Los insultos contra Jesús

10:00 a.m. | 14 abr 23 (LCC).- En los estudios de la figura de Jesucristo suelen destacarse los nombres de gloria que lo caracterizan: Hijo de Dios, Cristo, Salvador del mundo. Menos visibles son los títulos insultantes que le dan sus adversarios. En un recorrido por pasajes del Nuevo Testamento, un artículo de la La Civiltà Cattolica comprueba que Jesús fue acusado de impostor, malhechor, comilón y borracho, endemoniado, alborotador, hasta blasfemo. Según señala el autor, eso forma parte del “vaciamiento” al que se sometió Cristo, “humillándose hasta la muerte” y “soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia” (Hb 12,2).

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Veamos con detalle los insultos que recibió Jesús:

¡Ese impostor!

Jesús nos invita a obrar “conforme a la verdad” (Jn 3,21), porque Dios, el Padre, debe ser adorado “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23-24). Conocer la verdad libera (cfr. Jn 8,32). Jesús se presenta como “un hombre que les dice la verdad”, y por eso intentan matarlo (Jn 8,40). Afirma solemnemente: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6) y promete enviar “el Espíritu de la verdad” (Jn 14,17; 15,26; 16,13). Rezando por sus discípulos, pide al Padre: “Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad” (Jn 17,17), y quiere que sean “consagrados en la verdad” (Jn 17,19).

Incluso algunos adversarios de Jesús reconocen abiertamente su veracidad: “Maestro, sabemos que eres sincero y no tienes en cuenta la condición de las personas, porque no te fijas en la categoría de nadie, sino que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios” (Mc 12,14; cfr. Lc 20,21). También un escriba reconoce esta cualidad: “Has hablado bien, Maestro, y conforme a la verdad” (Mc 12,32).

Sin embargo, después de la crucifixión y la sepultura, los jefes del pueblo tienen el valor de acusar a Jesús de impostura: “Señor, nosotros nos hemos acordado de que ese impostor, cuando aún vivía, dijo: “A los tres días resucitaré” (Mt 27,63). Un impostor es el que “profiere mentiras” (Pr 14,25), y el que profiere mentiras “es un testigo falso” (Pr 14,5), porque engaña. Por eso los fariseos no aceptaron el testimonio de Jesús, considerándolo falso: “Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es verdadero” (Jn 8,13).

Ya durante su ministerio, Jesús fue cuestionado en su veracidad: “Jesús era el comentario de la multitud. Unos opinaban: “Es un hombre de bien”. Otros, en cambio, decían: “No, engaña (plana) al pueblo”” (Jn 7,12). Fue ciertamente uno de los mayores sufrimientos morales de Jesús ser tomado por un impostor, un mentiroso; Él, que es la Verdad y que siempre dijo la verdad: “Yo lo conozco [al Padre] y si dijera: “No lo conozco”, sería, como ustedes, un mentiroso (pseustēs)” (Jn 8,55).


Si no fuera un malhechor…

Los Evangelios muestran a Jesús proclamando el reino de los cielos, realizando curaciones, liberando demonios y, en una palabra, haciendo el bien. Admiradas por la bondad que emanaba de su persona, las multitudes decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,37). Y como Jesús hacía el bien incluso en sábado, le acusaron de violar el mandamiento.

Ya el salmista invitaba a recordar a Dios como benefactor: “Bendice al Señor, alma mía, y nunca olvides sus beneficios” (Sal 103,2), y luego se pregunta: “¿Con qué pagaré al Señor todos el bien que me hizo?” (Sal 116,12). Jesús les hizo ver “muchas obras buenas (kala erga) que vienen del Padre (Jn 10,32) y asoció su obra a la del Padre: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo” (Jn 5,17). Resumiendo la actividad de Jesús, Pedro dice que “pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38).

Así, había que estar cegado por la envidia para no presentar a Jesús como un bienhechor, para decir ante Pilato: “Si no fuera un malhechor (kakon poiōn), no te lo hubiéramos entregado” (Jn 18,30). Y, en efecto, Jesús es ejecutado “con otros dos malhechores (kakourgoi)” (Lc 23,32), cumpliéndose así la profecía de Is 53,12, citada por el propio Jesús: “Porque les aseguro que debe cumplirse en mí esta palabra de la Escritura: Fue contado entre los malhechores (anomōn)” (Lc 22,37).


¡Un glotón y un borracho!

Según los evangelios de Mateo y Lucas, Jesús comenzó su ministerio público con un ayuno de cuarenta días (cfr. Mt 4,2; Lc 4,2). El ayuno era una de las prácticas típicas de la religiosidad judía, y Jesús no lo criticó, sino que sólo instó a evitar su ostentación (cfr. Mt 6,16-18). Sin embargo, no lo convirtió en norma de su comunidad, hasta el punto de suscitar críticas: “¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacen los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos?” (Mc 2,18).

