Lescano: “Una generación sin porno se va a dedicar más al deporte y al estudio”

El congresista de Acción Popular explicó a RPP Web todo sobre el proyecto de Ley para suspender el contenido pornográfico en internet.

De aprobarse este Proyecto de Ley solo forjará futuros expertos en ingeniería de sistemas, hackers y crackers improvisados en el Perú.

De aprobarse este Proyecto de Ley solo forjará futuros expertos en ingeniería de sistemas, hackers y crackers improvisados en el Perú.

Del Congreso de la República depende el destino de las páginas pornográficas en el Perú. El proyecto de Ley que presentó el legislador Yonhy Lescano (Acción Popular) busca limitar el contenido para adultos en las páginas para que ni chicos ni adultos puedan tener acceso a él

Aunque todavía no ha pasado a las comisiones congresales para que sea evaluado y votado, la iniciativa ya ha generado reacciones diversas en Facebook y Twitter. Que es decisión de cada uno, que corta las libertades. Los argumentos en contra son diversos. Lescano conversó con RPP Web sobre su proyecto y explicó el motivo que lo llevó a presentarlo.

“Una generación sin pornografía se va a dedicar más al deporte y al estudio. La pornografía produce adicción y distorsiona la conducta sexual de las personas, están estimulados (por lo que ven) y así van a violar a niños o mujeres”, dijo el legislador.

Los antecedentes. Tomó como ejemplo los casos de Corea del Sur y el Reino Unido. En el primer país, la restricción a este tipo de páginas es total, incluso Lescano comentó que en una visita pudo comprobar que esto se cumple estrictamente. Intentó ingresar a una de estas páginas y no tuvo éxito. “El sistema funciona muy bien allá”, dice.

En el segundo país las restricciones son parciales. Sin embargo el Congreso ha cerrado cada vez más el cerco a la industria en tema de contenidos y de inscripciones. Estos son los principales ejemplos del acciopopulista para crear el proyecto en el Perú.

“En otros países pasa, donde se ha impulsado la educación hay un mejor nivel educativo. Se ha prohibído estas páginas para evitar delitos sexuales y se ha conseguido, en Corea del Sur por ejemplo. Pensamos que esto es importante para evitar delitos sexuales”, dice.

Presentó el proyecto que creó con el apoyo de sus colegas de bancada que están de acuerdo con la medida. Sobre las voces críticas que aluden a una distorsión en las libertades, el legislador responde tajantemente: “La libertad debemos canalizarla adecuadamente. (El porno) La distorsiona, tiene más efectos negativos. ¿Qué cosa que tenga que ver con el interés público tiene la pornografía?, ¿Qué libertad se corta?, absolutamente nada”, comenta con voz enérgica.

¿Recorte de libertades?

No hay comparación entre la internet y el contenido televisivo, al menos en este caso para Lescano. “La pornografía es pornografía, no se puede comparar con los contenidos televisivos. En otros países los chicos tienen primer nivel porque no los envenenan con estos contenidos. Somos muy permisivos en aras de la llamada libertad, yo creo que es una distorsión de la libertad”.

Ahora la pelota rodará en el campo de las comisiones de Educación y Transporte, donde será probablemente discutido este proyecto, informó a RPP Web el congresista. Si es aprobado, irá al Pleno donde deberá ser refrendado por la mayoría. Entonces la realidad de un país sin pornografía sería realidad.

El siguiente paso sería ordenar a las empresas de comunicaciones a que bloqueen los contenidos. Y luego, la reglamentación para que los infractores cumplan una pena y para que no se le saque la vuelta a la ley. “Las empresas tienen que cumplir las medidas. Veo como padre y político que esto (el contenido porno) no nos trae nada bueno, hay que preguntarle a los papás y las mamás si están de acuerdo”, aseguró.

El congresista sabe que se acercan días de intenso debate, el mismo que ya empezó en las redes y que continuará por varios días más.

