La muerte de Steve Jobs, el pasado 5 de octubre, conmocionó al mundo. Se ha dicho de él que fue un visionario, un adelantado a su época, un revolucionario, un genio, un modelo a seguir, un referente. Seguro ha sido todo eso y mucho más. Pero, sobre todo, fue un ser humano excepcional, que se sobrepuso a los contratiempos y dificultades de la vida, y encontró en la adversidad nuevas oportunidades para seguir cumpliendo su destino. Y lo pudo hacer porque fue alguien que en algún momento encontró el sentido de su existencia y fue fiel en el cumplimiento de su misión, porque se atrevió a vivir con pasión y porque amó intensamente lo que hacía.
No he querido dejar pasar la oportunidad sin rendirle un homenaje. Y no he encontrado mejor forma de hacerlo que repitiendo sus propias palabras, divulgando su propio pensamiento. Por ello, reproduzco el discurso que dictó en la ceremonia de graduación de la Universidad de Stanford, el 12 de junio de 2005, en un momento en que ya la muerte había rondado por sus predios. En ese discurso, a partir de su propia historia, Steve Jobs nos enseña su filosofía de vida; una filosofía que es recomendable tener en cuenta.
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