Sinesio López Jiménez
Una de las cosas que más me llamó la atención de la marcha “Con mis hijos no te metas” era el rostro desencajado de los manifestantes que vociferaban calumnias e insultos contra sus supuestos enemigos que defienden la igualdad de oportunidades para hombres y mujeres y que, recogiendo la contribución de las ciencias sociales, sostienen que el género es una construcción social a partir de la realidad biológica del sexo.
Ese rostro desencajado expresa el rechazo a la violación de algo que los manifestantes juzgan sagrado e intocable. Ellos creen a pie juntillas que Dios creó a los hombres y mujeres con sexos diferentes y que, como ley natural creada por Dios, ella es inmutable: Ni las sociedades, ni las culturas ni los Estados la pueden cambiar. Cualquier intento de cambiarla tiene que ser combatido y toda violación tiene que ser castigada con la muerte como ha sostenido el pastor Rodolfo González: “Si Ud. ve a dos mujeres besándose mate a las dos”.
El episodio de la marcha revela la dificultad que tiene el Perú para llegar a ser una sociedad moderna. Ya tuvimos el fundamentalismo de izquierda de Sendero Luminoso con las trágicas consecuencias que conocemos y ahora nos amenaza un fundamentalismo de derecha que aún no sabemos hasta donde nos puede conducir. Lo que sí sabemos es que todo fundamentalismo impide el desarrollo del Perú como sociedad moderna.
Uno de las condiciones necesarias para llegar a ser una sociedad moderna es la separación entre la religión y la política. Esta fue una de las principales contribuciones del republicanismo pre-renacentista y renacentista (siglos XIV, XV y parte del XVI). El republicanismo tomó distancia de la historia de Dios (Providencia) para afirmar la historia de los hombres que se hace a través del desarrollo de sus capacidades (virtud). El más insigne representante del republicanismo es Maquiavelo (1469-1527), quien ha sido injustamente denostado por todas las derechas del mundo.
Las guerras religiosas entre católicos y protestantes del siglo XVII constituyeron un enorme retroceso en el desarrollo del mundo moderno que, curiosamente, retomó un impulso con la monarquía absoluta que derrotó a los dos grandes principios de disolución de los estados: el principio religioso que fragmentaba a las sociedades y la voluntad de autonomía de los príncipes. La monarquía absoluta en el siglo XVII separó lo público (relación de autoridad con los ciudadanos) de lo privado (religión, moral privada, convicciones íntimas, actividades económicas de las personas) y dispuso, como estrategia de tolerancia, que lo privado no invada lo público ni viceversa.
La revolución francesa consolidó la separación entre lo público y privado lo mismo que el desarrollo posterior de las ciencias sociales (la economía, la sociología, la antropología, la política). El Perú no ha vivido o ha vivido superficialmente algunas de estas experiencias modernas. Eso explica quizás los frecuentes intentos de algunos sectores sociales de volver al medioevo para imponer sus creencias religiosas desde el Estado. En el mundo moderno, todos tienen derecho a tener sus propias religiones, pero no tienen derecho a imponerlas a todos desde el Estado.