En: rpp

Proyecto de Ley aquí: PL-00825-2016-1221

Proyecto de Ley en página del Congreso de la República del Perú

¿Cómo funciona el sistema de castas en la India?

El conflicto entre la casta Jat y las autoridades ha provocado una decena de muertos en los últimos días. ¿Cómo funciona este sistema de jerarquía social?

El sistema de castas de la India divide a la sociedad del país en grupos jerárquicos. Muchos sociólogos coinciden en señalar que es prácticamente imposible definir este sistema de castas debido a su complejidad.

Esencialmente su origen es histórico religioso y está influenciado por el desarrollo social y económico de los tiempos coloniales. La palabra “casta” proviene del portugués casta que significa “raza, linaje, estirpe”. La desigualdad determinada por la clase social o el nacimiento sigue existiendo en la India.

Los dos conceptos de castas

Existe la opinión de que la sociedad india está dividida en castas por clases sociales (desde la antigua sociedad védica, conocida como Varna) o por nacimiento (normalmente por ocupaciones o profesiones hereditarias, referidas como Jat). Las castas por nacimiento u ocupación normalmente también están vinculadas a las clases sociales.

La castas actuales son el resultado de cambios sociales que comenzaron en la segunda mitad de siglo XIX y que fueron reforzadas por la colonización británica que al principio asociaban ciertas tareas de la administración colonial a ciertas clases sociales.

El sistema de castas Varna

La palabra Varna significa color. El sistema está basado en la literatura hindú y clasifica a los indios en cuatro clases principales originarias de la sociedad védica india.

  • religiosos o profesores (Brahmins),
  • gobernantes o guerreros (Kshatriyas),
  • artesanos o mercaderes (Vaishyas)
  • y trabajadores o sirvientes (Shudras).

Aquellos que no se pueden clasificar en ninguna categoría son los intocables (Dalit). En algunas lenguas se les llama también “parias” que en tamil significa tamborilero pero ellos detestan este nombre porque tiene connotaciones negativas.

Las tres castas superiores se inician al final de la pubertad y esta acción es considerada como un segundo nacimiento. Los Shudras no tienen iniciación, solo nacen una vez.

El sistema de castas Jat

Algunos sociólogos consideran que la diversificación del trabajo lleva a crear otras castas menores, Jat dentro del grupo de Varna. La palabra “Jat” significa nacimiento. Hay miles de “jats” o comunidades basadas en los derechos de nacimiento u ocupación. Estas castas son más fáciles de remontar ahora aunque las estrictas medidas como las restricciones maritales de la India medieval son difícil de dejar atrás.

Estos grupos ascienden y descienden en la escala social, los viejos jat mueren y los nuevos se forman. En la época de la pre-independencia los pobres podían avanzar solo remontando Jätis, nunca Varnas.

Cuál es el efecto del sistema de castas?

El sistema de castas gobierna la internacción entre los miembros de una sociedad, especialmente desde las diferentes posiciones en la jerarquía. Las restricciones incluyen:

  • conexiones sociales de las castas más elevadas que viven en el centro, clases más bajas que viven en la periferia.
  • los grupos jerárquicos más prósperos explotan a los grupos inferiores en la escala.

India debe hacer frente a un resurgimiento de la violencia relacionada con las castas, según un informe de Naciones Unidas de 2005. se han producido mñas de 31.000 actos violentos contra los Dalits en 1996.

Cómo gestiona la India actualmente este sistema de castas?

  • la constitución del país declara ilegal la discriminación contra las castas inferiores.
  • con la independencia india se implementaron varias políticas estatales para hacer frente a las barreras de las castas y mejorar la movilidad social.
  • estas políticas incluyen la discriminación positiva como las cuotas en el gobierno, el empleo y la educación para miembros de las castas inferiores.
  • para aplicar apropiadamente estas políticas los gobiernos locales han clasificado miles de comunidades y castas.
  • las castas inferiores tienen el estatus de las llamadas Castas Registradas (del inglés Scheduled Caste (SC)

tribus registradas Scheduled Tribe (ST), una más alto pero también pobre es la Other Backward Classes (OBC) (otras clases “inferiores”).

