El Acompañante: con cinco chicas a mi lado – PARTE I

Antes cuando veía a un hombre rodeado de muchas chicas, cruzaban por mi mente dos posibilidades: O es cabro o es medio cabro. Pensando en como pude realizar aquella intolerante apreciación, el cerebro se me convierte en un Budín y hoy le otorgo el beneficio de la duda al “brother”, es decir, está acompañándolas “circunstancialmente”; así como me sucedió hace mucho tiempo.

Eran mis últimos días en Tumbes y estábamos de vacaciones. Las cosas por la casa estaban aburridas y quería salir con la gente que conocía a algún lugar para botar la rigidéz y el marasmo muscular que me causaba el estar echado con la panza al aire en la puerta de mi casa sobre una sábana blanca y con un viento cálido soplándome gentilmente las pelotas.

Mi mejor amigo y yo habíamos quedado en salir con dos amigas que eran hermanas. ellas habían planeado ir a una fiesta en la única discoteca del lugar esa noche y nosotros estábamos invitados. Yo, que casi nunca salía de mi casa, sino a jugar fulbito, quería respirar aire nuevo. Quedamos en encontarnos con las damas en el Paseo de Los Libertadores para después ir a la discoteca a bailar. Íbamos a ser 2 parejas, es decir 4 personas en total; esa fue la apreciación previsora de las cosas que tuve ese día; sin embargo, a mi amigo lo castigaron por responderle a su todopoderoso padre (limpia patio y barre tu cuarto! + ya me voy papá, no puedo = TU NO SALES HOY #%&$*DA!).

En ese tiempo aún no habían llegado los celulares al país y todo acuerdo debía realizarse con horas de anticipación. No existía la hoy tan mentada “comunicación inmediata e ilimitada”.

Caballero nomás, iré yo solo y estaré con dos chicas, cada una cogida de cada brazo. Me sentía bien, las hermanas con las que iba a salir eran conocidas en la ciudad por sus enormes pechos. Pasaban muy advertidos, y ellas “como hacía calor” las sacaban a pasear en tiritas para que se refresquen un rato. Qué chévere!.

Llegué a la hora pactada (9:00 p.m.) y se aparecieron las 2 hermanas y una amiga más. Difícilmente reconocí a la tercera y la saludé preguntándome dónde michi la había visto antes. Bueno, no importaba, la tercera presencia iba a suplir a mi testarudo amigo y ello podría facilitar que yo baile y me tome mis tragos con la mejor equipada del grupo.

– “Bueno, ¿ya nos vamos?” – pregunté con un aire seguro y seductor.
– “Estamos esperando a Liz y a Maria” – me dijeron mis superpoderosas acompañantes.
– “¡Ah! ¿hay más?” – repliqué yo sorprendido.

Pasaron 5 minutos y aparecieron 2 chicas más a quienes nunca había visto, pero estudiaban con las “powergirls”. Volví a preguntar si ya podíamos irnos y todas al unísono dijeron que sí. Estaba rodeado de cinco chicas, todas guapas y llamativas. Me disculparán, pero en esa situación y a los 16 años me sentía como el dueño de un grupo de Geishas, un padrote total, un chulo de primera, todas me seguían y hacían lo que yo les decía.

Primer problema: ¿Cómo nos vamos?. Detuvimos una mototaxi y subieron 3, le dijimos que espere un momento hasta parar otro transporte para subir 3 más. Nuevamente, uno seguía al otro. LLegamos al Paseo Triunfino y nos dijeron que la entrada al local costaba S/. 50.00. Obviamente, yo a esa edad no tenía esa cantidad de dinero en ninguno de mis bolsillos y creo que también las demás chicas. El gorila de la puerta (quien premonitoriamente se parecía al futuro presidente de Venezuela, Hugo Chávez) ofreció la entrada a las “hermanas poderosas” pero ellas, en un loable acto de solidaridad, no aceptaron su invitación.

Nos paramos en medio del paseo triunfino pensando a dónde michi íbamos a ir ahora, y de pronto vimos una estampida de pandilleros que corrían hacia nosotros. Yo, el único hombre, con 5 mujeres al costado veía a una turba de galifardos misios corriendo hacia nosotros.

Sentí que una piedra cayó cerca a nosotros, luego otra roca y otra y otra.

Llovían piedras entre dos bandos y nosotros en medio de la bronca. Puta madre! y ahora? El enfrentamiento hizo que se me ocurriera llavarlas a la estación de policía que estaba al frente, pero incluso desde el muro de protección de la comisaría ahí lanzaban piedras (WTF!?). La policía simplemente no estaba.

En ese momento, pasa uno cerca a nosotros y le dice a una de las chicas “un permisito amiga” mientras le mostraba un cuchillo de cocina brillante y al parecer bien afilado. Ellas gritaron, pero la hoja del cuchillo, felizmente, no estaba reservada para nosotros sino para uno de los tristemente célebres “Tirapiedras” (la pandilla organizada más temida en Tumbes). Las piedras seguirían cayendo. (Leer la 2da parte)

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Como la Mazamorra y el Arroz con Leche: la historia de dos amigos

Yo no sabía qué fijación tenían los norteños con el nombre de la mamá, las orejas de las personas o demás características físicas (por no decir defectos) que en Tumbes le definían a uno la vida. Si uno era muy blanco le decían “borracho”, si tenías las orejas grandes te decían “pailón” (por las “pailas” de comida que sirven allá) u “oreja de tapa de water”, si caminabas raro te marcaban como “pisahuevos”, si eras bocón te decían “cirugía” o si eras medio sonso te decían “¡amá!” o “¡mami!”, con ese declive de voz característico de los sonsos.

