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USA: Voto y Leyes Electorales

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Leyes electorales y Enmiendas Constitucionales

Las leyes que regulan las elecciones en los Estados Unidos datan del Artículo 1 de la Constitución, la cual asigna a los estados la rfesponsabilidad de supervisar las elecciones federales. Varias enmiendas constitucionales y leyes federales han sido aprobadas hace muchos años para asegurar que todos los Americanos gocen del derecho al voto y la capacidad de ejercer este derecho.

Enmiendas Constitucionales

La Decimoquinta Enmienda de la Constitución otorgó a los varones Afroamericanos el derecho al voto. Sin embargo, muchos de ellos no fueron capaces de ejercerlo por casi 100 años. Los impuestos por capitación, pruebas de conocimientos y otros medios utilizados por los Estados del Sur hicieron difícil el ejercicio del derecho al voto para ellos.

La Decimonovena Enmienda de la Constitución, retificada en 1920, dipuso el derecho al voto para las mujeres Americanas.

La Vigésimocuarta Enmienda de la Constitución, ratificada en 1964, eliminó el impuesto por capitación, el cual afectó desproporcionadamente a los Afroamericanos como barrera a su derecho al voto en las elecciones federales.

La Vigesimosexta Enmienda de la Constitución, ratificada en 1971, rebajó la edad para votar a 18 años de edad.

Leyes Federales para el Derecho al Voto

Varias leyes federales aprobadas a lo largo de los años ayudan a proteger el derecho al voto de los Americanos, facilitándoles el ejercicio del mismo.

La Ley sobre Derechos Civiles provee las primeras protecciones legales contra la discriminación en el voto (42 U.S.C. 1971 & 1974). Estas protecciones se originaron en la Ley sobre Derechos Civiles de 1870, y fueron enmendadas posteriormente por la Ley de Derechos Civiles de 1957, 1960 y 1964.

La Ley de Derecho al Voto de 1965. Esta Ley prohibe prácticas y procedimientos electorales que realizan una discriminación basada en raza, color, o pertenencia a un grupo linguistico minoritario. También requiere que ciertas jurisdicciones provean materiales electorales en otros idiomas que no sean el inglés.

La Ley de Acceso al Voto para Personas Mayores y Personas con Discapacidades (VAEHA) de 1984. En general esta Ley requiere que los locales electorales sean accesibles a las personas con discapacidades.

Ley para la Votación de los Ciudadanos en la Fuerzas Armadas y en el Extranjero (UOCAVA) de 1986. Esta norma permite a los miembros de las Fuerzas Armadas ciudadanos fuera del país registrarse para votar y votar por correo.

Ley Nacional del Registro de Votantes (HAVA) de 1993. Esta ley autoriza fondos federales para la administración electoral y crea la Comisión de Asistencia Electoral de los Estados Unidos (EAC). También requiere que los Estados adopten normas mínimas en sistemas de votación, boletas provisionales, carteles de información para votantes en los días de las elecciones y para los votantes que por primera vez que se registren para votar por correo y bases de datos estatales de registro de votantes. La EAC apoya a los Estados en el cumplimiento de estos requisitos.

Ley de Empoderamiento del Voto Militar y en el Extrajero (MOVE) de 2009. Esta Ley mejora la Ley para la Votación de los Ciudadanos en la Fuerzas Armadas y en el Extranjero (UOCAVA) en cuanto al acceso al acceso al voto de estos. Requiere que los Estados les faciliten el acceso electrónico en varias etapas del proceso electoral, el envío de boletas de votación por correspondencia para ciertos votantes 45 días antes de la elección por lo menos, y desarrollar el sistema de libre acceso para informar a los militares y ciudadanos en el extranjero sobre la confirmación de su voto o si las boletas han sido recibidas y contadas.

Leyes Sobre el Documento de Identidad (ID) de los Votantes

Dos tercios de los Estados requieren que el ciudadano muestre alguna forma de identificación antes de permitírsele votar en las urnas.

Las leyes de su Estado, como se indica en el mapa, determinaran si el votante tendrá que mostrar una identificación, y si es así, de qué tipo.

Identificación con Foto frente a Identificación sin Foto

Aproximadamente la mitad de los Estados con leyes de identificación de votantes aceptan sólo identificaciones con foto, como licencias de conducir, tarjetas de identificación emitidas por el estado, tarjetas de identificación militar y pasaportes. Muchos de estos estados ahora ofrecen una tarjeta de identificación de votante gratis en caso el votante no tenga otra forma de identificación con foto válida.

Otros estados aceptan ciertos tipos de identificaciones sin fotografía, como certificados de nacimiento, tarjetas de Seguro Social, estados de cuenta bancarios y facturas de servicios públicos (agua, electricidad, gas, etc). Cada Estado es específico respecto de los documentos que aceptará como prueba de identificación. El votante debe asegurarse de conocer los requisitos de su Estado para votar antes del Día de las Elecciones.

También debe ser consciente de que ciertas objeciones legales pueden afectar las leyes de identificación de votantes de algunos estados, y los requisitos pueden cambiar como resultado de ello. Siempre es aconsejable verificar directamente con la oficina electoral del Estado para asegurarse de que tiene la identificación adecuada.

Procedimientos para votar sin ID

Incluso si el votante no tiene una forma de identificación que su Estado requiere, se le puede permitir votar. Sin embargo, algunos Estados requieren que tome medidas adicionales después de votar para asegurarse de que su voto cuenta.