  • en este sistema cuanto más inferior se está en el status social más beneficios se pueden obtener así que curiosamente las castas luchan por preservar o conseguir la clasificación más baja posible.

In: euronews 

How an Outsider President Killed a Party

The Whigs chose power over principles when they nominated Zachary Taylor in 1848. The party never recovered.

By Gil Troy – June 02, 2016

It was summer, and a major U.S. political party had just chosen an inexperienced, unqualified, loutish, wealthy outsider with ambiguous party loyalties to be its presidential nominee. Some party luminaries thought he would help them win the general election. But many of the faithful were furious and mystified: How could their party compromise its ideals to such a degree?

Sound like 2016? This happened a century and a half ago.

Many have called Donald Trump’s unexpected takeover of a major political party unprecedented; but it’s not. A similar scenario unfolded in 1848, when General Zachary Taylor, a roughhewn career soldier who had never even voted in a presidential election, conquered the Whig Party.

A look back at what happened that year is eye-opening—and offers warnings for those on both sides of the aisle. Democrats quick to dismiss Trump should beware: Taylor parlayed his outsider appeal to defeat Lewis Cass, an experienced former Cabinet secretary and senator. But Republicans should beware, too: Taylor is often ranked as one of the worst presidents in U.S. history—and, more seriously, the Whig Party never recovered from his victory. In fact, just a few years after Taylor was elected under the Whig banner, the party dissolved—undermined by the divisions that caused Taylor’s nomination in the first place, and also by the loss of faith that followed it.

***

Zachary_Taylor

Born in 1784 into a prominent Southern slaveholding family, Taylor was commissioned as an army officer at age 23. He first distinguished himself as a captain in the War of 1812 and gained even greater fame in the Second Seminole War, for which he earned the nickname “Old Rough and Ready” by bravely crossing a treacherous swamp with his men during the Battle of Okeechobee. The moniker suited this stocky, stern, undisciplined slob, who shared his men’s battlefield hardships and rarely dressed in military finery. With his signature straw hat, “he looks more like an old farmer going to market with eggs to sell,” one officer muttered.

It wasn’t until the Mexican-American War that Taylor, by then a major general, became a beloved national hero. Just days before Congress officially declared war on Mexico in May 1846, Taylor led U.S. troops to two victories over much larger Mexican forces at Palo Alto and Resaca de la Palma. And in February 1847, Taylor’s force defeated Mexican troops despite being outnumbered 3 or 4 to 1 at the Battle of Buena Vista. After the victory, Taylor was toasted from Maine to Georgia. Americans sang, “Zachary Taylor was a brave old feller, Brigadier General, A, Number One/ He fought twenty thousand Mexicanoes;/ Four thousand he killed, the rest they ‘cut and run.’”

Members of both major political parties at the time—the Democrats and the Whigs—started holding public celebrations lauding Taylor with elaborate toasts to George Washington, the republic and their new hero. They often culminated with formal resolutions amid loud “huzzahs” endorsing Taylor’s nomination for president in 1848. As the booze-fueled, red, white and blue political excitement grew, one Kentuckian exclaimed, shortly after Taylor’s Buena Vista victory, “I tell ye, General Taylor is going to be elected by spontaneous combustion.”

As an active soldier, Taylor demurred at first. All his life, Taylor had proudly refused to enroll in a political party, boasting that he never voted. As late as 1846, Taylor insisted the idea of becoming president “never entered my head … nor is it likely to enter the head of any sane person.” His wife was ill and he felt unqualified. And he preferred to tend to his vast landholdings and slaveholdings in Kentucky, Louisiana and Mississippi—an inherited fortune augmented thanks to goodies showered on him after his war victories that made him one of the wealthiest Americans of his day.

