Familia y Evangelio: Iglesia cercana, sin moralismos que alejan
11:00 a.m. | 19 jun 25 (OPSS/LCC).- León XIV llamó a la Iglesia a “echar la red al mar” para encontrar a las familias que se sienten alejadas y acompañarlas con apertura, sin moralismos, “promoviendo el encuentro con la ternura de Dios“. Con su mensaje, pronunciado en el marco del Jubileo de las Familias, pidió también llegar a los jóvenes, que “desean relaciones auténticas y maestros de vida”. En sintonía con esta visión pastoral, La Civiltà Cattolica ofrece una profunda lectura bíblica sobre la complejidad, la fragilidad y el potencial evangélico de las familias.
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El papa León XIV se ha dirigido a los participantes de un seminario organizado por el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida sobre el tema: “Evangelizar con las familias de hoy y de mañana. Desafíos eclesiológicos y pastorales”. En su discurso, el Pontífice ofreció una visión pastoral profundamente realista, marcada por la cercanía, la escucha y el deseo de acompañar a todas las familias, incluidas aquellas que se sienten alejadas o excluidas. La iniciativa se enmarcó en el Jubileo de las familias, los niños, los abuelos y los ancianos.
“El nuestro es un tiempo caracterizado por una creciente búsqueda de espiritualidad”, afirmó el Papa, especialmente entre los jóvenes, quienes “desean relaciones auténticas y maestros de vida”. En este contexto, el Obispo de Roma subrayó que la Iglesia debe asumir un papel de guardiana del deseo de fe que anida incluso en los corazones más distantes: “Es particularmente urgente dirigir una atención especial a esas familias que, por varios motivos, están espiritualmente más alejadas”.
León XIV alertó sobre una tendencia generalizada a la “privatización de la fe”, que impide a muchas personas conocer la riqueza eclesial. Aunque puedan tener “sanos y santos deseos”, muchos acaban confiando en “falsos asideros” que no sostienen el peso de sus anhelos más profundos, lo que les conduce a alejarse de Dios. “Cuántas personas, hoy, ignoran la invitación al encuentro con Dios”, lamentó. Entre los factores que contribuyen a este distanciamiento, el Papa mencionó el uso distorsionado de medios como las redes sociales, que, siendo en sí potencialmente positivos, pueden convertirse en “vehículo de mensajes engañosos”, promoviendo modelos de vida “ilusorios, donde no hay espacio para la fe”.
Uno de los pasajes más significativos del discurso estuvo dedicado a los jóvenes que hoy conviven sin celebrar el matrimonio cristiano. “Quizás necesitan en realidad a alguien que les muestre de manera concreta y comprensible, sobre todo con el ejemplo de vida, qué es el don de la gracia sacramental”, señaló. A su juicio, muchos no rechazan la fe, sino que carecen de testigos creíbles que encarnen con alegría “la belleza y la grandeza de la vocación al amor y al servicio de la vida”.
En ese sentido, el Papa advirtió contra una concepción de la fe reducida a normas o preceptos. Recordó con fuerza que “la fe es, ante todo, respuesta a una mirada de amor”, y denunció como un error haber presentado el cristianismo como “una religión moralista, onerosa, poco atractiva y, en cierto modo, irrealizable en la concreción de la vida cotidiana”. Con palabras de san Agustín, afirmó: “El mayor error que podemos cometer como cristianos es pretender que la gracia de Cristo consista en su ejemplo y no en el don de su persona”.
La misión de la Iglesia, afirmó León XIV, no consiste en ofrecer recetas prefabricadas, sino en “acercarnos a las personas, escucharlas, intentar comprender con ellas cómo afrontar las dificultades”, abriéndose también “a nuevos criterios de evaluación y diferentes maneras de actuar”. Cada generación, insistió, presenta sus propios desafíos, sueños e interrogantes, pero en medio de tantos cambios, “Jesucristo sigue siendo el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8).