Cuando llegué por primera vez al colegio de Tumbes, me dí con la sorpresa de que mis compañeros se insultaban intercambiando el nombre de sus madres queridas junto con adjetivos muy picantes y ofensivos (léase: “pendeja”, “ruca”, “puta”, “cachera”, “cacheraza”, “rompecatres”, “sacaconejos”, etc). Toda una novedad para mi, teniendo en cuenta que si lo hubieran hecho en Lima ya estarían con la trompa reventada. Nunca supe por qué lo hacían, así que antes de ver mancillado el nombre de mi mamá, preferí dar un nombre falso que al final no me afectaría. Fue en este intento por evitar que el nombre de mi madre sea utilizado como chiste que conocí a uno de mis primeros “amigos” de colegio:

-Hola!, me dicen “Gopo” ¿Eres nuevo?..¿cómo te llamas?, ¿Cómo se llama tu mamá? – me preguntó un morenito gordo que al parecer había vivido en el norte toda su vida (tan quemado que tenía el color de una morcilla).
-¿Mi mamá?, estee, ehhh..seeee llaaama “Martha” – Inventé lo que pude. El negro me sonrie y con un aire triunfal me dijo: “caíste, qué huevón!, je, je!”.
-“Se llama Martha!”, “les presento al hijo de la Martha”, “saluden a la Martha”; “que se porte bien porque sino la vamos a clavar hasta que ya no pueda”, La Martha por aquí, la Martha por allá: La Martha, la Martha, la Martha.

En eso se me acerca otro nuevo compañero de clases, pero este, a diferencia de “Gopo” era blanco y de ojos claros y con cabello castaño ondulado. Se llamaba “Cuko” y era descendiente de yugoslavos, europeos que aún no me explico cómo michi llegaron a Tumbes. Este personajillo era una especie de demonio suelto, era el típico blancón malcriado de la clase. No era abusivo porque era chato, pequeño y regordete; sin embargo, lo respetaban por el apellido de su familia que algo de importancia habría hecho por esa ciudad.

Entonces “Cuko” me comenzó a presentar a todos mis compañeros de clase:

-“Ahí esta el hijo de la Maruja, por aquí tienes al hijo de la Luz, por acá esta el hijo de la Rosa y el que esta al fondo es el hijo de la René”, etc. – el blancón este hablaba con la autoridad que le daba su porte de payaso (nariz ancha, blanco y con cabello ondulado..cual payaso ruso era la niñez del político David Waisman) que no caía mal a nadie.
-“¿La Maruja?” – Pregunté yo.
-“Sí, ella es contadora de profesión, le dicen “la Maruja cuentapendejos”- y yo me reí a más no poder, desternillándome de risa llegaba al llanto y a cierta camaradería con este nuevo amigo.

Yo venía de la capital y prácticamente era un alien, un outsider, el nuevo; por ello, fui la atracción del salón de clases durante un cortísimo tiempo. “Cuko” me invitó a su gigantesca casa a escuchar el “rap de los simpsons” mientras su hermana (blanca, de ojos y cabellos claros, bonita) observaba al nuevo amigo de su hermano. Nos sentábamos en el malecón, conversábamos intercambiando puntos de vista sobre las diferencias entre la gente de Tumbes y la de la capital.

“Cuko” me preguntaba sobre mis gustos musicales, si yo había tenido un supernintendo o si había jugado algunos juegos en esa consola. Le dije que sí, y hablábamos de juegos, música, las chicas del salón que me gustaban y, claro, sexo (el “cachito” sería un tema infaltable en una conversación de varones en el futuro). Le pregunté cuántos años tenía su hermana y me dijo que quince – Muy mayor para mi, pensé – le dije que me gustaba Greta de la sección B, aunque esperaba largarme de Tumbes lo más pronto posible porque hacía mucho calor y porque no me gustaban las mototaxis y la gente que insultaba a las madres y que se fijaba en los defectos físicos de las personas, además de la mafia de ladronzuelos y pandilleros que lo único que sabían era robar gorras y lentes para el sol (es que el primer día que llegué me habían quitado mi gorra y tiempo después se la ví puesta a uno de esos galifardos haraganes en su sucia cabeza) – “Esos conchesumadres! que se pudran” – me decía él.

Pasaba el tiempo y dejé de frecuentar su casa (más porque su hermana ya tenía enamorado), pero algo extraño sucedió y “Cuko” cambió. Se puso serio y se le notaba más preocupado. De pronto subieron sus notas y lo veía más afanoso con las clases. Hacía una que otra broma estúpida incomparable con las que hacía antes. Se aisló y sólo hablaba con “Gopo”; mientras que con los demás de la clase: cero conversación.

Finalmente, me enteré que “Cuko” y “Gopo” fueron amigos inseparables. Eran uña y mugre para las malcriadeces y faltas de respeto a las autoridades del colegio. Eran como “Mazamorra y Arróz con Leche”. Simplemente combinaban. Ambos eran muy chistosos y le daban vida al salón. Sin embargo, pasó el tiempo y al año siguiente sólo pude saludar a “Gopo” , que esperaba a un nuevo compañero que se sentara a su lado. “Cuko” ya se había matriculado en un colegio estatal por problemas económicos en su familia y ya nadie se acordaría de él, peor fue al tercer año en el cual “Gopo” tampoco se matriculó y nunca más apareció ni se supo nada más de ellos después.

