León XIV: ¿Qué significa tener un Papa agustino hoy?

9:00 p.m. | 27 may 25 (CM/AM).- Con la elección del papa León XIV —agustino profeso— resulta oportuno volver al legado de san Agustín y a la espiritualidad que inspiró a la Orden agustiniana: una interioridad que conduce a la vida en comunidad, la centralidad de Cristo y la paz como horizonte. En un mundo donde el diálogo se dificulta, el conflicto brota con facilidad y la tecnología aísla, esta tradición ofrece caminos para una Iglesia que escuche, acompañe y alimente corazones hambrientos de sentido.

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Dejen a un lado a Gregor Mendel y Martín Lutero: hay un nuevo agustino en la escena mundial, el papa León XIV. Mientras todos buscamos diferentes perspectivas sobre este nuevo Papa, haríamos bien en considerar la orden religiosa a la que ha pertenecido desde que era estudiante universitario. La Orden de San Agustín no tiene una fundación como casi todas, ni un único fundador como Santo Domingo o San Ignacio. En su lugar, varios ermitaños que vivían en Toscana recibieron instrucciones del papa Inocencio IV en 1244 para formar una sola comunidad. Fue la llamada Pequeña Unión, a la que siguió otra llamada papal a la unidad en la Gran Unión de 1256.

La existencia de estas dos fundaciones, ambas protagonizadas por un grupo de ermitaños a los que dos Papas diferentes ordenaron vivir en comunidad, no resulta un relato demasiado prolijo. Quizá por eso los agustinos han sido eclipsados durante mucho tiempo por órdenes con fundadores más famosos e historias de origen menos confusas.

Sin embargo, la historia temprana de la orden es emblemática por lo que lleva en su núcleo, algo que seguramente también latirá en el corazón del pontificado de León XIV. Ser agustino —como lo fue san Agustín, no fundador de la orden pero sí su alma inspiradora— significa haber sido formado en un profundo sentido de interioridad y de vida comunitaria. San Agustín es conocido por haber escrito las primeras memorias personales y el primer soliloquio (palabra inventada por él). Siempre estuvo rodeado de una comunidad de amigos, y articuló una comprensión profundamente eclesial de Cristo. A diferencia de algunos místicos que conciben la otra vida de manera personal o incluso individualista, San Agustín la describe como una ciudad: un destino comunitario y compartido.

Los agustinos están profundamente marcados por la interioridad y la vida en común, fruto de sus orígenes como ermitaños llamados a vivir en comunidad. Por eso, las Constituciones de la Orden San Agustín afirman que “siempre volvemos sobre nosotros mismos, y al interiorizarnos, trabajamos diligentemente para perfeccionar nuestro corazón”. Pero también declaran que “la comunidad es el eje en torno al cual gira la vida religiosa agustiniana”. Fundamentado en una valiosa vida interior, el fraile agustino está llamado a una “comunión de vida”. Su corazón inquieto anhela siempre estar con Dios y con el prójimo.

La fusión entre interioridad y comunión fraterna no se limita al ámbito de la Orden: es también camino de evangelización y una manera de estar en el mundo con espíritu abierto y solidario. La Lumen gentium enseña que la Iglesia es “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Del mismo modo, la constitución de la orden dice que “la comunidad agustiniana está llamada a ser un signo profético en el mundo en la medida en que la vida fraterna se convierte en fuente de compartir y causa de esperanza”. Al volverse hacia su interior para encontrar a Dios, el fraile sale al encuentro de sus hermanos, convirtiéndose a la vez en testigo ante el mundo y servidor de la Iglesia universal.

¿Qué significará todo eso para el papa León XIV, OSA (Orden de San Agustín)? Podría ser que continuará el llamado agustino hacia la comunidad y lejos del aislamiento. Al igual que los Papas llamaban a los ermitaños a la comunidad, nuestro mundo también necesita esa llamada. La tendencia al aislamiento personal se acentúa, reflejada en el creciente número de personas que afirman sentirse solas y socialmente desconectadas. Nuestra política está marcada por la división partidista, y la comunidad internacional está resquebrajada por el aislacionismo. Fue un momento profundamente agustiniano cuando León XIV inició su pontificado proclamando “paz a todos” y subrayando la importancia de construir puentes, fomentar el diálogo y fortalecer la comunidad.

