CUATRO HISTORIAS DE CHICOS QUE LLEVAN VIDAS ADMIRABLES

Las limitaciones físicas no deberían ser un obstáculo, sino un impulso. Estos cuatro jóvenes lo constatan
Por: María Victoria Vásquez

Cuando el joven Michael Urtecho estudiaba Ingeniería Química en Trujillo, vivía con la esperanza de que algún compañero lo ayudara a subir hasta el tercer piso de su universidad, donde estaban los laboratorios. Su silla de ruedas le hizo pasar una juventud de frustraciones y pocas oportunidades. Hoy, sin embargo, es un congresista respetado. Como él, más de medio millón de jóvenes en nuestro país sufren algún tipo de discapacidad. Y aunque estamos en el Decenio de las Personas con Discapacidad, la ciudad sigue siendo hostil para muchos de ellos. Felizmente algunos —como los cuatro chicos de esta nota— sí pueden realizar sus sueños.

AQUÍ NO HAY LÍMITES
Aitor Bazo estudia Arquitectura en la UPC. Tiene 18 años y una fuerza y energía envidiables. Hace tres años, mientras disfrutaba un día de playa, su vida cambió de repente. Un clavado en el mar lo dejó en una silla de ruedas. Se golpeó la cabeza en la arena y se rompió dos vértebras. Desde ese momento, Aitor no pudo moverse. Perdió un año de colegio, y cuando cumplió 16 regresó a su casa después de haberse sometido a una intensa rehabilitación. Pero nada lo detuvo.

Su colegio, Leonardo da Vinci, lo recibió de vuelta e instaló un ascensor para que pudiera asistir a clases. Había que aprender todo de nuevo, desde escribir hasta lavarse los dientes solo. El apoyo de su familia y sus amigos lo ayudó a continuar. Cuando terminó quinto, y a pesar de no tener habilidad en las manos, sabía que quería estudiar Arquitectura. Aitor quería tener las mismas oportunidades que cualquiera y ahora, en su primer ciclo, sorprendentemente, le va bien en sus clases de dibujo. Y cuando los talleres y los cursos se vuelvan más complicados, Aitor se las arreglará, como hasta ahora, para superarlos.

LA FELICIDAD SOBRE TODO
Su pequeña estatura no le ha afectado en lo más mínimo. Se llama Richard Torres y tiene 19 años. Cuando era un niño y decía “mamá, cuando sea grande…”, su madre le hacía entender que él no crecería como los demás. Para Richard no fue difícil asimilarlo. En el colegio la pasó bien, tuvo mucho apoyo de sus profesores y sus compañeros. Le decían “Ronaldinho”, por su gran parecido con el jugador. Aunque no lo saben muchos, tener acondroplasia (trastorno de crecimiento) es una discapacidad: el cuerpo no resiste tanto como en una persona de talla normal. Muchas veces, Richard se cansaba más que los otros cuando hacía educación física. Hoy tiene que pedir asiento cuando sube a un carro, pues sus piernas son débiles. Lo importante es que él nunca se ha sentido avergonzado. Estudió Diseño Gráfico en el Instituto Peruano de Arte y Diseño y ahora busca chamba. Su madre ya le había advertido desde niño que en algún día tendría problemas para encontrar trabajo o hacerse novio de alguna chica, pero eso no parece importarle mucho.

EL GUSTO DEL SILENCIO
Sandro Dibós es dueño de un restaurante que lleva su nombre. Se levanta a las seis de la mañana para comprar lo que se necesita para el día y a la vez cocina y administra el negocio. Él es sordo y aprendió a hablar y leer los labios para poder comunicarse mejor. A los 20 se fue a Trujillo a estudiar Administración de Hoteles y Restaurantes y lo más difícil fue seguir las clases con un profesor que hablaba demasiado rápido como para leerle los labios. Pero los compañeros lo ayudaban. Su esfuerzo lo llevó a cumplir sus metas y hoy —que ya pisa la base 3— está casado y tiene dos hijos oyentes. Sandro no se siente diferente por tener una discapacidad. Ha aprendido de ella todo lo que es ahora y asegura que es feliz. Y la verdad es que se nota.

LA SOMBRA NO DA MIEDO
Francisco Euscate distingue las sombras y las luces. A los 6 años su visión ya había disminuido y en el salón se tropezaba con las cosas. Vivía en Lunahuaná y no lo aceptaron en el colegio. Dejó de estudiar mientras le hacían exámenes y lo operaban para que el glaucoma no avanzara. Vino a vivir a Lima y se rehabilitó en Cercil (Centro de Rehabilitación de Ciegos de Lima), donde aprendió a ser independiente y lo prepararon para terminar de estudiar el colegio. Está por terminar secundaria en un colegio no escolarizado y cuenta que cuando camina por la calle escucha frases como “pobre cieguito”, otras veces no le dejan subir al micro porque temen que no pague. Pero nada de eso lo intimida. Le encanta la música, por eso toca batería. Y dice que apenas termine el colegio estudiará traducción de idiomas.
Fuente: blogs.elcomercio.pe/sic

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