Algunos Estados pueden requerir que firme un formulario que confirme su identidad. Otros Estados permitirán al votante emitir una boleta provisional, que se usa cuando hay una pregunta con respecto a la elegibilidad de un votante. En algunos estados, los funcionarios electorales investigarán la elegibilidad del votante y decidirán si contarán el voto.

Otros estados requieren que regrese a la oficina electoral dentro de unos días y muestre una forma aceptable de identificación. Si no lo hace, su voto no se contará.

Nombre o dirección no coincidente

Incluso si el votante tiene una forma de identificación que su Estado acepta, se le puede requerir que emita una boleta provisional si el nombre o la dirección en su identificación no coincide con el nombre o la dirección en su registro de votante. Esto puede suceder, por ejemplo, si:

  • El votante se casó, cambió su apellido, actualizó su registro de votante pero presentó una licencia de conducir con su nombre no casado.
  • El votante se mudó, presentó una factura de servicios públicos actual como prueba de identificación, pero se olvidó de actualizar su dirección en su registro de votante de antemano.

Además, algunos estados requieren que el votante notifique a su oficina de registro local de cualquier cambio en su nombre para seguir siendo un votante registrado calificado.

Los votantes pueden evitar problemas siempre actualizando su registro de votante cada vez que se muda o si cambia su nombre.

Votantes por primera vez

Los votantes primerizos que no se registraron en persona y no han proporcionado previamente prueba de identificación son requeridos por la ley federal a mostrar alguna forma de identificación.

En: usa.gov – voting laws

 

2014: Anti-poll tax amendment is 50 years old today

In 2016, Why Are Voters Still Paying Poll Taxes?. Image: http://images.huffingtonpost.com/2016-06-25-1466878976-2007786-PollTaxReceiptCropped.jpg

Fifty years ago today, the 24th Amendment, prohibiting the use of poll taxes as voting qualifications in federal elections, became part of the U.S. Constitution. Poll taxes were among the devices used by Southern states to restrict African Americans (as well as poor whites, Native Americans and other marginalized populations) from voting. The taxes had been ubiquitous across the old Confederacy earlier in the 20th century, but by 1964 only five states — Alabama, Arkansas, Mississippi, Texas and Virginia — retained them.

The nominal amount of the taxes wasn’t very much, then or now. Alabama, Texas and Virginia set theirs at $1.50 per year, or $11.27 in today’s dollarsArkansas had the lowest tax, $1 (or $7.51 today), while Mississippi’s was highest at $2 ($15.03 today). But the taxes were more onerous than they might appear. In Virginia, Alabama and Mississippi the taxes were cumulative, meaning a person seeking to vote had to pay the taxes for two or three years before they were eligible to register. Often only property owners were billed for the taxes, and the due dates were several months before the election. Virginia, Mississippi and Texas allowed cities and counties to impose local poll taxes on top of the state charge. And in some jurisdictions taxes had to be paid in person at the sheriff’s office, an intimidating prospect for many.

Also, as voting historian J. Morgan Kousser noted, the taxes had to be paid in cash, at a time when many black southerners had extremely low cash incomes: “[B]ecause sharecroppers, small farmers, factory workers, miners, and others bought most of their necessities on credit, they might not see more than a few dollars in cash during a year. To such men, who composed majorities or near-majorities of the adult male populations of every southern state at the turn of the century, a levy of a dollar or two might seem enormous and a cumulated poll tax, impossibly high.”

The 24th Amendment didn’t, however, mark the end of poll taxes in the United States. While it ended taxes as factors in federal elections, poll taxes remained in place for state and local elections. Arkansas effectively repealed its state poll tax in November 1964; it wasn’t till 1966 that the taxes in the four remaining states were struck down in a series of federal court decisions.

In: facttank

Read also: In 2016, Why Are Voters Still Paying Poll Taxes?

What Biracial People Know

 / March 4, 2017

After the nation’s first black president, we now have a white president with the whitest and malest cabinet since Ronald Reagan’s. His administration immediately made it a priority to deport undocumented immigrants and to deny people from certain Muslim-majority nations entry into the United States, decisions that caused tremendous blowback.

What President Trump doesn’t seem to have considered is that diversity doesn’t just sound nice, it has tangible value. Social scientists find that homogeneous groups like his cabinet can be less creative and insightful than diverse ones. They are more prone to groupthink and less likely to question faulty assumptions.

What’s true of groups is also true for individuals. A small but growing body of research suggests that multiracial people are more open-minded and creative. Here, it’s worth remembering that Barack Obama, son of a Kenyan father and a white Kansan mother, wasn’t only the nation’s first black president, he was also its first biracial president. His multitudinous self was, I like to think, part of what made him great — part of what inspired him when he proclaimed that there wasn’t a red or blue America, but a United States of America.

As a multiethnic person myself — the son of a Jewish dad of Eastern European descent and a Puerto Rican mom — I can attest that being mixed makes it harder to fall back on the tribal identities that have guided so much of human history, and that are now resurgent. Your background pushes you to construct a worldview that transcends the tribal.

You’re also accustomed to the idea of having several selves, and of trying to forge them into something whole. That task of self-creation isn’t unique to biracial people; it’s a defining experience of modernity. Once the old stories about God and tribe — the framing that historically gave our lives context — become inadequate, on what do we base our identities? How do we give our lives meaning and purpose?

President Trump has answered this challenge by reaching backward — vowing to wall off America and invoking a whiter, more homogeneous country. This approach is likely to fail for the simple reason that much of the strength and creativity of America, and modernity generally, stems from diversity. And the answers to a host of problems we face may lie in more mixing, not less.

