Sinesio López Jiménez
Hace más de seis años que la economía peruana viene creciendo en forma sostenida y es probable que siga creciendo en un futuro indeterminado que depende de la demanda internacional y del azar. En el 2007 el PBI ha crecido en 8.3 y entre el 2001 y el 2007 el ingreso per capita casi se ha duplicado, bordeando los 4, 000 dólares, cifra que representa, sin embargo, dos tercios del ingreso per capita de Uruguay y de Argentina y la mitad del ingreso per cápita de Chile. El crecimiento sostenido y el incremento del ingreso per capita constituyen, sin duda, logros que, sin embargo, se encuentran limitados por las características del motor que arrastra los vagones de la economía, por la pésima negociación que realizan los gobiernos con las empresas mineras sobre el monto de la renta que éstas deben dejar para el país y por el injusto reparto entre los peruanos de la renta obtenida. Si bien la minería muestra un mejor desempeño que el petróleo, ella no es el mejor motor para impulsar el crecimiento y el desarrollo sostenido debido a una serie de limitaciones que ella presenta. En primer lugar, son recursos relativamente agotables que, aunque proporcionaran al país una renta significativa, no cuentan con el tiempo económico necesario para la consolidación del desarrollo. En segundo lugar, la intensidad de la actividad minera y su rentabilidad depende de los vaivenes de la azarosa coyuntura internacional: Los picos más altos de los precios de los minerales están estrechamente asociados a la guerra de Corea en los 50, a la de Vietnam en los 60 y 70 y a la de Iraq del 2001 en adelante. En tercer lugar, la explotación de la renta minera está en manos de corporaciones internacionales cuyo interés fundamental es, no el desarrollo del país, sino su propia ganancia. En cuarto lugar, la actividad minera no genera poderosos eslabonamientos internos (en la región y en el país) capaces de generar otras actividades productivas que puedan contribuir a un crecimiento sostenido ni los gobiernos despliegan políticas que ayuden a generar esos eslabonamientos. Todas estas limitaciones debieran obligar a los gobiernos a concentrar su fuerza, su imaginación y su capacidad de negociación en la obtención de la mayor renta posible. Revirtiendo las políticas de liberalización de los 90, los países latinoamericanos están revisando los contratos y los regímenes de impuestos para asegurar un mayor reparto de las ganancias extraordinarias que resultan de mejores precios o de mayor control sobre las ganancias sobre las industrias extractivas. Pese a que los países de América Latina han negociado mejor que los países mineros y petroleros del Asia y del Africa, el Perú y Colombia, de acuerdo a la investigación de Terry Karl, profesora de la Universidad de Stanford, son los países que se han mostrado más concesivos y dadivosos en sus negociaciones de la renta minera con las grandes corporaciones internacionales. Mientras Venezuela ha tomado un control mayoritario de las ganancias manejadas por las compañías extranjeras y ha dado a PDVSA un mayor reparto equitativo, Bolivia ha convertido los desfavorables contratos de producción en contratos de operación nacionalizando sus recursos de petróleo y gas, Chile ha renegociado e incrementado la renta imponible teniendo en cuenta la bonanza internacional y Argentina ha aumentado los impuestos sobre las exportaciones de gas de 20 a 45%, Colombia ha privatizado parte de ECOPETROL y ha reducido los impuestos a las industrias extractivas de de 38.5% al 33% en 2008 y Perú ha pedido a las compañías mineras “contribuciones voluntarias” para el desarrollo social con la finalidad de eludir el incremento de los impuestos. El proceso de negociación es distorsionado brutalmente por la corrupción de los gobernantes de turno. La falta de la transparencia hace muy difíciles los repartos justos. En el Perú, los ingresos por impuestos provenientes de las minas fueron muy pequeños durante los años 90, pero entre 2000 y 2006, a medida que los precios subieron, el ingreso anual de los impuestos creció significativamente, sin que existiera negociación alguna, como en el caso chileno. Como bien lo ha señalado Stigliz, el premio Nobel de Economía, cuando en un contrato entre el Estado y las corporaciones se precisan claramente las sanciones que debe pagar aquel si incumple determinadas cláusulas y no se señala, sin embargo, la mayor participación estatal cuando los precios internacionales mejoran sustantivamente, esa omisión no es producto de la ignorancia sino que es un síntoma claro de corrupción. Lo mismo sucede cuando en lugar de renegociar la renta con las compañías extranjeras, alegando el pretexto de violación de los contratos, el Estado se limita a pasar el sombrero para recibir “contribuciones voluntarias” o cuando un Ministro de Economía propone bajar los impuestos para estimular la reinversión de las compañías mineras cuando éstas no lo necesitan si se tienen en cuenta los altos precios de los minerales. La situación se torna más grave si se considera el injusto reparto de la renta en el país: ¿A cuántos peruanos se les ha duplicado el ingreso anual entre el 2001 y el 2007 como sugiere el vertiginoso crecimiento del ingreso per capita de los últimos seis años?.
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