El Pontífice hizo un llamado claro a obispos y laicos a trabajar juntos como “pescadores de familias”. Todos los bautizados —dijo— están llamados a ser “piedras vivas” para la construcción de la Iglesia, “en la comunión fraterna, en la armonía del Espíritu, en la coexistencia de la diversidad”. Para ello, insistió, es fundamental renovar la propia identidad de creyentes y promover “el encuentro con la ternura de Dios, que valora y ama la historia de cada persona”. No se trata de “dar respuestas apresuradas a preguntas desafiantes”, sino de crear comunidades que sostengan a los padres en la educación de sus hijos, que caminen con quienes están en búsqueda, que ofrezcan espacios donde vivir la comunión.
Citó a Juan Pablo II para reafirmar que el anuncio cristiano no es una carga, sino una vocación gozosa: “La belleza de la vocación al amor y al servicio de la vida” debe brillar como una propuesta esperanzadora, no como una exigencia inalcanzable.
Finalmente, animó a no desanimarse ante las dificultades que enfrentan las familias actuales. “El Evangelio de la familia alimenta también estas semillas que todavía esperan madurar”, dijo citando Amoris laetitia. Y añadió con confianza: “Ayudemos a las familias a escuchar con valentía la propuesta de Cristo y las invitaciones de la Iglesia”. En una época de crisis, fragmentación y desafíos inéditos, el papa León XIV propone una Iglesia que no se repliega ni se impone, sino que acompaña, escucha y ofrece con humildad el don del Evangelio.
LEER. Discurso completo del papa León XIV
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La familia y sus contradicciones
Cuando se examinan las grandes obras de la literatura o del cine, resulta evidente que la familia ocupa con frecuencia el centro del drama. Las relaciones entre padres e hijos, hermanos y hermanas, suegros, vecinos, ofrecen una gama casi infinita de situaciones: generosidad y sacrificio, pero también abusos, heridas y silencios. Lo mismo ocurre en los relatos bíblicos, donde se refleja con fuerza esta complejidad profundamente humana.
Las familias revelan de lo que es capaz el corazón humano, tanto en el bien como en el mal. Pueden ser lugares de dolor, fractura y pecado, pero también espacios de crecimiento, belleza y reconciliación. La Biblia —y nuestras propias experiencias— dan testimonio de esta tensión constante: hay esposos que cuidan con ternura al cónyuge enfermo, hermanos que se sostienen en la dificultad, padres que acompañan con amor a sus hijos. Pero también existen celos destructivos, heridas no sanadas, rupturas dolorosas.
Cada familia guarda sus luces y sus sombras. Hay silencios pesados, heridas heredadas, conflictos por herencias, ausencias irreparables. Pero también hay gestos silenciosos de amor que se transmiten y sostienen. Esta realidad, tan humana como contradictoria, es el punto de partida de la reflexión bíblica y teológica sobre la familia.
La familia, creación de Dios
La familia, en la visión cristiana, pertenece al orden de la creación de Dios. Una creación buena, pero herida. La familia aparece desde el comienzo de la Biblia como un lugar destinado al bien, al amor, al don y a la generosidad. Es el primer ámbito donde el ser humano experimenta —o al menos espera experimentar— relaciones auténticas, donde se viven las virtudes para las que está hecho el corazón. Todo ser humano, creyente o no, espera esto de sus padres y del núcleo familiar, y sufre cuando no lo encuentra. En la familia se encuentran los primeros “prójimos”: el cónyuge es para el otro ese prójimo al que debe cuidar; los hijos son prójimos de sus padres, y viceversa.
Pero la creación también está marcada por el pecado, y las heridas familiares —abandono, traición, ruptura— dejan huellas profundas. Las Escrituras no idealizan esta realidad. Al contrario, muestran con crudeza la complejidad de la vida familiar. El Génesis está lleno de situaciones problemáticas: poligamia, incesto (Gn 19), maternidad por sustitución (Gn 29–30), violación (Gn 34), adulterio promovido (Gn 20), celos y rivalidades.