El año pasado, por un amigo en común me enteré que “Gopo”, quien soñaba con volverse algún día en oficial de la Fuerza Aérea, murió en uno de esos duros entrenamientos que le hacen hacer a uno en las Fuerzas Armadas. Su corazón no resistió y partió de todos modos hacia arriba. Jóven y con sueños, ahora estará cerca de los cielos haciendo pendejada y media, señalándo las orejas del ángel Gabriel o seguramente preguntando por el nombre de la mamá de San Pedro. Gopo, no fuiste mi gran amigo pero si que me hiciste reir mucho. Leer más

La Cabeza de Payaso

Cuando uno es adolescente hace cojudeces. Uno es un mamarracho púber y sólo sabe hacer huevadas que no tienen sentido. Suceden cosas que son graciosas y extrañas. A los nuevos del salón nos habían convencido de que existía un rito de medio año que era el “tradicional” lance de la cabeza del Payaso.

Le decían “payasho” o “payashito”, en realidad no importaba porque independientemente de su denominación esa cosa era mortal. Al fin y al cabo sus efectos iban a ser los mismos.

Cuando sonaba la campana del descanso todos salíamos a comprar, estirarnos o conversar con amigos de otros salones de clase. Sin embargo, ese día fue diferente porque algunos se quedaron. Salí extrañado – ¿qué tramarán estos pendejos?. Fui al puesto de comidas y me compré un cevichito (en mi colegio vendían ceviche en los recreos) luego retorné inmediatamente al salón para enterarme lo que estaba por suceder. Error, no debí regresar.

Parado debajo del umbral de la puerta del salón con mi plato de ceviche en la mano, vi a todos mis compañeros de clase pegados a la pared y expectantes. Mi nuevo amigo, Carlos, estaba riéndose y los demás se miraban con una sonrisa cómplice – ¿qué va a suceder? miré al techo, detrás mio, a mis espaldas, mis pies; pero nada extraño, sólo esa sonrisa inexplicable de 17 compañeros de clase unidos por alguna “mágica” razón.

Peña, el más gigante de mis compañeros, me fue dar el alcance en la puerta y me señaló el techo. Miré, y en un abrir y cerrar de ojos ya me estaba retorciendo de dolor por un certero golpe en mis testículos. Mierda! qué dolor! p$%&ta $%&dre, hijo de p$%ta, conch$%&re, la rep%&ta! ah! auuch!. Mi reacción fue acurrucarme y tirarme al piso pero sin botar ni una gota de la leche de tigre de mi ceviche.

Mientras me agarraba las bolas con la mano derecha, yo aún podía sostener mi plato de ceviche con la mano izquierda, parecía un mozo humillado. Todos rieron, y sin embargo, mi brazo izquierdo era ese último bastión incólume que nunca claudicó.

El dolor de huevos era inspoportable, me blanqueó los ojos, iba desde abajo hasta la barriga y se quedaba ahí por un buen momento. Recordé pelotazos, manazos, golpes involuntarios, etc respiré hondo y al tiempo que se calmaban las carcajadas de los otros mi dolor también desaparecía.

Al abrir los ojos, vi que a mi costado estaba tirada la cabeza plástica de un payaso que, a pesar de no mirarme, sonreía de soslayo con aquellos ojos fijos y felices, maquillado y relajado.

En ese momento recordé los paneles publicitarios de los hermanos Fuentes Gasca, el circo Ringling y el Orlando Orfei. Ni hablar, cogí la “inofensiva” cabeza de payasito que estaba a mi lado y al observarla bien noté que estaba rellena de piedras y papeles. Pesaría cerca de medio kilo.

Era una estupidez, pero muy graciosa. Así como a los otros les había sucedido, mi reacción inmediata; luego de pararme cual moribundo; fue pegarme a la pared y esperar a la próxima víctima. Milla!. El chato llegó, sonreía como siempre, se paró en la puerta y todos le sonreímos también. Nos miramos con complicidad, le señalamos que mirara hacia arriba, – “¡mira oye!, ¡la araña!” – nuestra noble víctima miró hacia arriba y vi un brazo que se estiró cual catapulta medieval y con una puntería digna del troyano Paris al parecer le chuntó en la pelota derecha.

Entraron algunas compañeras al salón de clase y nos reímos. Les decíamos que se fueran sino el payasito les iba a hacer doler. Ellas volvían a salir del salón de clase con una expresión en el rostro como “¡Ay¡ pobrecitos estos enfermitos”. En fin, ellas no eran parte del juego. Así, con todos dentro del salón se cerró la jaula (Mi salón de clases no tenía ventanas de vidrio sino rejas con mallas mosquiteras, solamente se notaban los marcos de metal de las ventanas y la puerta de ingreso).

Encerrados todos, y con las mujeres esperando afuera y observándonos por las ventanas, empezaba la matanza: la cabeza de payaso iba golpeando a cualquiera de manera fortuita e inopinada. Podía ser cualquiera, era como la “ruleta rusa”, como un juego de azar, donde tu “premio” era un fuerte y certero golpe en las pelotas con ese proyectíl aparentemente inofensivo.

Cualquiera podía ser víctima, nadie se salvó ese día, yo recibí 2 golpes más y esquivé como 6 intentos. Lo mismo sucedió con mis compañeros.

Ese día sentí que hubo una comunión entre nosotros, algo que no se repetiría tiempo después hasta los partidos de fútbol con otra sección y nuestra fiesta de promoción. El que más sufrió ese día fue José quién recibió los saludos de “payashito” en la espalda, en el cuello, las piernas y la cara.

Chucky, el muñeco diabólico, quedó como un principiante ese día frente a “Payashito”!!