Consider this: By 3 months of age, biracial infants recognize faces more quickly than their monoracial peers, suggesting that their facial perception abilities are more developed. Kristin Pauker, a psychologist at the University of Hawaii at Manoa and one of the researchers who performed this study, likens this flexibility to bilingualism.

Early on, infants who hear only Japanese, say, will lose the ability to distinguish L’s from R’s. But if they also hear English, they’ll continue to hear the sounds as separate. So it is with recognizing faces, Dr. Pauker says. Kids naturally learn to recognize kin from non-kin, in-group from out-group. But because they’re exposed to more human variation, the in-group for multiracial children seems to be larger.

This may pay off in important ways later. In a 2015 study, Sarah Gaither, an assistant professor at Duke, found that when she reminded multiracial participants of their mixed heritage, they scored higher in a series of word association games and other tests that measure creative problem solving. When she reminded monoracial people about their heritage, however, their performance didn’t improve. Somehow, having multiple selves enhanced mental flexibility.

But here’s where it gets interesting: When Dr. Gaither reminded participants of a single racial background that they, too, had multiple selves, by asking about their various identities in life, their scores also improved. “For biracial people, these racial identities are very salient,” she told me. “That said, we all have multiple social identities.” And focusing on these identities seems to impart mental flexibility irrespective of race.

It may be possible to deliberately cultivate this kind of limber mind-set by, for example, living abroad. Various studies find that business people who live in other countries are more successful than those who stay put; that artists who’ve lived abroad create more valuable art; that scientists working abroad produce studies that are more highly cited. Living in another culture exercises the mind, researchers reason, forcing one to think more deeply about the world.

Another path to intellectual rigor is to gather a diverse group of people together and have them attack problems, which is arguably exactly what the American experiment is. In mock trials, the Tufts University researcher Samuel Sommers has found, racially diverse juries appraise evidence more accurately than all-white juries, which translates to more lenient treatment of minority defendants. That’s not because minority jurors are biased in favor of minority defendants, but because whites on mixed juries more carefully consider the evidence.

The point is that diversity — of one’s own makeup, one’s experience, of groups of people solving problems, of cities and nations — is linked to economic prosperity, greater scientific prowess and a fairer judicial process. If human groups represent a series of brains networked together, the more dissimilar these brains are in terms of life experience, the better the “hivemind” may be at thinking around any given problem.

The opposite is true of those who employ essentialist thinking — in particular, it seems, people who espouse stereotypes about racial groups. Harvard and Tel Aviv University scientists ran experiments on white Americans, Israelis and Asian-Americans in which they had some subjects read essays that made an essentialist argument about race, and then asked them to solve word-association games and other puzzles. Those who were primed with racial stereotypes performed worse than those who weren’t. “An essentialist mind-set is indeed hazardous for creativity,” the authors note.

None of which bodes well for Mr. Trump’s mostly white, mostly male, extremely wealthy cabinet. Indeed, it’s tempting to speculate that the administration’s problems so far, including its clumsy rollout of a travel ban that was mostly blocked by the courts, stem in part from its homogeneity and insularity. Better decisions might emerge from a more diverse set of minds.

And yet, if multiculturalism is so grand, why was Mr. Trump so successful in running on a platform that rejected it? What explains the current “whitelash,” as the commentator Van Jones called it? Sure, many Trump supporters have legitimate economic concerns separate from worries about race or immigration. But what of the white nationalism that his campaign seems to have unleashed? Eight years of a black president didn’t assuage those minds, but instead inflamed them. Diversity didn’t make its own case very well.

One answer to this conundrum comes from Dr. Sommers and his Tufts colleague Michael Norton. In a 2011 survey, they found that as whites reported decreases in perceived anti-black bias, they also reported increasing anti-white bias, which they described as a bigger problem. Dr. Sommers and Dr. Norton concluded that whites saw race relations as a zero-sum game. Minorities’ gain was their loss.

In reality, cities and countries that are more diverse are more prosperous than homogeneous ones, and that often means higher wages for native-born citizens. Yet the perception that out-groups gain at in-groups’ expense persists. And that view seems to be reflexive. Merely reminding whites that the Census Bureau has said the United States will be a “majority minority” country by 2042, as one Northwestern University experiment showed, increased their anti-minority bias and their preference for being around other whites. In another experiment, the reminder made whites more politically conservative as well.

It’s hard to know what to do about this except to acknowledge that diversity isn’t easy. It’s uncomfortable. It can make people feel threatened. “We promote diversity. We believe in diversity. But diversity is hard,” Sophie Trawalter, a psychologist at the University of Virginia, told me.

That very difficulty, though, may be why diversity is so good for us. “The pain associated with diversity can be thought of as the pain of exercise,” Katherine Phillips, a senior vice dean at Columbia Business School, writes. “You have to push yourself to grow your muscles.”

Closer, more meaningful contact with those of other races may help assuage the underlying anxiety. Some years back, Dr. Gaither of Duke ran an intriguing study in which incoming white college students were paired with either same-race or different-race roommates. After four months, roommates who lived with different races had a more diverse group of friends and considered diversity more important, compared with those with same-race roommates. After six months, they were less anxious and more pleasant in interracial interactions. (It was the Republican-Democrat pairings that proved problematic, Dr. Gaither told me. Apparently they couldn’t stand each other.)

Some corners of the world seem to naturally foster this mellower view of race — particularly Hawaii, Mr. Obama’s home state. Dr. Pauker has found that by age 7, children in Massachusetts begin to stereotype about racial out-groups, whereas children in Hawaii do not. She’s not sure why, but she suspects that the state’s unique racial makeup is important. Whites are a minority in Hawaii, and the state has the largest share of multiracial people in the country, at almost a quarter of its population.