Pero junto a esto también leemos expresiones bellas de amor y ternura: “Jacob trabajó siete años para poder casarse con Raquel, pero le parecieron unos pocos días, por el gran amor que le tenía” (Gn 29,20); o el gesto de José: “se conmovió a la vista de su hermano y no podía contener las lágrimas” (Gn 43,30). Estas historias muestran que el ser humano, creado a imagen de Dios, también puede perdonar, reconstruir y regenerar los vínculos. La Biblia nos habla de familias reales, con sus pecados y su capacidad de amar. Y eso es, en sí mismo, una buena noticia.
Padres e hijos en la Biblia
Los textos bíblicos entrelazan con fuerza la belleza y el drama de las relaciones familiares: la alegría del nacimiento, el dolor de la violencia, la fragilidad del deseo. En el centro de los Libros de Samuel, encontramos dos figuras paternas contrapuestas: Saúl y David, ambos con historias complejas respecto a sus hijos.
Saúl, personaje trágico, fracasa en construir un vínculo profundo con su hijo Jonatán. Este, sin embargo, se mantiene leal, sin traicionar ni a su padre ni a David. Es el único del que la Escritura dice que “amó a su prójimo como a sí mismo”, siendo ese prójimo David (cf. 1 Sam 18,1). Jonatán supera todo espíritu de rivalidad —aunque David pudiera heredar el trono— y muere junto a su padre en los montes de Gelboé. Su muerte provoca el desgarrador lamento de David: “¡Cuánto dolor siento por ti, Jonatán, hermano mío muy querido!” (2 Sam 1,25-26a).
David, en cambio, experimenta la tragedia con sus hijos: Amnón abusa de su hermana Tamar, y Absalón se rebela contra su padre. La muerte de Absalón llega como “buena noticia” de una victoria militar, pero David solo puede lamentar: “¡Ah, si hubiera muerto yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío!” (2 Sam 19,1). Esta escena revela la intimidad del corazón de un padre que sufre por un hijo perdido, incluso rebelde.
Estas historias iluminan la dinámica entre padres e hijos, entre fidelidad y fractura. Como cierra el profeta Malaquías: “Él hará volver el corazón de los padres hacia sus hijos y el corazón de los hijos hacia sus padres” (Mal 3,23-24a). A través de toda la Escritura, vemos que, incluso en medio del pecado, Dios no deja de acompañar a las familias.
La familia al servicio de la fe
La segunda “buena noticia” que transmiten las Escrituras es que la familia no es un absoluto, sino un medio para la santificación de sus miembros. La fe es lo primero. Por eso encontramos escenas impactantes, como la del Segundo libro de los Macabeos, donde una madre exhorta a su hijo a aceptar el martirio por fidelidad a Dios: “No temas a este verdugo […]. Acepta la muerte, para que yo vuelva a encontrarte con tus hermanos en el tiempo de la misericordia” (2 Mac 7,27-29).
La familia está al servicio de la vocación de cada uno, incluso cuando eso implique el sacrificio de los lazos de sangre. María, de pie al pie de la cruz, testimonia la primacía de la fe. Lo confirma Jesús con sus palabras provocadoras: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? […] El que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,48-50). Y también: “A nadie en el mundo llamen “padre”, porque no tienen sino uno, el Padre celestial” (Mt 23,9).
En este mismo espíritu, Jesús se pronuncia con claridad contra el repudio. Su enseñanza sobre el matrimonio se inscribe en la tradición profética que busca proteger al más vulnerable, generalmente la mujer, en un contexto patriarcal. Frente a una cultura donde el varón podía repudiar a su esposa a voluntad, Jesús afirma: “El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio” (Mc 10,11-12). Esta enseñanza causó sorpresa incluso entre sus discípulos. Pablo, antes de que se escribieran los Evangelios, la recoge con la misma radicalidad: “Que la esposa no se separe del marido […]. Y que tampoco el marido abandone a su mujer” (1 Cor 7,10-11). El objetivo no es negar las dificultades reales, sino rechazar el uso egoísta del vínculo conyugal.