Eventually, however, the political fervor swept up Taylor, too. In various letters that were quickly (and intentionally) publicized by the recipients, Taylor began explaining how “a sense of duty to the country” forced him to overcome his “repugnance” and permit people to advance his name. He might defer to the “spontaneous move of the people” but “without pledges” to stay true to any specific platform plank. He would only accept a nomination to be “president of the nation and not of a party.” A genuine nationalist who recognized how much Americans disliked professional politicians, Taylor placed himself above the “trading politicians … on both sides.”

Despite all this talk of staying away from one party or another, Taylor began inching toward the Whig Party, and the Whigs inched closer to him. At first glance, a general seemed to be a strange choice for the Whigs. Founded in the 1830s as a strained coalition of Southern states’ rights conservatives and Northern industrialists united mostly by disgust at Andrew Jackson’s expansion of presidential power, the Whig Party considered the war a disastrous result of presidential overreach. In fact, the popular backlash they stirred against Democratic President James K. Polk was so great that the Whigs seized control of Congress during the 1846 midterm election. But once America’s victory over Mexico triggered such enthusiasm, some Whigs calculated that running an extremely popular war hero like Taylor would prove to voters that the Whigs were patriotic, despite their anti-war stance.

Taylor also appealed to the Whigs’ founding fear of presidential power. In the letters he wrote, he invoked Whig doctrine, justifying a passive president who deferred to the people and the Congress.

And then, there was the slavery issue: Taylor’s ambiguous status as a slaveholder who dodged questions about the escalating slavery debate seemed to be a clever choice for a party increasingly divided over the South’s mass enslavement of blacks. The territory the U.S. acquired during the Mexican-American War only escalated the feud, sparking a major political debate over whether slavery would be allowed in the new territories. Both parties (each awkwardly uniting Northerners who disliked slavery with Southern slaveholders) had reason to seek safe candidates that year.

Still, many Whig loyalists mistrusted Taylor. He was crude, nonpartisan, unpresidential. Ohio Senator Thomas Corwin wondered how “sleeping 40 years in the woods and cultivating moss on the calves of his legs” qualified Taylor for the presidency. The great senator and former Secretary of State Daniel Webster called Taylor “an illiterate frontier colonel who hasn’t voted for 40 years.” Webster was so contemptuous he refused backroom deals to become Taylor’s running mate (unknowingly missing a chance to become president when Taylor died during his first term). Indeed, the biographer Holman Hamilton would pronounce Taylor “one of the strangest presidential candidates in all our annals … the first serious White House contender in history without the slightest experience in any sort of civil government.”

By the spring of 1848, now hungering for the nomination, Taylor tried mollifying these partisans. He professed his party loyalty in a ghostwritten letter that his brother-in-law John Allison knew to leak to the public. Still wary of making “pledges,” and boasting of his ignorance of political “details,” Taylor declared, “I am a Whig, but not an ultra Whig” in his first “Allison Letter” of April 22, 1848.

Taylor’s dithering annoyed the legendary ultra-Whig Henry Clay, who had lost a heartbreaking contest in 1844 to Polk and expected the 1848 nomination. “I wish I could slay a Mexican,” Clay grumbled, mocking celebrity soldiers not Hispanics. “The Whig party has been overthrown by a mere personal party,” he complained in June, vowing not to campaign if the party nominated this outsider. “Can I say that in [Taylor’s] hands Whig measures will be safe and secure, when he refused to pledge himself to their support?”

With Polk respecting his promise to serve only one term, at their convention in May the divided Democrats settled on General Lewis Cass, a former congressman, secretary of war and senator. The lumbering Michigander was considered a “doughface,” too malleable, a Northern man with Southern principles. His support for “popular sovereignty,” letting each new territory decide for itself on whether it would permit slavery, pleased the Democratic Party’s pro-slavery majority but infuriated abolitionists.

That June, during their convention at the Chinese Museum Building in Philadelphia the Whigs were torn over Taylor. On the first ballot, Taylor won 76 percent of the Southern vote, but 85 percent of the Northern delegates opposed him. A rival Mexican War hero, the Virginia-born General Winfield Scott, appealed to antislavery Whigs who hated Clay and Taylor because they were both slaveholders. On the fourth ballot, Taylor secured the nomination, beating Clay, Scott and Webster.