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Las Spice Girls: ‘If you want my future forget my past’

Uno de mis primeros acercamientos con la perspectiva feminista ha sido la cancíón “Wannabe” de las Spice Girls. Si ya el “Wonderwall” de los Oasis me tenía con los “eggs” hinchados en su versión electrónica-pastrulaza inspirada en el ritmo de “All that she wants” de los Ace of Base, “Wannabe” fue como ese balde de agua fria que nos faltaba a los hombres, pues la letra de la canción era una clara muestra de lo que las mujeres piden a los hombres para que las quieran realmente:

“If you want my future forget my past,
If you wanna get with me better make it fast,
Now don’t go wasting my precious time,
Get your act together we could be just fine”

Wow! las Spice Girls le daban ese toque de “ultimátum” a las morsas chauvinistas que somos los hombres. La confrontación de esta letra con nuestro modelo machista sudamericano y especialmente tumbesino (y me incluyo) daban a entender que la mujer no iba a depender más de los requerimientos premaritales del hombre: “Estuve con muchos..¿y?”, “apúrate o me voy con otro”, “pierdo el precioso tiempo de mis óvulos contigo”, “la amistad es más importante que cualquier cosa que suceda entre nosotros” etc. Bueno, hay que agregar que estamos hablando de cantantes anglosajonas con otra perspectiva, ¿no?. Obviamente, no vamos a irrumpir en el hogar de la mujer y llevarla jalada de los pelos a nuestra cueva como reacción.

La letra era una revolución y su ritmo era el mejor medio para conseguir subrepticiamente la aceptación por parte de los hombres de aquella perspectiva de género aplicada a la música pues, para remate, resultó ser muy pegajosa y todos la bailábamos sin comprenderla completamente (la cúspide de la alienación juvenil).

“If you wanna be my lover, you gotta get with my friends”.

Esta bien ser tu novio, ¿pero eso de ser amigo de tus amigos? hmmm..no va, pues: “si quieres estar conmigo, primero debemos ser amigos para que después seas el amigo de mis amigos”. ¿A qué venía eso? ¿era importante?..hay dos opciones, Sí, ser amigo de los amigos y todos felices; y la otra era no serlo, generalmente se sigue lo segundo para que, consecuentemente, se termine la relación por incompatibilidad, pero, la amistad entre ex’s es una cosa que debe perdurar ¿no?:

“Make it last forever friendship never ends,
If you wanna be my lover, you have got to give,
Taking is too easy, but that’s the way it is”.

¿Amigos después de una relación?, Para vomitar. ¿Acaso creen que somos maduros?, ¿Dar y recibir?..vayan a tomarse un caldo de bolas!

Así de graves las cosas, en las reuniones y fiestas podía ver a mis congéneres y sus respectivas mujeres bailando y cantando ese estribillo pegajoso de la canción con ese trabalenguas que a los hombres nos desorientaba y nos hacía balbucear o tararear cualquier huevada que se nos ocurriera. Luego, zamaqueábamos nuestras cabezas de corcho frenéticamente de manera que dismulábamos nuestra falta de atención en las clases de inglés. Mujer feliz y hombre contento, ambos sonriendo sobre en la mesa de una cevichería junto al rio frente a una puesta de sol. Qué bien. Han pasado más de 16 años desde eso y ahora la barrera ha sido superada: Clases de antropología, psicología y perspectivas de género en la universidad me hicieron entender que todo es relativo y depende del cristal con que se mire: Chicas con poses de chicos, amor Emo, lesbianismo abierto, mayor asertividad, reconocimiento, etc. Ya era hora.

Finalmente, a estas alturas miro hacia atrás y quedo convencido de que nuestra agudeza masculina era como la punta de una tijera de manualidades para niños:

“Yo, I’ll tell you what I want, what I really really want,
So tell me what you want, what you really really want,
I’ll tell you what I want, what I really really want,
So tell me what you want, what you really really want,
I wanna, I wanna, I wanna, I wanna, I wanna really
really really wanna zigazig ha”.

¿A ver prueba? ¿fue fácil?, ¿No? Entonces a mover la cabeza!

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Comiendo Muerte

Uno de los argumentos que más me impactó cuando trataron de volverme vegetariano fue el relacionado al “consumo de la muerte”. De acuerdo con lo que sustenta esta concepción del consumo de carne, nuestra alimentación carnívora es el equivalente al consumo de sufrimiento y muerte.

Como todos sabemos, los animales somos seres vivos en constante envejecimiento. Nacemos, vivimos y morimos. Es ese camino el que todos los organismos complejos inexorablemente siguen: se oxidan y deterioran poco a poco; y cuando dichos organismos complejos mueren empieza inevitablemente el proceso de descomposición que va deteriorando aún más y rapidamente la estructura del ser que una vez fue.

Peces, aves, mamíferos, etc. todos ellos mueren para ser parte de nuestra mesa. Ellos no mueren de viejos ni por acción de la naturaleza sino violentamente la mayoría de las veces. Un corte de cuello, desplumada, y agua caliente, pase uno, pase dos, y al final del día pasan mil pollos. Un shock eléctrico al cerebro,patas rígidas, deshollado, una cabeza por aquí, vísceras por allá. Asfixia, dos TM de atún, buques factorías, triturar, hervir, enlatados, aceite de oliva adicional, todo listo para consumir.

