El jueves santo terminó siendo un día muy triste. Se nos fue ese gigante de la letras llamado Gabriel García Márquez; ese gran novelista que tantas veces nos hizo soñar despiertos con sueños tan nuestros, tan latinoamericanos; que nos hizo sentir el amor eterno e incondicional como en los tiempos del cólera; que nos hizo saber que vivir en Macondo era como hacerlo en cualquiera de nuestros pueblos andinos, de familias numerosas y llenas de historias de ánimas y espíritus, de tapados y otros tesoros milenarios, de amarres, daños, sortilegios y otros encantamientos, tan mágicos pero a la vez tan reales.
Cierto es que su muerte, a los 87 años y luego de una penosa enfermedad (que aunque no estaba confirmada del todo era un secreto a voces), de alguna manera estaba dentro de lo que podíamos esperar. Por tanto, cualquier cosa que podamos decir al respecto es algo así como la “crónica de una muerte anunciada”. Sin embargo, no podemos dejar de sentir un profundo dolor por su partida. El mismo tipo de dolor que sentimos cuando se nos va algún ser querido. Es que Gabo era un ser querido.
No voy a abundar en el homenaje póstumo sobre este nuestro escritor tan entrañable. Solo debo recordar (como lo hace por allí el amigo Iván Lanegra) que Gabo ya era un ser eterno e inmortal mucho antes de morir; y no como cierta prensa peruana cree, que recién con su muerte se hizo eterno e inmortal.