Constant exposure to people who see race as a fluid concept — who define themselves as Asian, Hawaiian, black or white interchangeably — makes rigid thinking about race harder to maintain, she speculates. And that flexibility rubs off. In a forthcoming study, Dr. Pauker finds that white college students who move from the mainland to Hawaii begin to think differently about race. Faced daily with evidence of a complex reality, their ideas about who’s in and who’s out, and what belonging to any group really means, relax.

Clearly, people can cling to racist views even when exposed to mountains of evidence contradicting those views. But an optimistic interpretation of Dr. Pauker’s research is that when a society’s racial makeup moves beyond a certain threshold — when whites stop being the majority, for example, and a large percentage of the population is mixed — racial stereotyping becomes harder to do.

Whitelash notwithstanding, we’re moving in that direction. More nonwhite babies are already born than white. And if multiracial people work like a vaccine against the tribalist tendencies roused by Mr. Trump, the country may be gaining immunity. Multiracials make up an estimated 7 percent of Americans, according to the Pew Research Center, and they’re predicted to grow to 20 percent by 2050.

President Trump campaigned on a narrow vision of America as a nation-state, not as a state of people from many nations. His response to the modern question — How do we form our identities? — is to grasp for a semi-mythical past that excludes large segments of modern America. If we believe the science on diversity, his approach to problem solving is likely suboptimal.

Many see his election as apocalyptic. And sure, President Trump could break our democracy, wreck the country and ruin the planet. But his presidency also has the feel of a last stand — grim, fearful and obsessed with imminent decline. In retrospect, we may view Mr. Trump as part of the agony of metamorphosis.

And we’ll see Mr. Obama as the first president of the thriving multiracial nation that’s emerging.

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Moises Velasquez-Manoff, the author of “An Epidemic of Absence: A New Way of Understanding Allergies and Autoimmune Disease,” is a contributing opinion writer.

A version of this op-ed appears in print on March 5, 2017, on Page SR1 of the New York edition with the headline: What Biracial People Know.

In: nytimes

08/12/2016: Algunas preguntas y respuestas sobre el fin de la URSS

Hoy hace 25 años se firmaba el tratado de Belavezha con el que el presidente de Rusia, Borís Yeltsin, el de Ucrania y el de Bielorrusia declaraban la disolución de la Unión Soviética y el establecimiento en su lugar de la Comunidad de Estados Independientes.

MOSCÚ.- ¿Cuándo se terminó exactamente la Unión Soviética? ¿Cuándo comenzó su fin? En cualquier caso, es claro que después del intento de golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov el proceso de desintegración se aceleró. El tratado de Belavezha, firmado el 8 de diciembre de 1991, fue su acta de defunción, aunque la URSS existió de facto hasta el 26 de diciembre ─el día anterior Mijaíl Gorbachov había dimitido y traspasado sus poderes al presidente de la Federación Rusa, Borís Yeltsin─, cuando el Soviet de las Repúblicas del Soviet Supremo de la URSS firmó su propia disolución y se arrió simbólicamente la bandera roja del Kremlin.

Reunidos en la reserva natural de Belavézhskaya Pushcha tal día como hoy hace veinticinco años, el presidente de Rusia, Borís Yeltsin, el de Ucrania, Leonid Kravchuk, y el de Bielorrusia, Stanislav Shushkiévich, declararon la disolución de la URSS y el establecimiento en su lugar de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), una organización cuya naturaleza quizá haya descrito mejor el historiador estadounidense Stephen Kotkin al escribir que no es “ni un país, ni una alianza militar ni una zona de libre comercio, sino un signo de interrogación”.

El tratado de Belavezha fue justificado en su momento como una formalidad imprescindible para declarar de jure el fin de la URSS. Sin embargo, el historiador Stephen Cohen lo ha calificado de “segundo golpe”. Si era necesario poner formalmente fin a la URSS, escribe Cohen, “Yeltsin podría haber expuesto abiertamente el caso y haberse dirigido a los presidentes o los legislativos de las repúblicas que aún permanecían en la Unión, o incluso al pueblo en un referendo, como hizo Gorbachov nueve meses antes”.

En el referendo del 17 de marzo, que tuvo una participación del 80%, un 77% de los ciudadanos soviéticos se expresó a favor de conservar la URSS “en una federación renovada de repúblicas soberanas” ─el referendo fue boicoteado en Armenia, Estonia, Letonia, Lituania, Georgia (excepto en Abjasia y Osetia del sur) y Moldavia (excepto Transnistria y Gagauzia)─. A juicio de Cohen, “Yeltsin actuó ilegalmente, haciendo por completo caso omiso a una constitución que llevaba años en vigor, en un, como él mismo admitió, ‘secretismo absoluto’, y por miedo a ser detenido”. Es más, “como medida de precaución, los conspiradores de Belavezha […] se reunieron en la frontera con Polonia”, lo que indica que Yeltsin, Kravchuk y Shushkiévich habrían considerado seriamente la posibilidad de tener que huir de la URSS de haber salido mal las cosas.

El propio premier de la URSS se enteró de la disolución de la entidad que presidía por teléfono. “Lo hicieron todo muy deprisa, alejados de los ojos del mundo. Desde allí no se filtró noticia alguna a nadie. […] A toro pasado, esa misma noche me llamó Shushkiévich por teléfono para comunicarme el fin de la URSS y el nacimiento de la Comunidad de Estados Independientes. Pero antes, Boris Yeltsin había informado al presidente de EEUU George Bush”, narró Gorbachov en una entrevista reciente con el diario italiano La Repubblica.

