Economía Política que no publicó con esa obra, pero que luego apareció como apéndice de esa o como Introducción de la Grundisse en español. El método de Marx no sigue la marcha de la razón hacia la realidad (como Hegel) sino que parte de lo concreto real, se desplaza hasta descubrir las determinaciones simples de la realidad concreta y vuelve a ella como concreto pensado: “Lo concreto es concreto por ser la síntesis de muchas determinaciones, o sea, la unidad de aspectos múltiples. Aparece por tanto en el pensamiento como proceso de síntesis, como resultado y no punto de partida, aunque es el verdadero punto de partida y también, por consiguiente, el punto de partida de la contemplación y representación. El primer procedimiento ha reducido la representación plena a definiciones abstractas; con el segundo, las definiciones abstractas conducen a la representación de lo concreto por medio del pensamiento”.
Weber escribió sus obras, en particular Economía y Sociedad (1922), en diálogo con Marx. Frente a la racionalidad absoluta de este, aquel defiende una racionalidad limitada. Combatió a los que mezclan el pensamiento racional con la política o con la afectividad y a los creen que la ciencia es capaz de captar todos los secretos de la naturaleza y del hombre. Weber se inscribe en la perspectiva de lo que Freud, desde el enfoque del sicoanálisis, llamó “la tercera herida narcisista de la modernidad” que consiste en el eclipse de la centralidad de la razón para explicar el mundo físico y social. La primera herida fue inferida por Copérnico con la dilución de la centralidad de la tierra en el universo y la segunda, por Darwin con el desplazamiento de la centralidad del hombre en la cadena de los seres vivos.
Weber sostiene en Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo (1904-1905) que la racionalidad es propia de Occidente. Ella es una de las características de la modernidad. La racionalidad trajo consigo no sólo la profanación de la cultura occidental sino también la diferenciación de los sistemas que, sin embargo, se compenetran entre sí: la empresa capitalista y el estado moderno. Ellos constituyen, respectivamente, la institucionalización racional de la acción económica y de la acción administrativa de acuerdo a fines.
Weber se empeñó en demostrar que la ciencia tiene un sentido y que vale la pena dedicarse a ella aunque despoje al mundo de su encanto. Diferenció las ciencias naturales de las ciencias de la cultura y, dentro de estas, las que se refieren a la comprensión y las explicativas. La comprensión alude al sentido y a los valores que anida la acción humana y la explicación se refiere a la concatenación causal de hechos y procesos y a los tipos ideales. La comunidad de las ciencias sociales tiene sus reglas: 1. La ausencia de restricciones para la búsqueda de los hechos duros. 2. La ausencia de restricciones al derecho de discusión. 3. La ausencia de restricciones al derecho de desencantar lo real.
Weber era un individualista metodológico. El pensaba que las organizaciones e instituciones más complejas de la vida social, el estado y la empresa por ejemplo, se podían reducir a acciones simples con sentido de los individuos. Estaba lejos del holismo duro (El capital) o del holismo light o anti-reduccionismo (análisis políticos) de Marx. Max Weber fue un hombre de ciencia y no un hombre político ni un hombre de estado, aunque se apasionó por la cosa pública durante toda su vida. Entendió que las virtudes del político son incompatibles con las del hombre de ciencia y que no se puede ser al mismo tiempo hombre de acción y hombre de estudio sin faltar a la vocación de ambas. Son actividades diferentes, pero existe entre ellas una relación. Obrar razonablemente es adoptar la decisión que ofrezca más probabilidades de conseguir el fin que se pretende. Una teoría de la acción es una teoría del riesgo al mismo tiempo que una teoría de la causalidad.
Weber definía la política, no por sus fines, sino por el medio específico que utiliza para actuar: el monopolio legítimo de la violencia. Esto significa que la vida de terceros está en manos de los políticos y, por eso mismo, tienen que actuar con la ética de la responsabilidad que tiene en cuenta los resultados de su acción, a diferencia de los intelectuales que actúan de acuerdo a la ética de convicción, esto es, de acuerdo con su conciencia y con sus creencias. Si alguien quiere mantener sus manos limpias, entonces que no se meta a la política. Weber pensaba que el político nace con ciertas virtudes especiales, no se hace. Weber definió el estado como “una asociación de dominio institucionalizado que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima”. Es una relación de dominio de hombres sobre hombres que se procesa a través de la burocracia y de las leyes cuyo capacidad de darlas monopoliza. Como asociación ha expropiado sus funciones de las capacidades que tiene la sociedad. Como expropiador de los medios de administración transformó a los viejos administradores en empresas políticas y en políticos al servicio de los señores políticos. De este proceso nacen los políticos que viven de la política y los que viven para la política. Los primeros vienen de los estratos medios y bajos y los segundos de las clases acomodadas. De las empresas políticas proceden los funcionarios profesionales y los funcionarios políticos que llegan y se van con el gobierno al que sirven.
Weber es el teórico de la democracia elitista o de la democracia como equilibrio. Define a la democracia como un método a través del cual los ciudadanos eligen a sus gobernantes y los dejan gobernar. La democracia deja de ser sustantiva para transformarse en procedimiento. Los ciudadanos dejan de ser tales para devenir electores. Para que haya democracia en una sociedad de organizaciones es necesario ponerse de acuerdo en los procedimientos porque ya no es posible ponerse de acuerdo sobre bienes y valores. El sufragio universal, por un lado, genera masivas y múltiples demandas y, por otro, impulsa a que diversas empresas políticas (los partidos) produzcan las ofertas necesarias para atender esas demandas.