La familia no es el fin último, sino un ámbito donde cada uno escucha a Dios. La Sagrada Familia no se celebra por ser “ideal”, sino porque cada uno —María, José y Jesús— tuvo su camino propio hacia Dios. Cristo mismo recurre al lenguaje familiar para revelar el núcleo de su fe: “Todo me ha sido entregado por mi Padre” (Mt 11,27). Así, la familia, sin ser absoluta, puede ser un lugar de santidad, si sus miembros se orientan hacia Dios.
La reciprocidad evangélica en el corazón de la familia
La tercera “buena noticia” que ofrecen las Escrituras sobre la familia nace de la visión profundamente evangélica y contracultural que propone san Pablo: en el centro de las relaciones familiares debe reinar la ley de la reciprocidad y de la humildad. La familia, en este sentido, se convierte en un espacio privilegiado para vivir el don de sí mismo, que es la esencia del Evangelio.
Durante siglos, sin embargo, el cristianismo europeo convivió con modelos culturales que asignaban al esposo autoridad marital y al padre poder absoluto sobre los hijos. Incluso en los textos del Nuevo Testamento —como en las Cartas Pastorales— se percibe un intento de las primeras comunidades cristianas por demostrar que no eran subversivas, adaptándose a las estructuras patriarcales de su tiempo (cf. 1 Tm 2,8–5; Col 3,18–4,1; Tit 2,1–10). Pero en el núcleo de su ética estaba el bautismo, que hacía de todos verdaderos hermanos y hermanas en Cristo: “Ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús” (Gál 3,27-28).
Esa transformación radical de la visión familiar se plasma en afirmaciones como la de 1 Corintios 7,4: “La mujer no es dueña de su propio cuerpo, sino el marido; igualmente, el marido no es dueño de su propio cuerpo, sino la mujer”. Esta reciprocidad, aún desafiante, sigue siendo una clave de lectura del matrimonio cristiano. Como recuerda el p. Aleksandr Men, mártir ruso asesinado en 1990: el cristianismo apenas ha comenzado.
Vivir la familia como lugar de entrega mutua, en la línea de Filipenses 2 (“Estimen a los demás como superiores a ustedes mismos”, Flp 2,3), es hoy una posibilidad más real que nunca. A pesar de los desafíos sociales actuales —divorcios, hijos heridos, nuevas configuraciones familiares—, este tiempo es también un kairós, una oportunidad única para vivir en libertad la radicalidad del Evangelio.
Conclusión: un horizonte de oportunidad para el Evangelio en las familias
Esta es, en definitiva, la dirección a la que apunta el texto completo: a reconocer que, a pesar de las rupturas y dificultades contemporáneas, las familias cristianas pueden hoy vivir con mayor libertad, autenticidad y creatividad las exigencias del Evangelio. Lejos de absolutizar modelos sociales del pasado, la Iglesia está llamada a proponer una visión familiar inspirada en la humildad, la reciprocidad y el don mutuo.
Ya no se trata de repetir fórmulas heredadas, sino de descubrir —en medio de las tensiones culturales— la posibilidad de vivir el matrimonio como una vocación, y la familia como un lugar privilegiado de acogida, perdón, generosidad y comunión. La valorización de la palabra compartida, de la paciencia, del cuidado cotidiano, de la alegría en el don recíproco y de la esperanza generosa en los hijos revela la fecundidad del enfoque cristiano de la vida familiar.
El Evangelio transforma la vida familiar cuando esta se abre a algo más grande que ella misma. Así, las comunidades cristianas —y el camino sinodal de la Iglesia— están llamadas a acompañar las fragilidades reales sin idealizar, pero también sin resignarse. La familia no es el centro del Evangelio, pero es uno de sus mejores espacios de encarnación. Por eso, el Sínodo dará frutos si es capaz de poner palabras a las luces y heridas que viven hoy tantas familias y, con ellas, construir comunidades que sanen, alienten y acojan. Porque allí donde hay perdón, don y esperanza, allí también hay Evangelio.