Borís Yeltsin y Stanislav Shushkevich firman el tratado de Belavezha, el 8 de diciembre de 1991. - AFP

Borís Yeltsin y Stanislav Shushkiévich firman el tratado de Belavezha, el 8 de diciembre de 1991. – AFP

¿Por qué (no) terminó la URSS?

Por qué se terminó la URSS es, y no sólo para muchos antiguos ciudadanos soviéticos, la madre de todas las preguntas. Los 74 años de poder soviético son lo que Eric Hobsbawm ha llamado el corto siglo XX, en contraposición al largo siglo XIX (1789-1914). El mundo, como escribió el historiador británico, fue moldeado “por los efectos de la Revolución rusa de 1917” y “todos estamos marcados por él”. Y cabe aún añadir: y por su desaparición.

A pesar de tratarse de un acontecimiento de enorme magnitud histórica, tanto los medios de comunicación como una historiografía perezosa, en el mejor de los casos, y sesgada ideológicamente, en el peor, siguen reproduciendo toda una serie de lugares comunes sobre la URSS y su fin con escasa base histórica. Son generalizaciones y simplificaciones que atraviesan ya todo el espectro ideológico, como que el fin de la URSS era “inevitable” porque el Estado soviético era “irreformable”, motivo por el cual “implosionó” o, incluso, “cayó por su propio peso”. En las versiones cuasirreligiosas más extremas, la URSS estaba “condenada” a su desaparición por su orientación comunista.

Las causas de la desaparición de la URSS son múltiples y desbordan la extensión de un artículo de estas características, pero una manera de comenzar a responderse la pregunta es preguntándose por qué no terminó la URSS. ¿Era el fin de la URSS “inevitable”? En Soviet Fates And Lost Alternatives. From Stalinism To The New Cold War (2011), Stephen Cohen ha calificado este tipo de argumentos de “teológicos”, una muestra más de rechazo ideológico que de rigor histórico.

La URSS, por ejemplo, no era “irreformable” sin más, como demuestra su propia historia: al comunismo de guerra (1918-1921) lo sucedió la Nueva Política Económica (NEP) (1921-1928), a éste una industrialización a gran escala promovida por Iósif Stalin e interrumpida por la Segunda Guerra Mundial (1928-1953), seguida por “el deshielo” de Nikita Jrushchov (1953-1964) y el conocido como “período de estancamiento” de Leonid Brezhnev (1964-1982), el primer intento de reforma bajo Yuri Andropov (1982-1984) y, finalmente, la perestroika de Gorbachov (1985-1991). Del mismo modo, la URSS tampoco “fue víctima de sus propias contradicciones”, un argumento que, como el anterior, no explica por sí solo su desintegración, pues ¿cuántos Estados hasta el día de hoy no presentan contradicciones ─en ocasiones incluso más que la URSS─ y cuántos de ellos han logrado evitar su desintegración de un modo u otro?

Responsabilizar del fin de la URSS exclusivamente a Mijaíl Gorbachov, bien por su acción o por su inacción, no resulta menos banal, y por ello resulta tanto más curioso que éste sea uno de los argumentos recurrentes del actual Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR), más aún siendo como es un choque frontal con una visión materialista de la historia. ¿No escribió el propio Karl Marx en El 18 brumario de Luis Bonaparte que los hombres “hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”?

¿La sociedad civil contra el Estado?

El papel jugado por la sociedad civil ─entendida invariablemente como algo exterior y opuesto al Estado─ ha sido no menos magnificado. La nomenklatura soviética se destacó ciertamente por su rigidez y secretismo, pero como escribe Kotkin en el prefacio a su Uncivil Society: 1989 And The Implosion Of The Communist Establishment (2009), “la mayoría de analistas continúan centrándose de manera desproporcionada, e incluso de manera exclusiva, en la ‘oposición’, que fantasean como ‘soviedad civil’” sólo porque ésta se imaginaba a sí misma como tal.

El uso de este término, añade el historiador estadounidense, se extiende hasta nuestros días, utilizado por numerosas organizaciones no gubernamentales, algunas de ellas con fines menos altruistas de lo que aseguran públicamente. La noción de ‘sociedad civil’, explica Kotkin, “se convirtió en el equivalente conceptual de la ‘burguesía’ o ‘clase media’, esto es, un actor social colectivo vagamente definido y que parece servir a todos los propósitos”.

“¿Cómo unos cientos, y en ocasiones sólo decenas de miembros de una oposición con un puñado de asociaciones ilegales hostigadas por las autoridades y publicaciones clandestinas (samizdat) podían ser de algún modo la ‘sociedad civil’?”, se pregunta el historiador. “¿Y ello ─continúa─ mientras cientos de miles de funcionarios del partido y del Estado, agentes e informantes de la policía, oficiales del Ejército […] no formaban parte de la sociedad en absoluto?” Esta historiografía, asegura, orilla a muchos ciudadanos de la URSS que, a pesar de su deseo de una mayor liberalización en la política o la cultura y mejores estándares de vida, apreciaban el hecho de tener una vivienda o atención médica garantizada.