Lo descrito también motiva la preocupación del Papa por la tecnología, la inteligencia artificial y las redes sociales. Mientras Mark Zuckerberg propone amigos IA en Facebook —para compensar nuestra menguante reserva de amistades reales—, Elon Musk presenta robots como “amigos humanoides” a nuestro servicio, y ChatGPT amenaza con reemplazar trabajadores mediante “grandes modelos lingüísticos”, la visión agustina de comunidad ofrece algo radicalmente distinto. Como ha dicho León XIV, significa “caminar como Iglesia”, es decir, “como comunidad de amigos de Jesús”. El papa León, como buen agustino, reconoce que hoy más que nunca necesitamos invocar una amistad real y encarnada: entre nosotros y con el Dios hecho carne. Mientras el mundo nos empuja al aislamiento a través de nuestros dispositivos, que León XIV nos llame, en cambio, a la comunión con todos y cada uno.

Donde algunos -en particular en la administración Trump- ven las llamadas a la comunidad como equivalentes a llamadas a fronteras más duras, el carisma agustiniano ve las llamadas a la comunión como oportunidades para ampliar nuestros afectos en “solidaridad con la familia humana (…) especialmente a través de una apertura a las necesidades de los pobres y los que sufren”. Ser un hermano agustino requiere ver la plena fraternidad que une a todas las personas humanas y la obligación de llegar al servicio de los no nacidos, los migrantes, los pobres y los marginados.

Es, pues, muy apropiado que un agustino asuma el legado de León XIII, que dio a la Iglesia su doctrina social moderna. Si el carisma de los agustinos es la construcción de la comunidad, entonces el carisma de León XIV -especialmente al asumir el pensamiento social católico- impulsará la restauración del sentido de comunidad en la Iglesia y entre todas las personas de buena voluntad. Para ello, seguro denunciará la desigualdad económica, la polarización política y el creciente aislamiento que caracterizan nuestro tiempo.

El lema papal de León XIV es in illo unum uno (en el único Cristo somos uno). El lema -palabras de san Agustín- expresa para León que “la unidad y la comunión forman parte del carisma de la Orden de san Agustín y también de mi forma de actuar y pensar (…) como agustino, para mí promover la unidad y la comunión es fundamental”. Esta unidad no es una abstracción, sino que se basa en la realidad concreta del Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Así, para san Agustín, “aunque los cristianos somos muchos, en el único Cristo somos uno”. León nos llamará a salir de nuestras ermitas de aislamiento para entrar en esa comunión de Cristo.

Tendrá que tener siempre presentes las palabras de san Agustín de que “las iglesias no se perfeccionan recurriendo sólo a los perfectos”. Más bien, vivimos en una solidaridad de pecadores que progresan por la gracia de Dios para convertirse en la solidaridad celestial de los santos. La misericordia es el eje de una eclesiología agustina. Para san Agustín, el único que no puede vivir correctamente en el orden de los hermanos es el que se niega a conceder o recibir el perdón. El reto de León XIV -como el de todos los Papas y, de hecho, el de todos los cristianos- será hablar de la realidad del pecado y, al mismo tiempo, acoger siempre al pecador en la comunión.

Hasta aquí la comunión y la comunidad, pero ¿qué pasa con la otra cara de la tradición agustina: la interioridad? Para un agustino, no podemos estar realmente en comunión con los demás si no estamos en comunión con nosotros mismos y con Dios. La Iglesia tiene una clara misión social, una clara tarea que servir y proclamar. Pero debe basarse en la profunda riqueza de una espiritualidad cristocéntrica. En un mundo de ruido, publicaciones y desvaríos, nos vendría bien un Papa que nos llamara al silencio. No a la falsa ermita del aislacionismo, el partidismo y la xenofobia, sino a la verdadera ermita de vivir en Deum, en Dios.

Hay muchas cosas en nuestro mundo que se resisten tanto a la auténtica comunidad como a la auténtica interioridad. Pero la tarea de León XIV no es solitaria. El éxito de su pontificado dependerá de nuestra voluntad de caminar con él y de escuchar sus enseñanzas. El Papa citó a san Agustín cuando habló recientemente a los medios de comunicación: “Vivamos bien, y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros”. Si queremos que nuestra época sea más interior, comunitaria, misericordiosa y semejante a Cristo, entonces nosotros mismos debemos ser esas cosas.

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El espíritu agustino en las palabras de León XIV

Ya en su primer mensaje Urbi et Orbi, el nuevo pontífice habló de la fe como camino: “sin miedo, unidos, tomados de la mano con Dios y entre nosotros sigamos adelante”. Describiéndose como “hijo de san Agustín”, evocó la peregrinación cristiana hacia una patria preparada por Dios. Esta imagen del discipulado como travesía es profundamente agustiniana. Para san Agustín, el bautismo y la conversión no son metas, sino comienzos. En otro espacio se ha descrito esto como la “espiritualidad del refugiado” de san Agustín: el corazón humano está inquieto, huye y busca, experimenta desarraigo, pero ansía un hogar.