Habermas es un filósofo y sociólogo que se inscribe en la corriente del pensamiento de la Escuela Crítica de Frankfurt, fundada por Adorno y Horkheimer. La mayoría de sus obras se inscribe dentro de la filosofía de la praxis. Ha tratado temas como la opinión pública, la ética, el estado y el derecho, la democracia deliberativa. Una de sus primeras obras que tuvo gran impacto en el mundo académico fue Historia y Crítica de la opinión pública (1962) en la que analiza la transformación estructural de la esfera pública en el mundo moderno y su incidencia democrática y de apertura del campo cerrado de la monarquía absoluta a través de la crítica. A partir de las revoluciones burguesas, la esfera pública se convierte en el sustrato necesario de los debates públicos a través de los cuales la ciudadanía se afirma en su dimensión subjetiva. Esta obra fue inspirada por algunas ideas de Kant sobre la ilustración, en particular por los conceptos referidos al uso público de la razón.
En trabajos posteriores discutió las peculiaridades del capitalismo tardío y sostuvo que los presupuestos teóricos del marxismo no eran adecuados para analizarlas y entenderlas. La tesis central es que existe una contradicción insuperable entre la lógica del capital, dirigida a la obtención del beneficio privado, y las necesidades de justificación pública del ideal democrático. Este conflicto es la base de la crisis de legitimación del capitalismo tardío. La crítica de Habermas es que Marx reduce la praxis humana al trabajo como eje de la sociedad, en demérito del otro componente de la praxis humana que es central: la interacción mediada por el lenguaje. A diferencia de Marx, Habermas entiende que el cambio social debe darse en el ámbito de la comunicación y del entendimiento entre los sujetos. El problema de la emancipación marxiana debe ser reencausado así hacia el estudio de la evolución de estas esferas de interacción social. Es necesario establecer una conexión racional entre el progreso técnico y la vida social utilizando los espacios de comunicación social basados en las discusiones públicas libres e igualitarias.
Habermas sostiene que existe una indudable relación entre razón y realidad, que esta se construye en la interacción comunicativa y que aquella (la razón) debe estar estructurada también de forma comunicativa. En Teoría de la acción comunicativa (1987) el enfoque es sistémico-fenomenológico. Habermas parte de la idea que la sociedad moderna es al mismo tiempo mundo de la vida y sistema y que lo que rige al primero es la acción y al segundo, la función. El mundo de los sub-sistemas (económico, social y político) se guía por la racionalidad instrumental y el de la vida, por la racionalidad comunicativa. Sostiene asimismo que el mundo de la vida y los subsistemas se retroalimentan, pese a estar regidos por lógicas distintas: la integración social en el mundo de la vida, la integración sistémica en los subsistemas. En el caso de la sociedad civil, son la cultura, la sociedad y la personalidad los que constituyen sus bases estructurales que la relacionan con el sistema social. Como conjunto de asociaciones voluntarias y libres, la sociedad civil se mueve por la lógica de la acción: los valores, las normas y los fines como orientaciones de acción y los diversos tipos de acción que tienden a modificar o a mantener los mundos objetivo, físico y social.
El concepto de Habermas de mundo de la vida tiene dos niveles distintos que, si son adecuadamente clarificados y diferenciados, conducen a la ubicación precisa de la sociedad civil en el mundo de la vida y en su relación con los subsistemas. Por un lado, recogiendo los niveles más profundos del concepto parsoniano de cultura, Habermas señala que el mundo de la vida tiene tres componentes estructurales – cultura, sociedad y personalidad- que pueden ser diferenciados unos de otros. En la medida que los actores entienden y se ponen de acuerdo mutuamente sobre su propia situación, ellos comparten una tradición cultural. En la medida que ellos coordinan sus acciones mediante normas intersubjetivamente reconocidas, ellos actúan como miembros de un grupo social solidario. Como individuos que crecen dentro de una tradición cultural y participan en la vida del grupo, ellos internalizan orientaciones, valores, adquieren competencias de acción y desarrollan identidades individuales y sociales.
Por otro lado, la reproducción de la tradición cultural, la organización de las solidaridades y la construcción de las identidades no se limitan a las bases culturales y lingüísticas sino que comprenden también una segunda dimensión del mundo de la vida, esto es, sus específicos componentes sociológicos o institucionales: Las instituciones de la cultura (incluidos los medios de comunicación), los grupos sociales y asociaciones, las instituciones de socialización. Es en este nivel institucional donde emerge el concepto de sociedad civil. Pero para que las instituciones de la sociedad civil no aparezcan absorbiendo arbitrariamente sus respectivas bases estructurales ni éstas aparezcan invadiendo y avasallando a las instituciones que las concretan y canalizan, es necesario diferenciarlas institucionalmente a través de la ley civil y de la ley pública, esto es, a través de la esfera privada y de la esfera pública.
En Facticidad y Validez (1992) Habermas sostiene que hay dos modelos de relación entre la esfera pública y la sociedad civil del mundo de la vida y el conjunto de los subsistemas: el modelo de asedio y el modelo de esclusas. El primero relaciona a ambos mundos en forma directa sin mediaciones, por la simple fuerza de la publicidad; el segundo los vincula a través de mediaciones institucionales, generalmente los partidos.
Sinesio López Jiménez, Agosto del 2019
[1] Este breve artículo fue publicado como prólogo del libro El Espejo roto y fragmentado del mundo (Amazon, 2019) del sociólogo Gustavo Quiroz Arbulú.