De hecho, Jesús y sus discípulos son presentados a menudo sentados a la mesa con amigos o como invitados (cfr. Mc 2,15; Lc 7,36), hasta el punto de que el Señor se ganó la acusación de ser “un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11,19). Pero, del mismo modo que el médico va donde están los enfermos, Jesús iba donde estaban los pecadores (cfr. Mt 9,12).

Pablo se enfrentó al problema de la carne procedente de sacrificios idolátricos, y lo resolvió dando libertad de conciencia (cfr. 1 Cor 10,25; Rom 14,1-4). En cualquier caso, su postura es clara y refleja la de Jesús: “Después de todo el Reino de Dios no es cuestión de comida o de bebida, sino de justicia, de paz y de gozo en el Espíritu Santo” (Rom 14,17). Por eso, “sea que ustedes coman, sea que beban, o cualquier cosa que hagan, háganlo todo para la gloria de Dios” (1 Cor 10,31).


¡Se ha vuelto loco!

Mientras predicaba en Galilea, Jesús estaba tan inmerso en la multitud que él y sus discípulos “ni siquiera pudieron comer” (Mc 3,20). Entonces los suyos, es decir, los de su clan, quisieron ir a buscarle, “porque decían: “Es un exaltado (exestē)”” (Mc 3,21). Sólo Marcos menciona este detalle, que no es fácil de explicar y que podría traducirse como: “¡Se ha vuelto loco!”. Esto denota que, al menos al principio, Jesús no era seguido por su familia; en efecto, como dice el Cuarto Evangelio, “ni sus propios hermanos creían en él” (Jn 7,5). De esta incomprensión, sin embargo, hay que excluir a su madre, María, a quien encontramos con otros discípulos al pie de la cruz (cfr. Jn 19,25-27).

En un dicho citado por Mateo, llamar a alguien “loco” o “necio” se juzga muy severamente: “el que le diga ‘imbécil’ (rhaka) [a su hermano] será llevado al Sanedrín, y el que lo llame ‘necio’ (mōre) será condenado a la Gehena” (Mt 5,22). En el Evangelio de Juan, un insulto similar es dirigido a Jesús por los judíos, quienes, malinterpretando sus palabras sobre querer “dar la vida” (Jn 10,17-18) como una aspiración al suicidio, dijeron: “Está poseído por un demonio y delira (mainetai)” (Jn 10,20). Delirar o “estar loco” equivalía a estar poseído.


¡Estás poseído por un demonio!

La calumnia más grave que recibió Jesús es, sin duda, la de ser endemoniado. Esto se menciona en los cuatro Evangelios. Según Marcos, la acusación procedía de los escribas, que decían: “Está poseído por Belcebú”, y: “Expulsa los demonios por el poder del Príncipe de los demonios” (Mc 3,22). Esto equivalía a designar al Hijo del Hombre como “Satanás” (cfr. Mc 3,23). Jesús respondió a esta calumnia con una serie de argumentos que mostraban lo absurdo de tal acusación (cfr. Mc 3,24-27) y concluyó con una sentencia solemne –”En verdad les digo”– sobre la blasfemia “contra el Espíritu Santo”, considerada un “pecado irredimible” (Mc 3,28-29). En efecto, ellos decían: “Está poseído por un espíritu impuro” (Mc 3,30). Esta afirmación sobre el “pecado irredimible”, recogida también en Mt 12,31-32 y Lc 12,10 con variaciones, es una de las palabras más duras que pronunció Jesús.

Tal acusación aparece también en el Cuarto Evangelio. La afirmación de la multitud: “Estás poseído por el demonio: ¿quién quiere matarte?” (Jn 7,20), más que un juicio temerario, parece una forma de decir: “¡Estás loco!”. Pero en la dramática confrontación del capítulo 8 la acusación se hace explícita: “¿No tenemos razón al decir que eres un samaritano y que estás endemoniado?” (Jn 8,48). Jesús replica: “Yo no estoy endemoniado, sino que honro a mi Padre, y ustedes me deshonran a mí” (Jn 8,49). A lo que repiten: “Ahora sí estamos seguros de que estás endemoniado” (Jn 8,52).


¡Blasfemó! ¡Subleva al pueblo!

La acusación de blasfemia se dirige por primera vez a Jesús casi en voz baja, en un contexto privado, después de haber perdonado los pecados de un paralítico en su casa: “Unos escribas que estaban sentados allí pensaban en su interior: “¿Qué está diciendo este hombre? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?”” (Mc 2,7; cfr. Mt 9,3). Según la ley judía, la blasfemia era un delito muy grave, que merecía la muerte. Sin embargo, en aquel momento no había consecuencias inmediatas; pero esta acusación, sumada a la de sentarse a la mesa con pecadores (Mc 2,15-17), no practicar el ayuno (Mc 2,18-22), no velar por la observancia del sábado (Mc 2,23-28) y, por último, curar en sábado (Mc 3,1-5), se tradujo, de facto, en una condena tácita a muerte: “Los fariseos salieron y se confabularon con los herodianos para buscar la forma de acabar con él” (Mc 3,6).