Cristo es “el Camino”, y estar en Cristo es estar en camino. Esta es también la razón por la que, al igual que el papa Francisco, León XIV está profundamente preocupado por la difícil situación de los migrantes y refugiados, denunciando “el olvido de la misericordia” y “las terribles violaciones de la dignidad humana” en su primera homilía.

León XIV subraya, como su padre espiritual, que nadie debe emprender ese viaje solo. La Iglesia es comunidad de peregrinos. Por eso insiste: caminamos juntos, “de la mano de Dios y de los unos con los otros”. Aunque solemos ver en san Agustín un gran intelectual, no debemos olvidar cuánto valoraba la amistad. Sus Confesiones están marcadas por relaciones personales profundas. Cuando fue nombrado obispo, pidió vivir en comunidad. De ahí nació la Regla de San Agustín, fuente de inspiración para muchas órdenes religiosas, incluida la benedictina. En ella se lee: “cuando salgan, vayan acompañados; y cuando lleguen a su destino, permanezcan juntos”. Una frase que podría resumir la eclesiología de León XIV.

Cuando el nuevo Papa habla de una “patria que Dios nos ha preparado”, usa el lenguaje de la Ciudad de Dios. San Agustín contrapuso esta ciudad a la terrena no por una diferencia geográfica, sino por dos modos de amar: uno dominado por el deseo de poder (libido dominandi), y otro por el amor sacrificado al prójimo. Bajo esta luz, no sorprende que León XIV —primer Papa estadounidense— dé poca importancia a su pasaporte. Desde una óptica agustiniana, los Estados Unidos son solo otro enclave de la ciudad terrena. Quizá vea más reflejo de la ciudad de Dios en la Iglesia discreta y solidaria que pastoreó en Perú.

El Papa también ha heredado de san Agustín una sensibilidad “mestiza”, como escribió Justo González. En el libro Introducción a la teología mestiza de San Agustín, describe el modo en que el santo vivió una especie de vida “híbrida” desde su nacimiento como hijo de padre romano y madre bereber norteafricana. Su teología reflejaba una sensibilidad mestiza similar: Vivir “en camino” con Jesús era también vivir entre dos mundos. La propia herencia criolla del Papa León refleja este tipo de legado, pero supongo que ha sido su labor pastoral y misionera en Sudamérica la que ha reforzado este sentido agustiniano de una ciudadanía que trasciende las fronteras nacionales.

La singularidad del acontecimiento de Jesucristo, “el único sacrificio perfecto”, y su carácter decisivo para la vida de todos los cristianos, también resalta un enfoque agustiniano a resaltar. “¿Cómo puede Pedro llevar a cabo esta tarea [de evangelización]?”, preguntó León XIV dijo en la homilía de su misa inaugural como pontífice. “El Evangelio nos dice que es posible solo porque ha experimentado en su propia vida el amor infinito e incondicional de Dios, incluso en la hora del fracaso y la negación”. Aquí vemos la singularidad del acontecimiento de Cristo. El adverbio “solo” lo atestigua. Es la gracia de Cristo la que precede a toda nuestra oración humana, a todo nuestro ministerio, a todas nuestras buenas obras, y sólo esa gracia.

Más adelante en su homilía, el nuevo Papa denunció la discordia, el odio y la exclusión provocados por el miedo y un modelo económico injusto. Frente a esto, expresó el deseo de ser una pequeña levadura de unidad y fraternidad, e invitó al mundo, con humildad y alegría, a volver la mirada a Cristo y acoger su Palabra que “ilumina y consuela”. Esto es san Agustín en estado puro: en medio de un mundo marcado por el pecado y el desorden, la llamada de Cristo permanece firme; ella “ilumina y consuela” y edifica la Iglesia.

Esa misma referencia agustiniana también se percibe en el discurso de León XIV al cuerpo diplomático (16 de mayo), cuando afirmó: “No se pueden construir relaciones verdaderamente pacíficas […] sin verdad”. El Papa advirtió sobre los peligros del lenguaje ambiguo y del mundo virtual que distorsiona la realidad, y subrayó que, desde la perspectiva cristiana, la verdad no es un principio abstracto, sino el encuentro con Cristo vivo en la comunidad de los creyentes.

Por último, destaca en el nuevo pontífice una clara pasión misionera unida a una aguda comprensión agustiniana de la condición humana: hambre, ansiedad, búsqueda. “La paz sea con todos ustedes”, dijo como primer saludo papal, recordando las palabras del Cristo resucitado. Esa paz, en clave agustiniana, no es solo ausencia de conflicto, sino descanso del alma. Un descanso que no se logra con tecnología, éxito o placer, sino con el amor incondicional de Dios.

