Sinesio López Jiménez
No hay una sino varias políticas anticorrupción. Cada organismo de control tiene la suya que no es coordinada con las de los otros. Los organismos de control funcionan como compartimientos estancos y cada uno de ellos defiende celosamente su autonomía. Existe entre ellos tensiones y contradicciones que los corruptos aprovechan para hacer de las suyas. Es ilustrativa al respeto la pugna actual entre el Congreso y el Poder Judicial. Los corruptos tienen sus cortes superiores, sus fiscalías y sus juzgados favoritos que los investigan, los juzgan y los limpian de cualquier acusación de corrupción.
Los organismos de control institucional tampoco coordinan con las organizaciones de control social (la esfera pública y la sociedad civil) que generalmente vigilan a los aparatos del Estado y a sus funcionarios. Pese a que el control social no es vinculante (como el control institucional) sus acusaciones y denuncias públicas tienen una incidencia especial gracias a lo que Habermas llama la fuerza política de la publicidad (entendida esta como el hecho de hacer públicas las denuncias). Esta es una vieja idea clásica (que se conserva hasta ahora) según la cual lo público corrige las fallas institucionales y nos hace mejores ciudadanos.
El control vertical que ejercen los ciudadanos en el momento de elegir a sus representantes y gobernantes no puede ser coordinado con los organismos de control institucional y social, pero un mejor funcionamiento de estos los ayuda a elegir mejor. La cultura política permisiva con la corrupción del 41% de los limeños tiene que ver con la corrupción de los gobernantes nacionales y locales y con el mal funcionamiento de los organismos de control que favorecen la impunidad y generan desmoralización pública.
¿Qué hacer?. Teniendo en cuenta que el establecimiento de una política anticorrupción es una tarea compleja, por ahora solo sugiero cuatro puntos que me parecen centrales. Primero, es necesario crear una autoridad autónoma del más alto nivel con poder suficiente y legítimo para que pueda coordinar obligatoriamente con todos los organismos de control institucional y social. Segundo, dado el alto nivel de corrupción, de impunidad y de permisividad social al que se ha llegado en el Perú, es necesario diseñar políticas anticorrupción draconianas, pensando en una sociedad de canallas como dicen los especialistas en el diseño institucional.
Las principales medidas draconianas pueden ser las siguientes: No hay prescripción para los delitos de corrupción, prisión efectiva y embargo de todos los bienes del político corrupto, inhabilitación permanente para todo cargo público (muerte civil). Tercero, establecer legalmente la coordinación obligatoria de los organismos de control institucional en todo lo que se refiere a las políticas de corrupción respetando la especialización de cada una de ellas. Cuarto, buscar un acuerdo de la autoridad anticorrupción, de los organismos de control institucional con los medios y con las principales organizaciones de la sociedad civil para impulsar una política común de lucha implacable contra la corrupción. Esta coordinación podría ser muy efectiva.
Tendría que surgir una revolución social transformadora o que gobiernen seres de otro mundo para que aquí se aplique "un schock anticorrupción", pues dentro de la fauna politiquera ya conocida, ninguno se va hacer harakiri con tremendo rabo de paja que les cuelga.
Es un lugar común repetir que "hay que combatir la corrupción" y quien repite el discurso políticamente correcto se lleva las palmas de la ciudadanía. Pero como siempre he dicho, nadie quiere meter el dedo en llaga y reconocer que la corrupción, como los matrimonios y el uso del condón, son cosa de dos, del funcionario Y DEL EMPRESARIO QUE LO CORROMPE. Pero de este segundo nadie habla y prácticamente no existe en este delito. Nunca se persigue al lobista (incluso sale libre en el Congreso), jamás se educa a la población para NO TIENTE AL FUNCIONARIO (sabiendo que, por su sueldo miserable, casi siempre aceptará la coima del banco, de la minera o petrolera que le ofrece lo que sea necesario hasta que diga "sí"). O sea, solo se culpa al más débil, a quien se puede aplastar y encarcelar como "único culpable" dejando al "inocente empresario" como víctima de este malvado empleado. Esta es pues, qué duda cabe, la más grande hipocresía de nuestra clase intelectual que, después de la caída de la URSS, súbitamente se ha cegado ante la lógica y la realidad para vestirse con el traje de la derecha y culpar de todo al pueblo, dejando al capitalista como el "protagonista del cambio, el motor que nos llevará al desarrollo", como si estos individuos no fueran humanos sujetos a las más grandes barbaridades y crímenes que podamos imaginar (pues para eso tienen el dinero suficiente para realizarlas).