La muerte violenta se encuentra siempre presente en el origen de nuestra alimentación y lo aceptamos sin chistar. Lo hacemos sin tener claro el hecho de que nuestro cuerpo absorbe todo lo que le rodea: la luz, las malas pasadas, los temores y preocupaciones propias y de otros. Somos unas esponjas en constante entrenamiento que busca llegar a la perfección de una vida sin preocupaciones. Sin embargo, a pesar de que pocos logran tener una vida sin preocupaciones o al menos alivianar ese hecho, todo lo que nos sucede queda registrado en nuestro organismo. Nuestro patrón genético queda marcado por muchas cosas que nos sucedieron: penas, enfermedades, malos ratos, preocupaciones, etc; todo ello queda como una huella que nos pasará la factura en el futuro sino a nuestra próxima generación. Del mismo modo, también queda impregnado el dolor y sufrimiento de los animales de los cuales nos alimentamos. Dicen que el problema del cáncer esta relacionado con todo este argumento de la alimentación carnívora y tambíen con el origen de esta: Comemos sufrimiento y este pasa a nuestro cuerpo y se marca en nuestro código genético para ser postergado, como mencioné, en una próxima enfermedad sino a la siguiente generación.

Cosa distinta sucede con los vegetales que no poseen la compleja estructura de los animales con los que nos alimentamos. Los vegetales son ricos en minerales, especialmente en magnesio. Este último sirve como un gran regulador del organismo humano e incluso existen productos hechos a base de este elemento que son beneficiosos para la salud. Asimismo, una vez segados o cosechados, el proceso de descomposición de los vegetales no se asemeja en nada al de la carne. Pueden ser almacenados y no pasar nada malo con ellos en mucho tiempo.

Otra cosa que no debe admitirse es la producción y consumo de vegetales u organismos genéticamente modificados o “transgénicos”. A lo mucho puede aceptarse su existencia para producir biodiesel y hasta ahí nomas tal y como sucede en el caso del maíz que se consume masivamente.

Modificar lo último que nos queda de alimentación natural implica una grave intromisión en el equilibrio ecológico de nuestra madre tierra. Alimentar al ser humano con elementos adicionales y extraños que le dan una falsa percepción de seguridad y evitan hechos naturales que deben suceder porque así debe ser, es soslayar la autorregulación de la naturaleza. Entrometernos a nivel genético con lo que nace de la tierra implica una sed de ganar dinero inmediatamente sin tener una visión a futuro de los profundos daños que una “buena intención” puede significar.

Esta reflexión nació de un plato de cerdo al horno que me sirvieron en mi casa. Recordé un día soleado cuando yo corría directo al camal en donde se escuchaban gritos y chillidos muy fuertes y desgarradores: Estaban matando un cerdo. Cinco soldados lo agarraban parado mientras uno de ellos tomaba impulso para clavarle la punta del cuchillo y todito el filo (del tamaño del brazo del verdugo) en su corazón. El cerdo siguió vivo casi 10 minutos más, y podía transmitirme su miedo, el temblor de sus patas, su respiración acelerada, su “llanto”; en suma, todo su sufrimiento. Sangraba profusamente hasta caer desmayado y morir. La tierra de color crema estaba manchada con grandes chorros de sangre que iban a ser secados por ese inclemente sol del norte como para olvidar todo lo que pasó ahí. Al otro lado, cinco sujetos, que sólo seguían órdenes, ya preparaban sus filosos cuchillos para destazar y entregar la cena al cocinero de la cafetería quien serviría una apetitosa chuleta de cerdo en la mesa de algún oficial del cuartel.

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Fumar

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Si hay algo que me molesta cuando estoy en un local de comidas o caminando en la calle los fines de semana son las personas que tienen el hábito de fumar. Generalmente te los encuentras sentados por el Haití, el Scarletti y la mayoría de casinos de Miraflores, Surco o San Borja. Cual pollería en pleno auge comercial, cual pachamanca con hojas verdes, cual quema de maleza en el norte, cual fumarolas de tren decimonónico; no cesan de emanar ese olor a quemado de tabaco y alquitrán (sí, ese que utilizan para parchar las pistas) que ciertamente se impregna en las ramificaciones, alveólos y bronquios de sus trajinados pulmones. No es mi asunto, no me importa; si quieren que se metan millones de cigarrillos en sus bocas y los aspiren fuertemente para morir asfixiados. Que hagan lo que deseen, son sus cuerpos y no el mío. Lo que no me gusta es la idea de ser fumador pasivo y tener que ir al hospital por culpa de la excerbación de mis alergias a causa de un cigarrillo ajeno.

Fumar implica algo mas que la simple lucha entre fumadores y no fumadores. Esta rivalidad va más allá de lo evidente por su uso indiscriminado y la imagen de madurez que proyecta. Cuando fumas no jalas ni una hora corriendo, te cansas, toses, y hueles insoportablemente a quemado. Tu rendimiento laboral cae por causa de enfermedades pulmonares y continuas visitas al neumólogo. Fumar te vuelve un leproso moderno. Felizmente ya existe una conciencia sobre el tema y hasta las cajetillas muestran una impactante imagen de algún triste caso de cáncer de boca.

¿Cómo habrá sido la negociación entre las tabacaleras y el Estado? , ¿Én qué puntos habrá cedido el Estado? ¿cuáles habrán sido las concesiones entre ambas? De miedo ¿no?

