Sinesio López Jiménez
Una comisión de investigación parlamentaria que nace en palacio de gobierno, que no sabe que investigar y que está integrada por las mismas fuerzas políticas que ocultaron hace poco la corrupción gubernamental sirve para cualquier cosa menos para investigar. Si a todo ello se añade el secreto como forma de trabajo, esa comisión se torna sospechosa. Es una lástima que el parlamento se castre a sí mismo maltratando una de las pocas funciones cuya vigencia puede legitimar su existencia como institución representativa. La fiscalización exigente, transparente, inteligentemente llevada, sometida al debido proceso constituye una excelente herramienta para recuperar la legitimidad y el prestigio perdido del Parlamento. Esta forma negligente de acción parlamentaria no es, sin embargo, nueva. Ella sucede sistemáticamente desde los 90 en adelante, con las notorias excepciones de las comisiones de investigación de la corrupción y de la violación de los derechos humanos entre el 2000 y el 2006. En las décadas anteriores (cuando las dictaduras entraban de vacaciones), la historia fue distinta. Para no ir muy lejos, los Congresos del 56, del 63 y del 80 tuvieron excelentes comisiones de investigación.
¿De qué depende la calidad de las comisiones investigadoras?. Mi hipótesis es que su calidad depende de un conjunto de factores. En primer lugar, que el parlamento tenga la voluntad política de fiscalizar de verdad al Ejecutivo de turno y que no renuncie a esa función constitucional. En segundo lugar, que exista un real equilibrio de poderes, particularmente entre el poder ejecutivo y el parlamento, algo que es difícil en un presidencialismo exacerbado como el peruano y en un estilo caudillista como el de García. En tercer lugar, que haya una oposición vigorosa y, sin embargo, leal a la democracia que busque legítimamente la alternancia en el poder. En cuarto lugar, que exista una élite política de calidad en el Congreso. Tengo la impresión que todos estos factores han ido desapareciendo poco a poco desde los 90 en adelante. Si el Parlamento subvalúa esta función vital de control del poder, es legítimo preguntarse para qué existe.
La pregunta es pertinente porque el control y la fiscalización del Ejecutivo y de los otros poderes constituyen una de las pocas funciones que el parlamento puede ejercer para recuperar su legitimidad perdida. En las últimas décadas su capacidad legislativa ha venido a menos, especialmente con el modelo neoliberal que concentra el poder en la cúspide, que decide en la sombra y en el secreto y que se caracteriza por un hiperactivismo legislativo que termina devaluando la función legislativa del Congreso. Al parecer, esta devaluación legislativa del parlamento es una tendencia mundial. Esto me lleva a pensar que el invento político y constitucional de Locke y de Montesquieu tiene que ser compensado con la propuesta de Tocqueville. Hay que compensar el equilibrio debilitado en la distribución funcional del poder con el equilibrio en la distribución territorial del mismo.
Otra función importante que el Parlamento ha ido perdiendo es su participación en todo lo que se refiere a la elaboración, aprobación y aplicación del Presupuesto de la República. Todo se limita a una aprobación formal francamente irrelevante. Eso tiene que ver probablemente con las incapacidades técnicas del parlamento peruano y latinoamericano. Otras funciones que se están extinguiendo lentamente son el debate público y la representación política. Se extraña los Congresos Constituyentes del 31 y del 79 – 80, el Congreso del 56, épocas en las que el parlamento fue un verdadero foro nacional en donde se discutían con brillantez los grandes problemas nacionales y mundiales. Es evidente que el Parlamento ya no considera al debate público como una de sus funciones o no le presta la atención que merece. En el Congreso actual, por añadidura, ya no hay quien discuta. Es comprensible, por eso, la incomodidad y la desubicación de un polemista de polendas como Javier Valle Riestra. Con la crisis de los partidos, el parlamento se ha desdibujado también como espacio de representación política de las diversas clases y grupos sociales del país. Ni el parlamento las representa ni ellas se sienten representadas en él. El parlamento reproduce, de ese modo, la crisis de representación partidaria. Aparecen entonces otros espacios y otras formas de representación.
En resumen, el parlamento es una institución crecientemente devaluada. Poco a poco ha ido perdiendo algunas funciones importantes. Este rápido diagnóstico obliga a plantear una reforma seria y profunda del parlamento que vaya más allá de las reformas administrativas y procedimentales para discutir sus funciones y sus relaciones con el Ejecutivo y otros poderes del Estado. Eso lleva, a su vez, a discutir la forma de gobierno caracterizada, en la práctica, por un presidencialismo exacerbado y por la democracia mayoritaria plebiscitaria.