Taylor claimed he won on his own nonpartisan terms, without any promises. This victory signaled “confidence in my honesty, truthfulness and integrity never surpassed and rarely equaled [since George Washington],” Taylor boasted, 98 years before the originator of Trump-speak was born.

But the sectional animosity this outsider stirred was discouraging, especially since he was supposed to be capable of uniting the party and the nation. In the end, 62 percent of Taylor’s votes still came from Southern Whigs, who calculated that Taylor’s nomination would kill the abolitionist movement: “The political advantages which have been secured by Taylor’s nomination, are impossible to overestimate,” cheered one Southerner.

The nomination left many other Whigs dissatisfied. Even though the convention nominated the loyalist Millard Fillmore as vice president, many lamented that Taylor’s popularity had trumped party loyalty and principles. The party had not even drafted a platform for this undefined, unqualified leader. Horace Greeley of the New York Tribune pronounced the convention “a slaughterhouse of Whig principles.” The Jonesborough Whig did not know “which most to dispise, thevanity and insolence of Gen. Taylor, or the creeping servility of the Whig Convention that nominated him.

Resisting pressure to run as an independent, but refusing to stump for Taylor, Henry Clay exclaimed, “I fear that the Whig party is dissolved and that no longer are there Whig principles to excite zeal and simulate exertion.” A New York Whig, claiming the convention “committed the double crime of suicide and paricide,” mourned, “The Whig party as such is dead. The very name will be abandoned, should Taylor be elected, for ‘the Taylor party.’”

And the party did indeed begin to dissolve. Almost immediately after the nomination, the self-proclaimed “Conscience Whigs” (anti-slavery Whigs) bolted, refusing to support a slaveholding candidate. Joining various other anti-slavery factions, including those that defected from the Democratic Party, the rebels formed The Free Soil Party and nominated former President Martin Van Buren.

Heading into the general election campaign, things didn’t look so good for Taylor. He started writing more and more letters crowing about his independence, disdaining party discipline, even saying he would have accepted the Democratic Party’s nomination too in his quest to be “president of the whole people.” His vanity and recklessness further dampened Whig enthusiasm.

But Fillmore’s desperate pleas to mollify alienated Whigs compelled Taylor to release a “Second Allison Letter” on September 4. In this missive, Taylor insisted he was following “good Whig doctrine” by saying “I would not be a partisan president and hence should not be a party candidate.” Taylor again hid behind his Army service, saying a soldier had to be nonpartisan, but also insisting everyone knew of his Whig inclinations. The letter “is precisely what we wanted,” Fillmore rejoiced. More important than Taylor’s words, the timing gave some Whigs an excuse to declare themselves satisfied. Even the New York Tribune’s Greeley eventually endorsed Taylor.

Meanwhile, in critical states like Ohio, Whig bosses and officeholders stressed “state matters” to stir local loyalties. And when it came to the divisive slavery issue, what the Democrats called the Whigs’ “two-faced” campaign worked: The Whigs in the South insisted that no slaveholder would abandon slavery, as Northern Whigs whispered that the passive Taylor would never veto a bill banning slavery in the new territories if it passed.

Blessed by an even more unpopular Democratic opponent whose party suffered more from the antislavery defections than the Whigs did, Taylor won—barely. He attracted only 47 percent of the popular vote, merely 60,000 more popular votes than Clay had in 1844, despite a population increase of 2 million. Turnout dropped from 78.9 percent in 1844 to 72.7 percent in 1848, reflecting public disgust with both candidates. Cass won 43 percent of the vote, and Van Buren won 10 percent. Taylor’s Electoral College margin of 36 was the slimmest in more than two decades. As hacks said the results “vindicated the wisdom of General Taylor’s nomination,” purists mourned the triumph of Taylor but not “our principles.” Greeley said losing in 1844 with a statesman like Clay strengthened Whig convictions: The 1848 election “demoralized” Whigs and undermined “the masses’” faith in the party. Greeley mourned this Pyrrhic victory: Whigs were “at once triumphant and undone.”

