EL TIGRE QUE NO FUE>>

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Sinesio López Jiménez
Entre 1950 y 1970 se produjo un cambio político de una enorme proyección histórica. El Apra, que había nacido para hacer las grandes reformas anti-oligárquicos, pasó a ser un partido aliado de la oligarquía, y las FF.AA., que habían sido el firme soporte de esta, respaldaron e impulsaron las reformas. Las FF.AA hicieron lo que el Apra pensó hacer y no hizo. Las FF.AA. pretendían, sin embargo, que las nuevas élites empresariales y políticas se colocaran a la cabeza de esas reformas. Ese es el sentido claro del golpe anti-oligárquico y anti-aprista de 1962 y el de la elección de Belaúnde en 1963. Ante el fracaso de Belaúnde, las FF.AA. asumieron, como institución, el gobierno y el poder del Estado con el golpe del 3 de octubre de 1968.
A través de profundas reformas estructurales, de las cuales la reforma agraria fue sin duda la más importante, el gobierno militar liquidó a la oligarquía y al gamonalismo, puso límites a la dominación norteamericana, organizó un bloque nacional-popular, ofreció mejores condiciones de vida a las clases populares y reconoció a los indios y a los cholos. Como dictadura militar, sin embargo, concentró el poder en el Ejecutivo, sacó del juego a los partidos y disciplinó, controló y limitó la participación política para realizar los cambios en orden y evitar los desbordes populares. Los politólogos (Alfred Stepan entre ellos) han llamado corporativismo inclusivo a este tipo de bloque nacional-popular que, para integrar a los de debajo de la escala social, combina consenso y coerción al mismo tiempo.
El gobierno militar impulsó las reformas más importantes que acabaron con el Estado oligárquico-patrimonial, pero no logró construir un estado plenamente moderno y eficaz. Concentró toda la autoridad en el Estado; amplió el dominio burocrático a través de la creación de varios ministerios; modernizó y reforzó el poder de las FF.AA; descabezó y reformó el poder judicial; ensanchó el campo de la ciudadanía (al eliminar la servidumbre rural) y desplegó agresivas políticas sociales y culturales. Emprendió asimismo una audaz reforma educativa que amplió la cobertura pero no mejoró su calidad. Pese a estos cambios estatales importantes, el gobierno de Velazco no logró construir una burocracia weberiana: racional, eficaz, objetiva, impersonal. Tampoco logró que la ley llegue a todo el territorio. Las instituciones estatales no lograron funcionar con coherencia y eficacia, como toda burocracia moderna.
El Estado construido por los militares fue, sin embargo, más o menos autónomo. No se sometió a los poderes de las élites privadas ni a los poderes imperiales. Acabó más bien con las primeras y resistió a los segundos. Esa autonomía provenía de varias fuentes. Por un lado, de una cierta calidad de las élites militares que se habían formado en el CAEM desde los años 50 del siglo pasado y, por otro, de un amplio control de recursos económicos que le brindaba el capitalismo de estado. El Estado Velasquista no logró forjar, sin embargo, una élite tecnocrática de primera calidad que fuera capaz de elaborar un agresivo proyecto de desarrollo industrial y de comprometer a las élites empresariales a realizarlo. Se rodeó de ideólogos más que de tecnócratas educados en las mejores universidades del mundo.
El Perú carecía, además, de una élite empresarial importante capaz de llevar a cabo los posibles proyectos empresariales de una supuesta élite tecnocrática. De haber existido esa alianza público-privada en torno a un vigoroso proyecto de industrialización y de haber contado con una burocracia weberiana, como en el caso de los tigres asiáticos, el destino del Perú hubiera sido probablemente diferente. Ante tales carencias, el gobierno militar pudo construir algunas islas de modernidad, como los casos de Brasil y de la India, pero no hizo esa apuesta. En su lugar, apostó por un capitalismo de Estado basado en el control de los recursos naturales y en un débil desarrollo de la industria sobreprotegida.

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