Por lo visto hasta ahora, todo indica que los objetivos del segundo gobierno de García son muy modestos. Ellos consisten, no en realizar sus sueños de reformador, sino en borrar las pesadillas de su primer gobierno. Para alcanzar esos objetivos personales, García no necesita actuar sobre la actual realidad económica y social sino acompañarla y dejarse llevar por la inercia. Tampoco necesita un proyecto ni un programa para subirse a la ola del crecimiento económico, que se formó hace seis años, dejarse arrastrar por ella y desembocar en la playa del éxito, si el viento de las circunstancias internacionales le es favorable y logra mantener esa ola. Las reformas necesarias han sido reemplazadas por los grandes gestos y las pequeñas políticas.
Todo eso es, sin duda, una enorme frustración para un político que cultivó con esmero una gran obsesión: Pasar a la historia como el gran reformador del Perú. El problema es que, ávido de historia, siempre llega tarde a ella. En 1985 quiso cambiar la historia haciendo reformas radicales, le aburría terriblemente la agenda burocrática de todos los días: los aranceles, la política cambiaria, las tasas de interés, la marcha lenta del estado y sus políticas, etc. La situación de entonces era que las reformas estructurales con las que soñaron el APRA de los 30 y los partidos antioligárquicos de los años 50 y los 60 fueron realizadas por el general Velasco por la vía de la dictadura. Para no frustrarse como reformador, ensayó la estatización de la banca y le fue pésimo. En los estertores de su gobierno, impulsó la regionalización, una propuesta interesante, pero finalmente fracasada.
Algo parecido le sucedió en el 2006. Antes de llegar al gobierno expresó su firme voluntad de reformar el modelo neoliberal impuesto por la dictadura de Fujimori bajo el impulso y el monitoreo de los organismos financieros internacionales. Pero, una vez en el gobierno, se encontró con los aparatos económicos del estado secuestrados por grupos empresariales y por los operadores del capitalismo globalizado y con una economía de mercado blindada por leyes, reglas del juego aceptadas, los convenios de estabilidad tributaria, por el peso de los oligopolios y por los miedos de las clases medias y altas ante cualquier cambio que pueda poner en peligro sus pequeños o grandes intereses. García percibe que no es fácil reformar el modelo económico del que en la campaña hizo cera y pabilo. Ante la enormidad de la tarea, en lugar de asumirla como un gran desafío, se amilana y retrocede. Y deja que la derecha y los grandes grupos de interés sigan manejando la economía de mercado, impongan la autorregulación de la misma y excluyan la protección y la autoprotección de la sociedad. Adiós a la reforma tributaria, adiós a la reforma laboral, adiós a las políticas sociales agresivas de lucha contra la pobreza, adiós a la socialdemocracia, adiós, incluso, al liberalismo con equidad.
Vistas así las cosas, las propuestas del gobierno aprista quedan sumamente acotadas y recortadas. Dado que el funcionamiento de la economía, los privilegios, las desigualdades tienen que permanecer intocadas, García se concentra en lo político y en lo social, en lo que tiene impacto, no en el estómago ni en la mente, sino en la pupila de la gente. Pero incluso en estos campos, lo político y lo social, las propuestas son muy limitadas. Tan limitadas que hasta la derecha acicatea al gobierno exigiéndole reformas de fondo y pidiéndole que abandone la pirotecnia verbal. Algunas propuestas, como la venta del avión presidencial, muestran a un Presidente de la República sin ideas y sin brújula. La impresión que queda en la opinión pública es que, con la venta del avión presidencial, García ha querido, en realidad, hacernos el avión. De la reforma del Estado que propondrá el gobierno aprista, sabemos poco. La derecha viene, como siempre, exigiendo un estado chico, barato y abstencionista. Los de abajo quieren, en cambio, un Estado que los reconozca y los incluya como Estado-nación, que los integre a la vida económica y social del país, que funcione con eficacia, eficiencia y transparencia como administración pública y que ofrezca a todos los peruanos garantías e igualdad jurídica como sistema legal.
Sin recursos, sin reforma tributaria, poco se puede hacer en el campo social. ¿Cómo se puede luchar contra la pobreza si se mantienen los convenios de estabilidad tributaria y las exoneraciones impositivas y si la presión tributaria en el Perú no llega al promedio de América Latina? El gobierno aprista ha renunciado a una de las prerrogativas centrales que tiene todo poder político legítimo: el derecho a la extracción de recursos de la población sobre la que tiene jurisdicción. Se ha limitado a pasar el sombrero entre las grandes empresas mineras, de las que ha obtenido la promesa de entregar S/. 2, 500 millones de soles en cinco años, el monto que el gobierno de Fujimori gastaba cada año en agresivas políticas sociales clientelistas desde 1993 en adelante.
El programa necesario de gobierno ha sido reemplazado por la política de los shocks, esto es, por la improvisación y las ocurrencias del momento. El presidente habla del shock de inversiones (públicas y privadas), del shock descentralizador, del shock de inversiones en educación, etc. Espero que de tanta política de shock, los peruanos no amanezcamos un mal día shokeados y traumatizados. La palabra shock en labios de García tiene, además, connotaciones sicoanalíticas cuyo análisis dejo en las sabias manos de mis amigos Max Hernández y Jorge Bruce.