Un hombre disfrazado de Stalin en el centro de Moscú el pasado mes de noviembre. - AFP

Un hombre disfrazado de Stalin en el centro de Moscú el pasado mes de noviembre. – AFP

El factor báltico

En paralelo a las generalizaciones sobre la “sociedad civil” se encuentra el argumento de que las tensiones nacionalistas decantaron decisivamente la balanza en la desintegración de la URSS. Sin embargo, este argumento acostumbra a centrar toda su atención en el caso de las tres repúblicas bálticas y, en menor grado, Transcaucasia (Georgia, Armenia y Azerbaiyán) y Moldavia, y olvida por completo Asia Central. En aquellas repúblicas soviéticas el independentismo era marginal y, en palabras de la especialista en la región Martha Brill Oscott,“hasta el último minuto casi todos los líderes de Asia Central mantuvieron la esperanza de que la Unión pudiese salvarse”, como demuestra su vacilación a la hora de declarar su independencia, algo que no hicieron hasta diciembre y sólo después de que lo hubieran hecho Rusia, Ucrania y Bielorrusia.

“No fue el nacionalismo per se, sino la estructura del Estado soviético, con sus quince repúblicas nacionales, lo que se demostró fatal para la URSS”, señala Kotkin en Armaggedon Averted: The Soviet Collapse 1970-2000 (2008). Ante todo, debido a la indefinición de términos como ‘soberanía’ y “a que nada se hizo para evitar el uso y abuso de aquella estructura”, que facilitaba la secesión si la cohesión del conjunto ─la URSS─ se debilitaba, como ocurrió en los ochenta. Por comparación, EEUU era y es una “nación de naciones” compuesta por cincuenta estados cuyas fronteras no las marcan grupos nacionales.

Las reformas de Gorbachov, explica el historiador, “implicaban la devolución expresa de autoridad a las repúblicas, pero el proceso fue radicalizado por la decisión de no intervenir en 1989 en Europa oriental y por el asalto de Rusia contra la Unión”. Como recuerda Kotkin, las únicas intervenciones de la URSS en contra de las tensiones nacionalistas ─en Georgia en 1989 y Lituania en 1991─ palidecen en comparación con el asesinato de miles de separatistas en la India en los ochenta y noventa, los cuales, además, se realizaron “en nombre de preservar la integridad del Estado, con apenas o ningún coste para la reputación democrática de ese país”.

¿Efecto dominó o castillo de naipes?

Del fin de la Unión Soviética puede decirse, a grandes rasgos, que fue una mezcla de efecto dominó y castillo de naipes. Efecto dominó porque el colapso de las llamadas “democracias populares” en Europa oriental acabó golpeando a la propia URSS, y castillo de naipes porque los dirigentes de la perestroika, al retirar determinadas cartas en la base, alteraron un equilibrio más delicado de lo que aparentaba y acabaron provocando el derrumbe de todo el edificio.

Uno de esos naipes era la presencia de dos estructuras paralelas que se superponían: las del Estado y el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Éstas “ejercían esencialmente las mismas funciones: la gestión de la sociedad y la economía”, escribe Stephen Kotkin. “Por supuesto ─continúa─, si se eliminaban las estructuras redundantes del partido, uno se quedaría no sólo con la burocracia del Estado central soviético, sino también con una asociación voluntaria de repúblicas nacionales, cada una de las cuales podía legalmente decidir retirarse de la Unión. En suma, el Partido Comunista, administrativamente innecesario para el Estado soviético y a pesar de todo decisivo para su integridad, era como una bomba de relojería en el seno de la Unión”.

Los sucesivos intentos de reformar el sistema buscaron justamente solucionar ese solapamiento, incrementando la autonomía de las repúblicas soviéticas sin alterar en lo fundamental la estructura del aparato federal. Pero con el intento de implementar en paralelo las políticas de perestroika (cambio) y glasnost (transparencia), el PCUS perdió el control sobre la vida política y la economía centralizada, y lo hizo al mismo tiempo que su credo político se veía desacreditado por los medios de comunicación, dos procesos que además se reforzaban mutuamente, acelerando las tendencias desintegradoras en toda la URSS. Cuando Gorbachov se dio cuenta e intentó dar marcha atrás, en el último año de la URSS, era ya demasiado tarde.

Boris Yeltsin y Mijaíl Gorbachov, en el Parlamento ruso, el 23 de agosto de 1991. - AFP

Boris Yeltsin y Mijaíl Gorbachov, en el Parlamento ruso, el 23 de agosto de 1991. – AFP

Competencia desleal

Siendo como era una superpotencia, los procesos políticos en la Unión Soviética no ocurrían en un vacío internacional, pero además el desarrollo de la industria petrolífera y gasística en los sesenta, que convirtió a la URSS en una superpotencia energética, conectó al país con la economía mundial, exponiéndola a sus shocks. El descenso de la producción de petróleo en los ochenta ─superada la crisis del 73 y el embargo de los países árabes─ y una caída internacional de los precios pronto se notaron en el país. Aunque la gestión económica, que se llevaba a cabo mediante un sistema planificado fuertemente centralizado, permitía pese a todo mantener los programas sociales y el sector industrial, convertía la diversificación e informatización de la economía en un reto.

“La gente necesita pan barato, un piso seco y trabajo: si estas tres cosas se cumplen, nada puede ocurrirle al socialismo”, dijo en una ocasión el presidente de la RDA, Erich Honecker. El envejecimiento de las cúpulas dirigentes en los Estados socialistas, sin embargo, les impedía ver que sus habitantes ya no comparaban sus condiciones de vida con el capitalismo occidental anterior a la Segunda Guerra Mundial, resultado de la Gran Depresión, y tampoco con la situación de sus aliados en el Tercer Mundo, sino con la de sus vecinos en Europa occidental, a los que se sentían más próximos histórica y culturalmente. (Todo esto obviamente no está exento de ironía, pues la clase media y el Estado del bienestar en Occidente eran producto, entre otros motivos, de un pacto entre capital y trabajo que el temor a la URSS propició, y cuya imagen llegaba al campo socialista distorsionda por los medios de comunicación y la industria cultural occidentales.)