Greeley turned out to be right. Taylor was the last Whig president. His nomination had attempted to paper over the sectional tensions that would kill the party, but ultimately exacerbated them. Running a war hero mocked the Whig’s anti-war stand just as running a slaveholder failed to calm the divisive slavery issue. And, as a nonpartisan outsider, Taylor proved particularly unsuited to manage these internal party battles once elected.

Most dispiriting, Taylor, who made no pledges and had no principles, gave rank-and-file Whig voters nothing to champion, while alienating many of the most committed loyalists. In The Rise and Fall of the American Whig Party, the historian Michael Holt notes that Taylor’s victory triggered an “internal struggle for the soul of the Whig party”: was it more committed to seizing power or upholding principle? Underlying that debate was also a deeper question, still pressing today, about the role of fame, popularity, celebrity, in presidential campaigning—and American political leadership.

Unfortunately for the wobbling Whigs, Southerners then felt betrayed when Taylor took a nationalist approach brokering what became the Compromise of 1850. As a result, Holt writes, “Within a year of Taylor’s victory, hopes raised by Whigs’ performance in 1848 would be dashed. Within four years, they would be routed by” the Democrats. “Within eight, the Whig party would totally disappear as a functioning political organization.”

Neither destiny nor sorcery, history offers warning signs to avoid and points of light for inspiration. America’s modern two-party system is remarkably resilient. Republicans have recently enjoyed a surge in gubernatorial, congressional and state legislative wins. Still, Trump and the Republicans might want to study 1848 to see the damage even a winning insurgent can both signal and cause. And many Republicans might want to consider what is worse: the institutional problems mass defections by “Conscience Republicans” could bring about—or the moral ruin that could come from the ones who stay behind, choosing to pursue party power over principles.

Gil Troy is Professor of History at McGill University and the author of eleven books, including, most recently, The Age of Clinton: America in the 1990s. Earlier books include See How They Ran: The Changing Role of Presidential Candidates and the updated classic, History of American Presidential Elections. Follow Gil on Twitter @GilTroy.

In: politico.com

Ver:

La Tunera y la Naranjera al otro lado de la Frontera

Ir a comprar los domingos era una experiencia total. No era como la típica visita a un gigantesco Mall o un hipermercado de capitales chilenos. Mas bien íbamos a otras tierras, y literalmente cruzábamos la línea para estar del otro lado.

Bajar del bus tomando una deliciosa Simba helada sabor piña y caminar unos metros de vía fangosa con hoyos de aguas estancadas era el preámbulo de la aventura. Frente a nosotros estaba erigido un puente internacional, y debajo de este, unas aguas verdes que reposaban inmóviles por años bajo el calor ecuatorial.

Ese puente se había cerrado varias veces, la última allá por 1995, separando dos tierras, dos culturas, dos formas de ver la vida iguales y distintas a la vez. Estabamos pues, con un pie en Perú y otro en Ecuador, la frontera no natural.

El lado peruano se caracterizaba  por sus puestitos de venta de tres por dos metros cuadrados, construidos, a lo mucho, con madera o caña brava y techitos de plástico azul o calamina. En ellos, algunos lugareños expendían asas de olla, implementos para bicicletas (cadenas, timbres y manubrios), ropa medio monse (que, no lo niego, una vez compré) así como otros artículos sin importancia; inclusive se ofrecían servicios de limpia y curanderismo, ejercidos por el principal chamán y gran maestro amarrapies Charuma Lumazán. La parte peruana era, en resumen, un terreno pobremente pavimentado, simple y desértico con caminos de tierra sucios con huecos llenos de agua sucia y adornados con algarrobos, matas y arbustos secos aleatoriamente.

El cielo estaba despejado y se podía apreciar ese color celeste tropical sobre un agrietado suelo que clamaba a gritos por la llegada de las lluvias de verano. La vista me recordaba que el ser humano podía adaptarse a todo clima y toda condición.