Me puse a pensar en las consecuencias del hábito de fumar y su impacto en nuestra economía casera: Cuando alguien comienza a fumar por curiosidad (como fue mi caso en un bar de Tumbes en una de esas noches de vacaciones) o por imitación (como la mayoría) se embarca en un circuito de riesgos que se verán a largo plazo. Uno es jóven aún y el cuerpo se regenera con cierta facilidad, no la sientes. Sin embargo, una vez que pasas la segunda década empiezas a sentir la pegada. El larguito te pasa la factura y empiezas a tener taquicardias, cansancio y dolor en la parte media derecha del abdomen y sigues tosiendo con flemas (La flema es el recubrimiento que necesitan las heridas internas). Bueno, retornando al tema; una vez que sientes que ya estas a la mitad del río decides seguir para adelante y escribir poesía sobre tu muerte al costado de un balón de oxígeno, la Declaración de Derechos Humanos y la Constitución avalan la libertad de tu conducta, etc.

Siendo más concreto, puedo decir que fumar nos afecta a todos no sólo en la salud sino a también en el bolsillo: ya cuarentón o por los cincuenta ves a la juventud, descubres lo lindo de la vida y quieres ser parte de ella y el camino de tu conciencia se bifurca: seguir adelante o cambiar. Si decides seguir adelante te vuelves hermitaño y solo sales a comprar más y más cajetillas de cigarrillos a tu complaciente tienda de la esquina. Si decides cambiar, quizás ya es demasiado tarde.

Cuando se decide el cambio ya estas haciendo cola en la seguridad social. Se gastan recursos en los trámites y el tratamiento de casos que pudieron ser prevenidos desde mucho tiempo atrás. Sin embargo, el doctor, las enfermeras, los consultorios tienen que ver casos de cáncer primario y demás patologías relacionadas con el uso del cigarrillo: Enfisemas, bronquios, alergias, asma, etc. Señor! hay gente atrás esperando! con dolencias urgentes y no autoinfligidas. El gasto realizado por fumar afecta nuestros bolsillos porque la seguridad social se cimenta en los aportes que salen de nuestro trabajo. Esa gran bolsa donde entra nuestro dinero mezclado con el de los demás se ve afectada por tratamientos de enfermedades que en principio son previsibles. Ello significa que nosotros pagamos esos tratamientos y se genera un gasto innecesario que no deberíamos pagar porque es como pagar por la cuchillada que se ha hecho un suicida. Ese harakiri, al no ser mortal genera costos. Si te metes un cuchillazo y te mueres no hay problema. Se acabó la rabia y felices todos. Te extrañamos una noche y esperamos ligar con alguna invitada a tu funeral. Así es la cruda realidad.

Pero si te infieres el corte y estas agonizante o sobrevives, entonces te vuelves una carga en la que nuestros aportes se deben agotar en vez de hacerlo en otros casos más urgentes.

En suma, respeto a los fumadores, tengo amigos que fuman pero no me acerco a ellos cuando lo hacen. Los quiero y siempre que fuman no me meto en sus asuntos. Si yo no fumo y estoy con ellos es porque también “me respetan” de alguna forma..aunque sea mínima (sí, a veces me engaño solito). Dicen que parte de la convivencia es soportar y aceptar las diferencias de los otros, pero cuando afectan tu salud, tu proyecto de vida, por más inmediato que este sea, ahí no podemos aceptar esas conductas y suceden situaciones como las que ultimamente estan sucediendo: Prohibido fumar en lugares públicos cerrados, prohibido hacerlo en lugares publicos con ambientes abiertos y cerrados, multas por ser tan tercos, etc.

Yo aprendí a fumar de manos de una chiclayana,
ella me veía imitar al fumador,
y me dijo que debía aspirar.
Le hice caso con temor
y al hacerlo hasta submarinos me animé a realizar.
Me sentía adulto al costado de la chiclayana
en esa oscuridad nebulosa,
donde pudo pasar cualquier otra cosa
que nos haga quedar juntos hasta la mañana.

Felizmente me dí cuenta de lo malo que es fumar, cuando mi amigo “flaco” escupió sangre después de un partido de fútbol y me miró como diciendo “estoy cagado hermano”. Recomiendo leer la obra de Julio Ramón Ribeiro, “Sólo para Fumadores”. Sí, ya sé que es un cuento, pero algo de real debe tener ¿no?

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La Tunera y la Naranjera al otro lado de la Frontera

Ir a comprar los domingos era una experiencia total. No era como la típica visita a un gigantesco Mall o un hipermercado de capitales chilenos. Mas bien íbamos a otras tierras, y literalmente cruzábamos la línea para estar del otro lado.

Bajar del bus tomando una deliciosa Simba helada sabor piña y caminar unos metros de vía fangosa con hoyos de aguas estancadas era el preámbulo de la aventura. Frente a nosotros estaba erigido un puente internacional, y debajo de este, unas aguas verdes que reposaban inmóviles por años bajo el calor ecuatorial.

Ese puente se había cerrado varias veces, la última allá por 1995, separando dos tierras, dos culturas, dos formas de ver la vida iguales y distintas a la vez. Estabamos pues, con un pie en Perú y otro en Ecuador, la frontera no natural.

El lado peruano se caracterizaba  por sus puestitos de venta de tres por dos metros cuadrados, construidos, a lo mucho, con madera o caña brava y techitos de plástico azul o calamina. En ellos, algunos lugareños expendían asas de olla, implementos para bicicletas (cadenas, timbres y manubrios), ropa medio monse (que, no lo niego, una vez compré) así como otros artículos sin importancia; inclusive se ofrecían servicios de limpia y curanderismo, ejercidos por el principal chamán y gran maestro amarrapies Charuma Lumazán. La parte peruana era, en resumen, un terreno pobremente pavimentado, simple y desértico con caminos de tierra sucios con huecos llenos de agua sucia y adornados con algarrobos, matas y arbustos secos aleatoriamente.