Además, a diferencia de los países occidentales, la URSS estaba moralmente comprometida a apoyar a las economías no sólo del bloque socialista, sino del Tercer Mundo, lo que suponía una carga adicional a su presupuesto. Sirva el ejemplo que ofrece Stephen Kotkin del conflicto entre Somalia y Etiopía, durante el cual “la Unión Soviética decidió transportar tanques pesados a Etiopía, pero debido a que los aviones de carga a larga distancia sólo podían transportar un único tanque, el transporte excedía el coste de los costosos tanques unas cinco veces”.

“En los ochenta, la economía de la India se encontraba posiblemente en peor situación (por diferentes razones), pero la India no estaba atrapada en una competición mundial entre superpotencias con los Estados Unidos (aliados con Alemania occidental, Francia, Reino Unido, Italia, Canadá y Japón)”, valora Kotkin. Esta rivalidad, precisa, era “no solamente económica, tecnológica y militar, sino también política, cultural y moral. Desde su comienzo, la Unión Soviética afirmó ser un experimento socialista, una alternativa superior al capitalismo para el mundo entero. Si el socialismo no era superior al capitalismo, su existencia no podía justificarse.” En suma, las cúpulas dirigentes se enfrentaban al mismo problema que los políticos occidentales: garantizar a sus poblaciones una mejora constante de su nivel de vida, pero, a diferencia de éstos, no contaban con los mismos recursos, se enfrentaban a cargas adicionales y estaban atrapados en un sistema político-económico que los hacía a ojos de su población únicos responsables de la situación.

Una seguidora del Partido Comunista ruso con una bandera con la imagen de Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, durante una manifestación en Moscú. - AFP

Una seguidora del Partido Comunista ruso con una bandera con la imagen de Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, durante una manifestación en Moscú. – AFP

La banca siempre gana

Uno de los aspectos menos mencionados por la historiografía oficial ─por motivos que requieren poca aclaración─ es cómo, para hacer frente a esta situación, varios Estados socialistas recurrieron a la deuda externa con bancos occidentales. Poco sorprendentemente, Europa oriental pronto se vio atrapada en una espiral de deuda, ya que su objetivo era “utilizar los préstamos para comprar tecnología avanzada con la cual fabricar bienes de calidad para su exportación con los cuales… pagar los préstamos”, escribe Kotkin. Pero para eso necesitaba una demanda constante en Occidente ─para la cual había que combatir constantemente contra campañas de boicot y la mala fama de sus productos─ y bajas tasas de interés, además de la buena voluntad de los banqueros.

Según cifras de Kotkin, esta deuda pasó globalmente de los 6.000 millones de dólares en 1970 a los 21.000 millones en 1975, los 56.000 millones en 1980 y los 90.000 millones en 1989. La mayor ironía es que, de haber declarado el cese de pagos de manera simultánea, el campo socialista habría propinado un formidable golpe al sistema financiero global con el que, al menos, habría conseguido renegociar su deuda. Pero rehenes de sus propios sistemas, la mayoría de dirigentes de Europa oriental mantuvo esta política. La única excepción fue Nicolau Ceaușescu, quien se propuso satisfacer la deuda externa de Rumanía (10.200 millones de dólares en 1981) en una década. Para conseguirlo, Rumanía redujo drásticamente las importaciones y los gastos en programas sociales, aumentó las exportaciones de todo lo posible, reintrodujo el racionamiento de alimentos y los cortes en electricidad y calefacción. El resultado de esta política de “devaluación interna” ─por utilizar una expresión actual─ fue un retroceso de todos los estándares de calidad de vida y un descontento popular soterrado que terminó por estallar en 1989, acabando con el propio régimen.

Que estos préstamos no eran una mera transacción financiera lo demostró la apertura de la frontera entre Austria y Hungría el 27 de julio de 1989, que sirvió de paso para la huida de ciudadanos de la RDA hacia Alemania occidental. La deuda externa de Hungría pasó de los 9.000 millones en 1979 a los 18.000 millones de dólares en 1989, lo que significaba que el país necesitaba un superávit en exportaciones de mil millones solamente para satisfacer los intereses de su deuda. Según recoge Kotkin, el primer ministro húngaro, Miklós Németh, y su ministro de Exteriores, Gyula Horn, volaron antes de la apertura de la frontera a Bonn para negociar la concesión de un crédito de mil millones de marcos alemanes con el que mantener a flote su economía, un acuerdo que se anunció el 1 de octubre, “mucho tiempo después de la reunión secreta, para que no pareciese el soborno que era”.

Durante años la URSS había subvencionado a Europa oriental con materias primas, sobre todo hidrocarburos, a un precio muy por debajo del mercado. A cambio, recibía mercancías de baja calidad ─las restantes se destinaban a la exportación a mercados occidentales con el fin de conseguir divisa fuerte─, por lo que, teniendo en cuenta el desequilibrio, el Kremlin no descartó planes de desconectarse de ellas desde mediados de los ochenta. El socialismo realmente existente en la URSS, como escribe Kotkin, “era letárgicamente estable y podría haber continuado por algún tiempo, o quizá podría haber intentado un repliegue en clave de realpolitik, dejando de lado sus ambiciones de superpotencia, legalizando e institucionalizando la economía de mercado para revivir sus fortunas y manteniendo de manera firme el poder central utilizando la represión política”. Pero estando conectada a sus Estados satélite, la URSS se vio arrastrada por ellos en su competición geopolítica. Poco sorprendentemente, el fin de la Unión Soviética sigue estudiándose en China hasta el día de hoy. Con todo, como recuerda Kotkin, a diferencia de China, “la Unión Soviética era un orden global alternativo, un estatus que no podía abandonar sencillamente”. Y en esa maraña de razones, se vino abajo.