Al lado izquierdo de la carretera Panamericana (mirando hacia el norte), mucho más allá de donde se asentaban estos precarios puestos que describí, se puede constatar la existencia de algunas arroceras, playas vírgenes y manglares paradisíacos.

“Vendedora de frutas”. Un retazo de la Lima que conoció Juan de Arona. Acuarela del Pintor mulato Pancho Fierro (1807 – 1879). Ilustración tomada del portal Amerique Latine.com (Francia). Comparen esto contra un edificio de estilo Gamarra en Huaquillas.

Por otro lado, la parte ecuatoriana, en vergonzosa comparación con el lado peruano, era la demostración concreta de que las fronteras vivas eran una política limítrofe que el gobierno en Quito se tomaba muy en serio. Las altas edificaciones que se asentaban en Huaquillas demostraban altura, concreción, fuerza, madurez y, obvio, mayor desarrollo. Inclusive llegué a sentir que me sentía del lado equivocado del mapa. Sin embargo, al probar la comida del lugar: pinchos con hot dogs anaranjados, cebiche caliente con ketchup y hartas frituras con carne de dudosa procedencia con un salado que te mataba la lengua, quería retornar corriendo a un rico restaurante de mi precario pero variado país.

Huaquillas: Tiene de todo y a gusto del cliente: gas, zapatillas, relojes, todo tipo de ropa, radios, televisores de última generación, medicinas, instrumentos musicales, botes, SUV’s, mototaxis, artículos de cocina, armas, motocicletas, golosinas, comida, etc. Todo se podía encontrar ahí y a un precio más bajo que en mi querido Perú. El amor por mi país yo lo podría traducir en una relación masoquista que, sin embargo, tenía que valorar como si fuera lo máximo y lo último de este mundo a pesar de sus falencias y atrasos: Perú, era el lugar donde yo nací.

Una linda chica de ojos verdes, muy blanca y de cabello castaño nos ofrecía tunas y “bananos”. Yo le quería hablar pero ella solo se dirigía a mi madre. Llevaba poca ropa puesta debido al intenso calor. Ella hablaba y caminada totalmente despreocupada frente a la mirada intrusiva de todos aquellos hombres que pasaban por ahí dos, tres, o cuatro veces bajo la excusa de haberse “olvidado de comprar algo por ahí”.

La tropical vendedora le decía a mi progenitora, sin pelos en la lengua, lo guapo que yo le parecía (todo por vender). Ella vestía un perturbador short blanco con los pantylines a la vista, y un diminuto y revelador polo de tiras color amarillo con los que se podía ver más allá de lo evidente. Su sinuosa figura se protegía de los rayos del sol bajo la protección de una fresca sombrilla de tonos naranjas. Su preciosa sonrisa y alineados dientes conjugaban perfectamente con aquellas cejas de color castaño que se arqueaban al soltar alguna frasecita con tono pícaro.

– “Suegra, cómpreme unas tunitas pues”– le decía ella con un dejo muy parecido al de las peruanas de la sierra de Cajamarca.
– “A cuánto está el kilo” – le preguntaba mi madre sonriendo.
– “La libra se la dejo a 2 soles (en ese tiempo soles y sucres convivían), ¿que dices suegrita?” – yo estaba sonriente por su sonrisa.
– “Dame 3 libras” – decía mi madre, sin la más mínima idea de lo que le iban a pesar pues para ella era lo mismo que kilos.
– “Gracias suegrita” dijo ella con una media sonrisa tal vez de satisfacción por una buena venta y la otra tal vez por no poder hacer realidad lo de “la suegrita”.
– “Chau, esta guapo su hijo suegrita!” – una guiñada de ojos mas su sonrisa y un arqueo de cejas, y mi mente volaba: linda, Ecuador, hijos, países, guerra, campo, vacas, calor, ropa pequeña, ropa chiquita, nada de ropa, más calor, hermanos, padres, vida, pan, comida, ceviche, ketchup, comercio, caliente, calor y más calor. Mi mente volaba de pensar en una vida con una chica así. Bah! Lo que hace el calor!.