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Jubileo de la familia: La unidad familiar como signo de esperanza
“Son las familias las que generan el futuro de los pueblos”, proclamó con fuerza el papa León XIV desde el corazón de una abarrotada Plaza San Pedro, ante más de 45.000 personas —padres, hijos, abuelos y niños— que desde las primeras horas del día se congregaron para celebrar el Jubileo dedicado a las familias. Bajo un clima de profunda emoción, el domingo 1 de junio de 2025, Solemnidad de la Ascensión del Señor y 59ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, el Pontífice saludó con gestos de ternura desde la papamóvil: besó a los más pequeños, bendijo a madres y padres, y acarició a los ancianos que conmovidos extendían sus manos. Fue un signo concreto de la comunión que predicó más tarde en su homilía: una unidad tejida en el amor, real y transformadora.
A las familias, el Papa les confió el precioso mandato del Evangelio del día: vivir una “unión universal” que refleje el amor mismo de Dios. “Todos hemos recibido la vida antes de quererla”, recordó. Y añadió que especialmente los más pequeños necesitan de los demás para vivir, porque “nadie puede hacerlo solo”. Vivimos —dijo— “gracias a una relación, es decir, a un vínculo libre y liberador de humanidad y cuidado mutuo”.
Desde esa visión profundamente relacional del ser humano, León XIV se sumergió en el Evangelio de San Juan para destacar la oración de Jesús en la Última Cena, donde el Señor pide al Padre que “todos sean uno”. No se trata de una fusión impersonal, aclaró el Santo Padre, sino de una comunión viva que nace del amor con que Dios ama: un amor que une sin aplastar, que salva sin imponer, que construye comunidad sin borrar la diferencia.
“La unidad por la que Jesús ora es un don”, precisó, “y es desde su corazón humano que el Hijo de Dios se dirige al Padre diciendo: Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno”. Ese amor divino, aseguró León XIV, es más fuerte que cualquier herida, incluso las provocadas cuando la libertad se invoca para quitar vida o dividir.
En este contexto, el Papa hizo un llamado urgente a redescubrir la vocación de la familia como santuario del amor fiel y fecundo. Citó con entusiasmo a matrimonios canonizados juntos, como los santos Luis y Celia Martin o los mártires polacos Ulma, para sostener que “el matrimonio no es un ideal inalcanzable, sino el modelo concreto del amor entre el hombre y la mujer”. Y subrayó: “Ese amor, al hacerlos ‘una sola carne’, los capacita para dar vida, a imagen de Dios”.
A los esposos, el Papa les pidió ser ejemplo de coherencia para sus hijos; a los niños, gratitud hacia quienes les dieron la vida; y a los abuelos y ancianos, una vigilia amorosa llena de sabiduría. “En la familia, la fe se transmite como el pan en la mesa y los afectos del corazón”, dijo.
Finalmente, el Obispo de Roma alzó la mirada hacia el horizonte eterno, recordando que un día seremos todos “uno” (In illo uno unum), una sola cosa en Dios. “No sólo nosotros —afirmó—, sino también los que ya nos han precedido en la luz de su Pascua”. Su mensaje concluyó con un gesto de esperanza y un eco profético: que las familias, unidas en su diversidad, sean el signo de paz que el mundo necesita.
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Fuentes
- Vatican News. (2025, 2 de junio). Santa Misa con el papa León XIV: “La familia es un don y una misión”.
- Oficina de Prensa de la Santa Sede. (2025, 2 de junio). Jubileo de las familias: Seminario en el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida.
- Vatican News. (2025, 3 de junio). El papa León XIV: salir al encuentro de las familias heridas es tarea de toda la Iglesia.
- La Civiltà Cattolica. (2025, 30 de mayo). La familia y sus contradicciones.
- Videos: Vatican Media
- Foto: LA Catholics