El cielo estaba despejado y se podía apreciar ese color celeste tropical sobre un agrietado suelo que clamaba a gritos por la llegada de las lluvias de verano. La vista me recordaba que el ser humano podía adaptarse a todo clima y toda condición.

Al lado izquierdo de la carretera Panamericana (mirando hacia el norte), mucho más allá de donde se asentaban estos precarios puestos que describí, se puede constatar la existencia de algunas arroceras, playas vírgenes y manglares paradisíacos.

“Vendedora de frutas”. Un retazo de la Lima que conoció Juan de Arona. Acuarela del Pintor mulato Pancho Fierro (1807 – 1879). Ilustración tomada del portal Amerique Latine.com (Francia). Comparen esto contra un edificio de estilo Gamarra en Huaquillas.

Por otro lado, la parte ecuatoriana, en vergonzosa comparación con el lado peruano, era la demostración concreta de que las fronteras vivas eran una política limítrofe que el gobierno en Quito se tomaba muy en serio. Las altas edificaciones que se asentaban en Huaquillas demostraban altura, concreción, fuerza, madurez y, obvio, mayor desarrollo. Inclusive llegué a sentir que me sentía del lado equivocado del mapa. Sin embargo, al probar la comida del lugar: pinchos con hot dogs anaranjados, cebiche caliente con ketchup y hartas frituras con carne de dudosa procedencia con un salado que te mataba la lengua, quería retornar corriendo a un rico restaurante de mi precario pero variado país.

Huaquillas: Tiene de todo y a gusto del cliente: gas, zapatillas, relojes, todo tipo de ropa, radios, televisores de última generación, medicinas, instrumentos musicales, botes, SUV’s, mototaxis, artículos de cocina, armas, motocicletas, golosinas, comida, etc. Todo se podía encontrar ahí y a un precio más bajo que en mi querido Perú. El amor por mi país yo lo podría traducir en una relación masoquista que, sin embargo, tenía que valorar como si fuera lo máximo y lo último de este mundo a pesar de sus falencias y atrasos: Perú, era el lugar donde yo nací.

Una linda chica de ojos verdes, muy blanca y de cabello castaño nos ofrecía tunas y “bananos”. Yo le quería hablar pero ella solo se dirigía a mi madre. Llevaba poca ropa puesta debido al intenso calor. Ella hablaba y caminada totalmente despreocupada frente a la mirada intrusiva de todos aquellos hombres que pasaban por ahí dos, tres, o cuatro veces bajo la excusa de haberse “olvidado de comprar algo por ahí”.

La tropical vendedora le decía a mi progenitora, sin pelos en la lengua, lo guapo que yo le parecía (todo por vender). Ella vestía un perturbador short blanco con los pantylines a la vista, y un diminuto y revelador polo de tiras color amarillo con los que se podía ver más allá de lo evidente. Su sinuosa figura se protegía de los rayos del sol bajo la protección de una fresca sombrilla de tonos naranjas. Su preciosa sonrisa y alineados dientes conjugaban perfectamente con aquellas cejas de color castaño que se arqueaban al soltar alguna frasecita con tono pícaro.

– “Suegra, cómpreme unas tunitas pues”– le decía ella con un dejo muy parecido al de las peruanas de la sierra de Cajamarca.
– “A cuánto está el kilo” – le preguntaba mi madre sonriendo.
– “La libra se la dejo a 2 soles (en ese tiempo soles y sucres convivían), ¿que dices suegrita?” – yo estaba sonriente por su sonrisa.
– “Dame 3 libras” – decía mi madre, sin la más mínima idea de lo que le iban a pesar pues para ella era lo mismo que kilos.
– “Gracias suegrita” dijo ella con una media sonrisa tal vez de satisfacción por una buena venta y la otra tal vez por no poder hacer realidad lo de “la suegrita”.
– “Chau, esta guapo su hijo suegrita!” – una guiñada de ojos mas su sonrisa y un arqueo de cejas, y mi mente volaba: linda, Ecuador, hijos, países, guerra, campo, vacas, calor, ropa pequeña, ropa chiquita, nada de ropa, más calor, hermanos, padres, vida, pan, comida, ceviche, ketchup, comercio, caliente, calor y más calor. Mi mente volaba de pensar en una vida con una chica así. Bah! Lo que hace el calor!.

Caminando unas cuadras más allá, encontré a la chica de las naranjas que podía reconocer a los peruanos:

– “Hola amiguito, llévese estas naranjas para Perú”.

La naranjera supo reconocerme, me sonreía muy coqueta. Yo le devolvía el gesto tímidamente (obvio, 15 años e influenciado por el estupido cine de Hollywood que inculcaba la timidez e inseguridad en los púberes. Maldito Soft Power). Me hubiera gustado dirigirme hacia ella, saludarla, presentarme, decirle mi nombre, preguntarle dónde vivía y que me gustaría salir con ella algún día más adelante.

Bueno, yo caminaba por ahí mientras mi madre preguntaba en una tienda de más allá por golosinas en combos “dos por uno” que venían en unos recipientes gigantes que contenían muchas bolitas de chocolate envueltas en papel aluminio asemejando una pelota de fútbol. Mi misión asignada era encontrar unas cajas metálicas con cremosas galletas surtidas marca “el pelado”. Yo ya me había ofrecido a conseguirlas en caso ella no pudiera, sin embargo, me quedé ahí atollado, adormecido, atontado.