Caminando unas cuadras más allá, encontré a la chica de las naranjas que podía reconocer a los peruanos:

– “Hola amiguito, llévese estas naranjas para Perú”.

La naranjera supo reconocerme, me sonreía muy coqueta. Yo le devolvía el gesto tímidamente (obvio, 15 años e influenciado por el estupido cine de Hollywood que inculcaba la timidez e inseguridad en los púberes. Maldito Soft Power). Me hubiera gustado dirigirme hacia ella, saludarla, presentarme, decirle mi nombre, preguntarle dónde vivía y que me gustaría salir con ella algún día más adelante.

Bueno, yo caminaba por ahí mientras mi madre preguntaba en una tienda de más allá por golosinas en combos “dos por uno” que venían en unos recipientes gigantes que contenían muchas bolitas de chocolate envueltas en papel aluminio asemejando una pelota de fútbol. Mi misión asignada era encontrar unas cajas metálicas con cremosas galletas surtidas marca “el pelado”. Yo ya me había ofrecido a conseguirlas en caso ella no pudiera, sin embargo, me quedé ahí atollado, adormecido, atontado.

La naranjera me seguía con la mirada. Sonreía. Era muy guapa: cabello lacio de color negro, rostro fino, piel cobriza, cuerpo atlético. Un tank de tiras amarillo y su transparente lycra roja dejaban poco para la imaginación de quienes pasaban por ahí, un detalle era que no llevaba puesto brassiere. Sus pezones “asaltaban” nuestras miradas (“hands up!”, right?). El otro detalle, ella llevaba una tanga con encajes marcándose lo …. en fin, se dejaba notar todo, no se si a propósito para jalar clientes o candidamente, tal vez lo primero.

Me sorprendí porque era la primera vez que veía una chica como ella, con esas facciones, vestida así, y que me sonreía de esa manera. De cuerpo se parecía mucho a una actríz de apellido Sage. De rostro era igualita a Roselyn Sánchez.

Ella, parada sobre un cerro de vitamina C, se volteaba provocadora, llevando y trayendo limones y recogiendo algunas naranjas de aquí para allá, de allá para acá. Su silueta roja bajo la sombra de un toldo rojo contrastaba entre el anaranjado y el verde de algunos cítricos a la luz de un sol implacable y cuyos reflejos la iluminaban mágicamente desde abajo. Simplemente mágico.

Contemplarla era como estar frente a un altar hindú lleno de colores: la diosa de los cítricos sosteniendo naranjas y limones en cada mano. No le hablé nunca, sólo le contesté la sonrisa. Toc, toc!..Ya eran las 4:00 p.m., hora de retornar.

Naranjas: una mezcla entre Roselyn Sanchez con actitud de Adriana Sage

Ya en el bus de retorno, cuyo techo estaría cargado con 20 o 30 balones de gas informalmente recargados, me senté al lado de la ventana. Conforme el bus avanzaba, yo miraba el desértico llano lleno de algarrobos, arbustos y pastos secos. Pensé en aquéllas chicas que tuve la suerte de conocer y admirar ese día. Pensaba y la fluidez de mi mente se diluía en un sueño al ritmo de una puesta de sol de tonos anaranjado y rojo. Naranjas, no compré ninguna ese día.

Si fuera mayor probablemente hubiera hecho muchas cosas más. Probablemente le hubiera caído a la naranjera y después hubiera sido atacado por algún novio o marido celoso y luego tirado abajo del puente de Aguas Verdes casi moribundo por ser tan atrevido. Mi idea era no hacer tonterías en esas tempranas épocas de mi vida, ya habrá tiempo me decía a mi mismo. Como dicen por allá: “tenía los huevos chiquitos” y aún no conocía las vicisitudes de lo que era tener una enamorada de verdad o “de pasada” si fuera el caso de la tunera y la narajera al otro lado de la frontera.

 

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