En su primera homilía, el papa León XIV habló sobre “la realidad en la que vivimos, con sus límites y sus potencialidades, sus cuestionamientos y sus convicciones”. Desde el espíritu agustino se ofrece no solo comprensión, un diagnóstico de la realidad, sino un remedio. San Agustín escribió al inicio de sus Confesiones: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Esa inquietud sería, para el papa León, el punto de partida de la evangelización: el Evangelio no responde solo a una pregunta, sino que Cristo es alimento para corazones hambrientos. Ofrecerlo como pan de vida requiere escuchar, incluso con simpatía, los deseos errantes del mundo.

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Reflexiones sobre la naturaleza del perdón, la memoria y el yo

En el corazón del pensamiento de Agustín hay una sorprendente visión de la naturaleza del ser humano. En sus Confesiones, Agustín reflexiona sobre la naturaleza fragmentada de su alma, describiéndose a sí mismo como “disperso entre tiempos” que no puede comprender, y luchando por reunir sus deseos y pensamientos dispares en un todo coherente. Esta desorganización interior no es simplemente un subproducto del pecado, sino un rasgo de la propia condición humana: una consecuencia de existir en el tiempo y avanzar constantemente hacia la inexistencia.

El concepto de Agustín del yo como algo episódico (el yo que cambia con el tiempo) y persistente (el yo que podemos reconocer en nuestros recuerdos, aunque “ya no seamos” esa persona) capta esta tensión, sugiriendo que el verdadero yo no es simplemente una colección de recuerdos pasados, sino un núcleo más profundo y persistente que permanece incluso cuando todo lo demás parece cambiar y, finalmente, desaparecer. Este yo fragmentado encuentra la unidad a través de lo que Agustín llama continentia, una especie de contención espiritual que reúne las piezas dispersas del yo en un todo único e integrado. Este movimiento hacia la unidad es a la vez un viaje hacia dentro y hacia arriba, lo que refleja la famosa frase de Agustín en las Confesiones: “Eras más interior que mi yo más íntimo” (interior intimo meo).


El perdón como un “Ahora” radical

En el centro de la visión espiritual de Agustín está el perdón como un momento presente transformador, un “ahora mismo” que interrumpe la monótona secuencia de “un mañana tras otro” (cras et cras, en latín). Esta concepción va más allá de la remisión de pecados: implica una profunda recolección del yo, una súbita integración de las partes dispersas en un todo unificado. No se trata solo de borrar el pasado, sino de convertirse en una “nueva creación”, liberada de las cadenas de las malas acciones.

La célebre escena de su conversión lo ilustra con fuerza. En medio de un conflicto interior, Agustín se siente atado por la más pequeña de las cadenas, hasta que la gracia lo pone “erguido” (factus erectior), permitiéndole abrazar un yo nuevo. Este “ahora” radical es clave en su visión del perdón: un acto de gracia divina y, al mismo tiempo, de recuperación del verdadero yo, oculto bajo hábito y memoria.


Memoria, identidad y perdón

Para Agustín, la memoria es un don poderoso pero de doble filo. Es tanto la fuente de nuestra identidad como el lugar de nuestras luchas más profundas. Aunque la memoria nos permite recordar e integrar experiencias pasadas, también nos enfrenta a los límites de nuestro entendimiento y a las sombras persistentes de pecados pasados. Esta paradoja es central en el concepto agustiniano de la mismidad, donde los aspectos episódicos y persistentes del yo están en constante diálogo. El papa León XIV, inspirándose en esta rica herencia agustiniana, puede subrayar la importancia de recordar no solo nuestros pecados, sino también la gracia divina que nos llama constantemente a la renovación y a la transformación. En un mundo a menudo definido por sus divisiones y distracciones, este enfoque en la unidad, la auto posesión y el perdón radical podría dar forma a su papado de manera profunda.

Para Agustín, la memoria es un don poderoso pero de doble filo: fuente de identidad, pero también escenario de nuestras luchas más profundas. Nos permite integrar el pasado, pero también nos enfrenta a nuestras limitaciones y a las sombras de antiguos pecados. Esta tensión es central en su idea de la mismidad, donde los aspectos episódicos y persistentes del yo dialogan constantemente. Inspirado por esta herencia, el papa León XIV podría destacar la importancia de recordar no solo el pecado, sino también la gracia que llama a la renovación.

En un mundo marcado por divisiones y distracciones, este énfasis en la unidad, la auto posesión, una vida más profunda y el perdón radical podría moldear profundamente su papado. Esto significa fomentar una forma de unidad espiritual que trascienda la mera reforma institucional y llegue al alma misma de la Iglesia.

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Fuentes

Commonweal Magazine / America Magazine / National Catholic Reporter / Aleteia / Videos: Vatican News – TVPerú Noticias / Foto: AFP

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