¿Cómo surgió la “capacidad religiosa” en el hombre?

7:00 p.m. | 4 may 23 (LCC).- En los últimos años se ha dado un notable incremento de preguntas en los ámbitos de la biociencia y la neurociencia, y una que se perfila interesante es la cuestión de cuándo y cómo surgió la “capacidad religiosa” en la evolución de los homínidos. El libro The Emergence of Religion in Human Evolution (2019) -de la bióloga Margaret Boone y el astrónomo jesuita del Observatorio Vaticano Christopher Corbally– intenta dar algunas respuestas sobre ello. Un artículo en La Civiltà Cattolica reseña la publicación, sin entrar en detalles complicados, para explicar el estado actual de ese tema de estudio.

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El libro The Emergence of Religion in Human Evolution, publicado en diciembre de 2019, es fruto de la colaboración entre Margaret Boone Rappaport, bióloga y antropóloga cultural estadounidense especializada en la evolución cognitiva humana, y Christopher J. Corbally, astrónomo y sacerdote jesuita británico, miembro del equipo de investigación del Observatorio Vaticano en Castel Gandolfo, cerca de Roma.


La capacidad religiosa del Homo sapiens

Los dos primeros capítulos del libro nos sumergen en estas nuevas investigaciones y nos muestran los diferentes cambios de paradigma, especialmente en lo que se refiere a la evolución de los homínidos, el genoma y el funcionamiento del cerebro. Es bastante natural que, entre las distintas líneas genéticas de homínidos, el estudio tienda a centrarse en nuestra especie, el Homo sapiens, tal y como ha evolucionado y sigue evolucionando. Según los autores, puede demostrarse que la “capacidad religiosa” del Homo sapiens es una característica neurocognitiva muy desarrollada. Parece basarse en un sólido fundamento evolutivo, y por tanto genético, y parece rastreable únicamente en el Homo sapiens.

El Homo erectus no parece haber tenido “capacidad religiosa”. Esta diferencia entre el Homo erectus y el Homo sapiens lleva a los autores a preguntarse por el vínculo entre ambos, ya que mucho de lo que podemos descubrir en el primero resultó ser crucial para que el segundo pudiera expresar por primera vez una “capacidad religiosa”. Con el Homo erectus, los humanos abandonaron definitivamente su vida en los árboles y se trasladaron a las sabanas, en grupos de unos 100 individuos.

Los autores sostienen que fue precisamente en estos grupos de cazadores –recordemos que el Homo erectus era originalmente carnívoro– donde se produjeron importantes evoluciones: el nacimiento de un lenguaje primordial, la capacidad de dominar y utilizar el fuego (hace alrededor de 1,5/1 millón de años), la capacidad de fabricar herramientas. Entre estas nuevas capacidades destaca también la moral. Y dada la importancia de esta última en el desarrollo de una capacidad religiosa posterior, los dos científicos se detienen largamente a describirla y analizarla.

Sobre todo, la paleoneurología demuestra la presencia de una capacidad para cuestionar y poder dar explicaciones a fenómenos y acontecimientos. Esta facultad cognitiva, junto con un lenguaje primordial –posible gracias a la anatomía de la laringe del Homo erectus-, son necesarias para que exista un ser capaz de actuar moralmente.


“Capacidad moral” y “capacidad religiosa”

En el libro se aclara que la “capacidad moral” es diferente de la “capacidad religiosa”. Ambas capacidades entran dentro de las características neurocognitivas. Pero la “capacidad religiosa” requiere un mayor desarrollo, incluida la presencia del gen FOXP2 (presente en el Homo sapiens), que es responsable de la forma lingüística que nos caracteriza. Aún queda mucho por investigar en esta dirección; lo que no implica que vayamos a encontrar algo así como el “gen de Dios”. La “capacidad religiosa” puede ser una característica neurocognitiva basada en el genoma, pero, como característica, es el resultado de la suma de varias cualidades neurocognitivas muy antiguas. En el caso del Homo sapiens, se trata de rasgos más recientes, que cooperan en un nuevo entorno y crean nuevas posibilidades.

Los dos estudiosos son conscientes de que la cuestión de la base biológica del fenómeno de la religión, o “capacidad religiosa”, puede sorprender a muchos teólogos profesionales o a cualquier individuo que considere que la religión es importante para él o para la comunidad a la que pertenece; pero para un biólogo experimentado no resulta extraña. Para él, toda actividad del ser humano, incluso su pensamiento y su acción, no es sólo una expresión cultural, sino también una característica biológica.

Algo en nuestro cerebro nos permite comportarnos religiosamente, pensar religiosamente, tener una experiencia religiosa, reconocer otras tradiciones como expresión religiosa, aunque sean muy diferentes de nuestra propia tradición. Y todo ello aunque el observador no sea creyente. Además, los dos autores señalan que no todos los individuos de nuestra especie poseen “capacidad religiosa”, del mismo modo que hoy en día hay personas que carecen de “capacidad moral”.

Basándose en los datos ya adquiridos, los autores formulan esta afirmación: “La tesis central de este libro afirma que el cerebro y las capacidades neuronales que permitieron un nicho económico y sociocognitivo a los primeros Homo sapiens son los mismos órganos y capacidades que permitieron la aparición del “pensamiento religioso” y sus acciones”.


La experiencia religiosa y la herencia genética

Los autores saben que su libro es el primero de una serie de futuros estudios en este campo de investigación. Este campo de investigación puede influir en nuestra concepción del hombre y puede conducir a una nueva visión del fenómeno de la religiosidad –en el cristianismo y fuera de él– con repercusiones en la autocomprensión religiosa del hombre, es decir, en la antropología y, por tanto, también en la teología.