En: publico.es

Putin invita a los hijos de los diplomáticos de EEUU en Rusia a fiesta navideña en el Kremlin

El presidente de Rusia, Vladímir Putin, afirmó que Moscú no responderá de forma simétrica a Washington, que en la víspera anunció la expulsión de 35 diplomáticos rusos.

“Nos reservamos el derecho a tomar contramedidas, pero no bajaremos al nivel de diplomacia primitiva, irresponsable, y estudiaremos los pasos siguientes para restablecer las relaciones ruso-estadounidenses en función de la política que aplique la administración del presidente Donald Trump”, señaló el mandatario ruso en una declaración difundida por el Kremlin.

Putin afirmó que “no vamos a crear problemas para diplomáticos estadounidenses”.

“No expulsaremos a nadie”, añadió.

¡Felicito al presidente electo Donald Trump y a todo el pueblo estadounidense! ¡Les deseo a todos bienestar y prosperidad!”, dice la declaración presidencial.

Al comentar la decisión de Washington de expulsar a 35 diplomáticos rusos, Putin destacó que Moscú, a su vez, no va a prohibir a las familias y niños de los diplomáticos estadounidenses en Rusia visitar lugares de ocio durante las fiestas navideñas. “Invito a todos los niños de los diplomáticos estadounidenses acreditados en Rusia a la fiesta infantil de Año Nuevo y Navidad en el Kremlin”, dice el comunicado.

El Departamento de Estado de EEUU anunció la expulsión de 35 diplomáticos rusos por su supuesta implicación en los ciberataques.

Más: https://mundo.sputniknews.com/rusia/201612301065948676-putin-ninos-diplomaticos-eeuu-fiesta/

North Carolina is no longer classified as a democracy

¿Quién elige al presidente del país?: Democracia en USA y el papel de los “electores”

Su voto y el Colegio Electoral

Falta un poco más de un mes para el día de las elecciones presidenciales, y mientras los candidatos compiten por su voto, es importante saber qué pasará después de votar.

En Estados Unidos las personas no votan directamente por un candidato presidencial. El proceso diseñado por los fundadores del país es un poco más largo y complejo. GobiernoUSA.gov puede ayudarlo a entender qué pasa con su voto una vez que lo deposita en la urna electoral.

Para las elecciones legislativas a nivel estatal y federal o en las elecciones locales, su voto va directamente al candidato. Quien reciba la mayoría de los votos gana. Mientras que estas competencias reciben menor atención del público y los medios de comunicación, su impacto en la vida diaria puede ser tan importante como la elección presidencial.

La carrera por la Casa Blanca es un poco diferente. Cuando usted vota por un candidato presidencial, en realidad está votando por un grupo de personas llamadas “electores”. Ellos son parte del Colegio Electoral, que es el sistema usado para elegir al Presidente y Vicepresidente de Estados Unidos.

La idea de usar electores viene de la Constitución de EE. UU. Los fundadores del país consideraron esta forma de elección como un punto intermedio entre elegir al Presidente mediante el voto popular directo o elegirlo a través del Congreso.

La cantidad de miembros del Congreso (Cámara de Representantes y Senado) que tiene cada estado determina el número de electores. Hay un total de 538 electores, incluyendo 3 que representan a Washington, DC.

Después de ejercer su voto para elegir al Presidente, su sufragio pasa al proceso de conteo estatal. En 48 estados y en Washington, DC el candidato ganador obtiene todos los votos electorales de ese estado. Los estados de Maine y Nebraska asignan el número de electores para cada candidato usando un sistema proporcional llamado “Método de Distrito Congresional”.

El candidato que obtenga un total de 270 votos electorales o más se convierte en Presidente. Aunque la votación real del Colegio Electoral se realiza en diciembre, en la mayoría de los casos se anuncia al ganador en la noche de las elecciones cuando hay una proyección sólida.

Matemáticamente es posible ganar la mayoría de los votos del Colegio Electoral, pero no el voto popular. Eso significa que un candidato puede ganar una combinación de estados hasta alcanzar los 270 votos sin haber ganado la mayoría de los votos individuales en todo el país. Esto ha pasado cuatro veces en la historia de las elecciones de Estados Unidos, la más reciente en el año 2000.

En el caso poco probable de que ningún candidato obtenga los 270 votos electorales en diciembre, la votación para elegir al nuevo Presidente recae en la recién electa Cámara de Representantes. Un proceso similar se lleva a cabo en el Senado para elegir al Vicepresidente. La única ocasión en que esto ha pasado fue durante la elección de 1824, cuando John Quincy Adams recibió la mayoría de los votos de la Cámara de Representantes después de que ningún candidato ganara la mayoría del Colegio Electoral.

Estas posibilidades convierten a su voto en las elecciones legislativas federales en un factor importante. En una elección presidencial competitiva, su voto por un candidato al Congreso puede terminar decidiendo quién ocupará la Casa Blanca.

Aprenda más sobre el Colegio Electoral usando GobiernoUSA.gov/elecciones, la guía oficial sobre el proceso de votaciones y participación electoral en Estados Unidos. Asegúrese de estar preparado para el día de la elección presidencial con estas cinco cosas que debe saber antes de votar en 2016.

En: gobierno.usa.gov 

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