Sinesio López Jiménez
Fujimori no es, por cierto, Luis Bonaparte, pero se le parece, no en el aspecto físico obviamente, sino en la fisonomía política y en la contextura moral, que son dimensiones vitales que cuentan para la política y para la historia. El fujimorismo no es el bonapartismo, pero ambos tienen un cierto aire de familia en lo que se refiere al personaje, al contexto político y a la atmósfera espiritual que los envuelve. Como Luis Bonaparte, Fujimori no tenía un proyecto para el país, sino una obsesión: asaltar el fisco (para pagar sus deudas de jugador tramposo en el caso de Bonaparte y para vivir a cuerpo de rey en el caso de Fujimori). Y tuvo también su sociedad 10 de Diciembre (su asociación ilícita para delinquir jefaturada por Vladimiro Montesinos), una parte de la cual está ahora presa en el penal de San Jorge. Y contó asimismo con su general Magnan (Hermoza, el general victorioso) para cerrar el parlamento y apoderarse del poder total el 5 de abril de 1992. No sabemos cuánto le costó el asalto: A Bonaparte, en cambio, el golpe del 2 de diciembre de 1851 le costó un millón de francos que cobró el general Magnan y 15 francos, cada soldado, previo robo al Banco de Francia de 25 millones de francos. Sin embargo, todos sabemos hoy, por los juzgados anticorrupción, que el general victorioso cobró (es un decir) más de 14 millones de dólares por los servicios prestados a Fujimori. El Chino nació políticamente, no de una revolución abortada como Luis Bonaparte, sino del terror (que creía hacer una revolución y que, en realidad, produjo una contrarrevolución) y del voluntarismo de un presidente inexperto e irresponsable que creía que la economía no tenía leyes, patrones, reglas a las que los políticos tienen que prestar atención para mantenerla o para cambiarla. Del mismo modo que la revolución francesa de 1848 destruía a los partidos y a las instituciones estatales a medida que retrocedía, aquí el terror y el colapso económico arrasaban con la sociedad civil, los partidos políticos, las instituciones estatales, la serenidad y el buen juicio de los ciudadanos a medida que avanzaban. Sin sociedad civil, sin partidos políticos, sin instituciones estatales, el Perú quedó desguarnecido, irrepresentado, desprotegido y disponible para que cualquier aventurero pudiera apoderarse de él. Fujimori no hizo nada importante que le permitiera ganar el poder. Este le cayó del cielo lleno de nubarrones impredecibles. En efecto, Fujimori apareció en el escenario político sobre los hombros de una masa electoral que, angustiada por la profunda crisis económica, asustada por la desquiciada violencia terrorista y decepcionada de todos los partidos políticos, lo catapultó al primer plano de la política, eligiéndolo para que compita en la segunda vuelta electoral con Mario Vargas Llosa. Fue ungido Presidente de la República con el voto idiotizado de los militantes y simpatizantes del APRA y de las izquierdas para frenar al novelista que amenazaba con un temible shock que, sin embargo, hubiera sido probablemente agua de malvas si se lo compara con el que Fujimori aplicó, instruido y guiado por los organismos económicos internacionales y por el capital nacional e internacional. En efecto, el shock estabilizador y las reformas estructurales, que casi se superpusieron, fueron, como se dijo en su momento, operaciones con hacha y sin anestesia. Hay que ser muy fujimoristas (y muy otras cosas) para creer que esas operaciones fueron obra del genio de Fujimori. Ningún modelo económico se implanta si una coalición social y política no lo organiza y lo sostiene, si un equipo tecnopolítico no lo gerencia y lo gestiona, si la vieja coalición social y política que sustenta el viejo modelo no está derrotada, si el antiguo modelo económico (a ser reemplazado) no experimenta una profunda y destructiva crisis de agotamiento y si la correlación internacional de fuerzas económicas y políticas no lo respalda. Fujimori sólo fue un socio más (pasajero por cierto) de esa coalición triunfante que alumbró mellizos: la economía de mercado y el estado neoliberal. Y ¿el terrorismo?, ¿Quién acabó con el terrorismo?. ¿Fue acaso Fujimori, el estratega?. Sin desconocer la acción valiente de los oficiales y los soldados que se batieron heroicamente contra el terrorismo, poniendo el pecho a las balas y respetando los derechos humanos, es necesario reconocer el papel decisivo que jugaron los servicios de inteligencia, sobre todo la inteligencia policial, y las rondas campesinas en la derrota de Sendero Luminoso y del MRTA. El mismo día en que Fujimori pescaba mojarritas en la Selva, la Dircote apresaba al pez gordo (Abimael Guzmán) del terrorismo en Lima.
La hoja de vida (o prontuario) de Fujimori contiene dos hazañas más, quizás las más perversas: la organización de un gobierno autoritario y corrupto (que le permitió gobernar para los ricos con el apoyo de los pobres) y el establecimiento de la era del cinismo. Producido el autogolpe del 5 de abril de 1992, Fujimori procedió, por un lado, a controlar y desmontar sistemáticamente los organismos institucionalizados de control horizontal (Congreso, Poder Judicial, Tribunal Constitucional, Contraloría, etc) y, por otro, a comprar y sobornar a los medios, especialmente a la TV, con la finalidad de eliminar todo control vertical y social. De ese modo, allanó el terreno para el asalto y el saqueo sistemático y organizado a las arcas fiscales. Fujimori instauró la era del cinismo como clima cultural irrespirable en el que todo valía: la farsa, la mentira, el engaño, la infamia como forma de gobierno .