Sin embargo, la ocasión de hacer oficial esta condena llegó tras la detención y el juicio de Jesús ante el Sanedrín. A la pregunta del sumo sacerdote: “¿Eres el Mesías, el Hijo de Dios bendito?” (Mc 14,61), Jesús respondió afirmativamente, utilizando un lenguaje apocalíptico (cfr. Mc 14,62). La afirmación de que él mismo se proclama el Mesías investido por Dios como juez escatológico se percibe como una blasfemia. En este punto se desencadena la acusación oficial: “¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia. ¿Qué les parece?”. Y todos sentenciaron que merecía la muerte (Mc 14,63-64; cfr. Mt 26,57-68). A partir de ese momento, Jesús fue tratado como un criminal, objeto de escupitajos y golpes (Mc 14,65; Mt 26,67-68).

Hubo, pues, intención de que Jesús muriera a causa de la blasfemia. La ocasión propicia se produjo tras su detención y condena por el Sanedrín. Sin embargo, los judíos, al no estar autorizados a aplicar la pena de muerte (“A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie”, Jn 18,31), se dirigieron al gobernador Poncio Pilato. Incapaces de presentar el cargo de blasfemia –que no era delito para los romanos-, esgrimieron un motivo político, presentando a Jesús como un peligroso alborotador del pueblo. Es el Evangelio de Lucas el que subraya bien esta acusación: “Hemos encontrado a este hombre incitando a nuestro pueblo a la rebelión, impidiéndole pagar los impuestos al Emperador y pretendiendo ser el rey Mesías” (Lc 23,2). El compromiso se encontró en torno al título de “rey”, título mesiánico para los judíos, título político para Pilato. Al final, Pilato decretó, a su pesar, la pena de muerte de Jesús, pero, al no tener ningún crimen entre manos, la justificó como una usurpación del título de rey (cfr. Jn 19,12-16).


Cuando era insultado, no respondía

Que Jesús recibió una lluvia de insultos, sobre todo en el momento de su pasión, se desprende no sólo de los Evangelios, sino también del resto del Nuevo Testamento. Marcos subraya una serie de insultos que acompañaron a la crucifixión de Jesús: “Los que pasaban lo insultaban (eblasphēmoun) […] De la misma manera, los sumos sacerdotes y los escribas se burlaban (empaizontes) […]. También lo insultaban (ōneidizon) los que habían sido crucificados con él” (Mc 15,29-32; cfr. Mt 27,39-44). Lucas añade también a los soldados a la burla (Lc 23,36). Lo notable es que Jesús nunca respondió a estos insultos, como recuerda la Primera Carta de Pedro: “Cuando era insultado (loidoroumenos), no devolvía el insulto” (1 Pe 2,23).

Jesús predijo el mismo destino a sus discípulos: “Felices ustedes, cuando sean insultados” (oneidisōsin)” (Mt 5,11). Lucas aumenta la dosis: “Felices ustedes, cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten (oneidisōsin) y los proscriban, considerándolos infames (ponēron) a causa del Hijo del hombre” (Lc 6,22). Y de esta bienaventuranza se hace eco Pedro: “Felices si son ultrajados (oneidizesthe) por el nombre de Cristo” (1 Pe 4,14).


Conclusión

La espiritualidad cristiana, especialmente la medieval, se ha detenido mucho en estos “insultos” recibidos por Cristo, haciéndolos objeto de meditación, en el contexto de la imitatio Christi. Así, muchos autores, acogiendo la invitación de la Carta a los Hebreos, mantuvieron la mirada fija en Jesús, el cual, “en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia” (Hb 12,2).

Al comienzo de la era moderna, San Ignacio de Loyola se presentaba como heredero de esta espiritualidad: “Para imitar y asemejarme más a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobrios con Cristo lleno dellos que honores, y desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo (Ejercicios Espirituales, n. 167). Es significativa la insistencia con que Ignacio vuelve sobre este tema: “quiero y deseo y es mi determinación deliberada […] imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio” (ibid., n. 98).

Nota: Esta publicación es un extracto del artículo original, que además demuestra (con otros pasajes del Nuevo Testamento) cómo sus primeros discípulos le imitaron en ese “rebajamiento de sí mismo” que hace Jesús.

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Fuentes

La Civiltà Cattolica / Pintura: Jesús camino del Calvario (1463) de Jaume Huguet

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