Publicado originalmente en Otra Mirada, 09 de marzo de 2017.
La gigantesca corrupción que se ha evidenciado a partir de los destapes que vienen ocurriendo sobre las empresas brasileñas que operan en nuestro país, y concretamente, la supuesta entrega de tres millones de dólares por parte de Odebrecht para financiar la campaña electoral de Ollanta Humala durante las elecciones de 2011, han puesto nuevamente sobre el tapete el problema del financiamiento privado de los partidos y las campañas electorales: a saber, que tales financiamientos, especialmente los que provienen de grandes empresas o intereses económicos, legales o ilegales, terminan hipotecando a los políticos a favor de sus financistas.
Es muy difícil suponer que cuando los representantes de grandes intereses económicos financian las campañas electorales, lo hagan solo por fines altruistas, por su profundo amor a la democracia o por mera afinidad ideológica. Para ellos, el financiamiento que entregan es una inversión que debe ser recuperada con creces en su oportunidad. No es casualidad que los fondos de donde habría provenido el financiamiento a la campaña de Humala, sea la División de Operaciones Estructuradas, la misma oficina montada por Odebrecht para pagar los millonarios sobornos a políticos de muchos países. Business son business.
Lo mencionado precedentemente es solo una parte del problema. La perniciosa influencia del poder económico en la política se observa también en la conformación misma de las listas de candidatos que los partidos presentan a las elecciones, a través de un mecanismo que antes he denominado el mercado negro de la política partidaria.
En la mayoría de partidos, la voluntad democrática de la militancia expresada en sus elecciones internas no es el factor determinante para conformar esas listas. Lo determinante, en cambio, son los “aportes de campaña”; eufemismo que esconde la práctica de una suerte de compra–venta o subasta de puestos en las listas de candidatos, una especie de mercado negro de la política, en que los lugares en las listas, especialmente los primeros, están tarifados y se entregan al mejor postor.
Considerando lo manifestado, no solo estoy completamente de acuerdo en que el Estado financie a los partidos políticos, sino que, considero, una reforma integral debería apuntar al financiamiento exclusivamente público de los partidos y las campañas electorales, lo que implicaría incluso prohibir el financiamiento privado.
Dicho financiamiento serviría para garantizar el funcionamiento de los partidos cuando no hay elecciones y, asimismo, financiar las campañas electorales, con cargo al presupuesto público. A tal efecto, el Estado debería ser el que directamente contrate los espacios de publicidad electoral en los medios de comunicación (televisión, radio y prensa) y los distribuya equitativamente entre todos los competidores en la contienda electoral; prohibiéndose la contratación directa de ese tipo de publicidad por los partidos. Y si, en ese contexto, se van a permitir aún los aportes privados, estos deberían ser mínimos, provenientes fundamentalmente de los militantes o simpatizantes, y estrictamente supervisados por la ONPE.
Considero que el tipo de propuestas que se vienen formulando, en el sentido de poner más controles o sanciones, pero manteniendo el esquema actual en que los partidos y las campañas electorales se sostienen fundamentalmente en el financiamiento privado, a estas alturas, resultan sumamente insuficientes y, a la larga, no solucionarán nada. Como siempre ha ocurrido, los partidos o, mejor dicho, sus dueños, se las seguirán ingeniando para vulnerar los fines de la ley.