Ambos científicos son conscientes de este reto, pero recuerdan a los lectores que el libro no ofrece directrices para su vida espiritual, sino que pretende tranquilizarles y ayudarles a comprender que la búsqueda de una experiencia religiosa es razonable, que tiene su origen en la evolución de nuestra especie y que el pensamiento religioso no es “extraño”, ni un signo de debilidad, ni “un síntoma de una forma de ser atrasada”. A la pregunta: “¿Por qué la religión es tan importante para tanta gente en todo el mundo?”, responden: “Porque forma parte de nuestro patrimonio biológico”.

Independientemente de las diferencias culturales, la experiencia religiosa es universal. Por eso podemos reconocer “comportamientos religiosos” en los ritos de un chamán del Amazonas, en la celebración eucarística de un sacerdote católico en Roma o en la larga meditación de un monje budista en el Tíbet. “La capacidad religiosa no se enseña ni se adquiere en el transcurso del crecimiento de la infancia a la edad adulta, sino que es un rasgo cognitivo que varía de un individuo a otro y permite a cada uno decidir si la expresa o no” (Prefacio, p. XI).

Intentemos ahora distinguir el aporte original de la neurociencia. Al parecer nuestra especie es capaz de influir interactivamente en el cerebro humano (neuroplasticidad), de modificar ciertas capacidades, potenciando o disminuyendo su influencia en nuestras decisiones. Estas aportaciones nos permiten darnos cuenta de lo falaz que es una visión “científica” que presenta al hombre como un ser totalmente determinado por su genoma en todos los aspectos. La característica de nuestro genoma consiste en crear posibilidades inesperadas para trascender sus límites.


La “deriva genética” y la capacidad religiosa

Leyendo el libro, uno queda impresionado por los descubrimientos que se han hecho en las últimas décadas. Es fascinante darse cuenta de la singularidad del genoma y el cerebro del Homo sapiens, que hacen que su cuerpo y su estilo de vida sean tan únicos en toda la creación. Una de las cosas más sorprendente es el descubrimiento de que nuestra evolución se ha visto fuertemente influida por lo que la genética de poblaciones denomina ahora “deriva genética” (genetic drift). Se trata de un fenómeno evolutivo que subordina temporalmente los mecanismos de selección natural cuando la población de una determinada especie acaba en “un cuello de botella” (a bottleneck), situación que, al parecer, experimentaron nuestros antepasados varias veces en el Paleolítico.

En definitiva, nuestra especie parece caracterizarse por una variedad genética muy escasa. Por “deriva genética” se entiende el fenómeno por el cual determinadas mutaciones genéticas en una población numéricamente restringida no han sido seleccionadas y eliminadas, incluso cuando han tenido efectos secundarios nocivos (como la esquizofrenia), sino que también han hecho posibles innovaciones sorprendentes (como las sensaciones espaciales euclidianas, la alta sensibilidad, etc.). Ejemplos de ello son el desarrollo de los lóbulos parietales del cerebro y el cráneo redondo (la zona HAR, que hemos descrito anteriormente).

Son estas innovaciones, junto con otras capacidades ya existentes (cfr fenómenos como la neuroplasticidad y las redes neuronales), las que hicieron posible la aparición de la “capacidad religiosa”. Ésta ha demostrado ser una ventaja para la cohesión social de los grupos y, en combinación con la economía (la respuesta a la pregunta “¿cómo sobrevivir?”), ha hecho avanzar nuestra línea evolutiva humana. La aparición de la “capacidad moral” –y, más tarde, de la “capacidad religiosa”– parece haber ofrecido una respuesta a ciertas formas de singularidad y especificidad en el grupo y a la transmisión de genes, que de otro modo no habrían tenido la oportunidad de expresarse. De este modo, entraron en la evolución de la sociedad los primeros indicios de que la especie humana podía y quería apartarse lentamente de la brutal lógica de la selección natural y de la supervivencia del más fuerte.

Curiosamente, los hallazgos e hipótesis de estos estudiosos revelan la imagen de una humanidad que ya no está condenada a encajar en un rígido marco determinista, en el que se está a merced exclusiva de las brutales fuerzas de la selección natural, y en el que la libertad sería una ilusión. Los autores señalan que la síntesis, en el siglo XX, del darwinismo decimonónico y de la herencia mendeliana, ya no basta para explicar la evolución de características neurocognitivas complejas como la capacidad social, la capacidad cultural, la capacidad moral y la capacidad religiosa.


Una nota teológica

Sin duda, los resultados de la investigación biológica contemporánea ampliarán nuestra visión del ser humano, y ello, en consecuencia, afectará a la teología. Siempre ha sido así: todo nuestro discurso sobre Dios parte de un conocimiento imperfecto (cfr 1 Cor 13,9), y seguimos intentando acercarnos a este gran misterio con palabras imperfectas. Pero también es cierto que lo hacemos siempre con palabras nuevas, porque nuestra realidad cambia constantemente. Así, es posible prever que los nuevos descubrimientos incentivarán a hablar de Dios como Creador con un lenguaje que subraye que es un Creador de infinitas posibilidades, y que permite –incesantemente y de manera imprevisible– que de las cosas viejas surjan cosas nuevas.

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Fuentes

Extracto del artículo “El surgimiento de la religión en la evolución humana” publicado en La Civiltà Cattolica / Foto: Reuters

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