La naranjera me seguía con la mirada. Sonreía. Era muy guapa: cabello lacio de color negro, rostro fino, piel cobriza, cuerpo atlético. Un tank de tiras amarillo y su transparente lycra roja dejaban poco para la imaginación de quienes pasaban por ahí, un detalle era que no llevaba puesto brassiere. Sus pezones “asaltaban” nuestras miradas (“hands up!”, right?). El otro detalle, ella llevaba una tanga con encajes marcándose lo …. en fin, se dejaba notar todo, no se si a propósito para jalar clientes o candidamente, tal vez lo primero.

Me sorprendí porque era la primera vez que veía una chica como ella, con esas facciones, vestida así, y que me sonreía de esa manera. De cuerpo se parecía mucho a una actríz de apellido Sage. De rostro era igualita a Roselyn Sánchez.

Ella, parada sobre un cerro de vitamina C, se volteaba provocadora, llevando y trayendo limones y recogiendo algunas naranjas de aquí para allá, de allá para acá. Su silueta roja bajo la sombra de un toldo rojo contrastaba entre el anaranjado y el verde de algunos cítricos a la luz de un sol implacable y cuyos reflejos la iluminaban mágicamente desde abajo. Simplemente mágico.

Contemplarla era como estar frente a un altar hindú lleno de colores: la diosa de los cítricos sosteniendo naranjas y limones en cada mano. No le hablé nunca, sólo le contesté la sonrisa. Toc, toc!..Ya eran las 4:00 p.m., hora de retornar.

Naranjas: una mezcla entre Roselyn Sanchez con actitud de Adriana Sage

Ya en el bus de retorno, cuyo techo estaría cargado con 20 o 30 balones de gas informalmente recargados, me senté al lado de la ventana. Conforme el bus avanzaba, yo miraba el desértico llano lleno de algarrobos, arbustos y pastos secos. Pensé en aquéllas chicas que tuve la suerte de conocer y admirar ese día. Pensaba y la fluidez de mi mente se diluía en un sueño al ritmo de una puesta de sol de tonos anaranjado y rojo. Naranjas, no compré ninguna ese día.

Si fuera mayor probablemente hubiera hecho muchas cosas más. Probablemente le hubiera caído a la naranjera y después hubiera sido atacado por algún novio o marido celoso y luego tirado abajo del puente de Aguas Verdes casi moribundo por ser tan atrevido. Mi idea era no hacer tonterías en esas tempranas épocas de mi vida, ya habrá tiempo me decía a mi mismo. Como dicen por allá: “tenía los huevos chiquitos” y aún no conocía las vicisitudes de lo que era tener una enamorada de verdad o “de pasada” si fuera el caso de la tunera y la narajera al otro lado de la frontera.

 

Las convincentes muecas de Sil

No eran tiempos de salas 3D o enormes espacios para ver películas. En aquéllos tiempos el cine era un écran de tela blanca con bordes solapados por una inmensa y teatral cortina de tonos rojizos y púrpuras. Una Platea y Mezanine casi llenas y la gente comentando lo grande que iba a ser la función, eran la antesala a una diversión asegurada.

La entrada al cine costaba S/. 5.00 soles y los títulos iban desde “Retroceder Nunca Rendirse Jamás” (Con el entrañable maestro Siam y el siniestro Tong-Po), “Bloodsport” (con ese odioso villano Chong-Li) o “Kickboxer”. Eran los tiempos de los enlatados, no existía internet y la televisión ecuatoriana se ganaba los afectos de la población peruana pues un casi el 60% de su señal se albergaba en los televisores peruanos de Tumbes y sólo un 40% constituía la patriótica señal peruana.

Hacíamos la respectiva cola y comprábamos gaseosas heladas para mitigar el calor nocturno. Esa noche eramos, como se dice, “ocho puntas” y queríamos ver “La Máscara” con Jim Carrey. Era un Boom este tipo verde con compartamiento muy raro que hacía muecas para llegar al corazón de la sensual Cameron Diaz.

Estábamos listos para pagar nuestras entradas cuando de pronto se aparecieron caminando por ahí nuestras amigas del Santa Rosa. Con sonrisas y miraditas nos preguntaron lo obvio: “¿Qué hacen?”- Muy obvio ¿no?, cola. cine, letrero grande con letras verdes, “La Máscara”, canchita, sodas, etc.

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Noche tumbesina con sorpresas

-“Vamos a ver esta pelicula”- le señalé el letrero donde estaba Jim Carrey con traje amarillo, mientras masticaba un pedazo de chocolate y le sonreía con mis dientes manchados de color marrón  (lo hacía por la inseguridad).

-“Ay que monses, vamos a la casa de Patricia!. Vamos, vamos, vamos!”- Nos dijo Sil con una sonrisa que se dibujaba maliciosamente en la comisura de sus labios.

-“¿Qué hay?”- le pregunté yo con hipocresía y sorpresa.

-Una fiesta en su azotea, ¿vamos?- ella me invitaba con esa sonrisa y esa mirada tan provocadoras pero al fin y al cabo falsas.

-“Vamos pues”- le dije mientras yo me limpiaba el chocolate de los dientes con la lengua.

Sil me gustaba, sin embargo yo ya conocía su juego. Si es que un chico le gustaba, ella apostaba con sus amigas que se lo podía “agarrar” (besar nada mas) en un tiempo límite de 2 días o menos.

Eran apuestas sobre las cuales la mayoría de mis amigos mostraban total desconocimiento, felizmente yo tenía buenos informantes que eran mis vecinos y mis vecinas y que frecuentaban el círculo de las apostadoras, y gracias a ellos yo podía conocer todas sus tácticas y planes.

Entre éstos planes estábamos los Alumnos de último año del colegio de los pantalones azules. Como dije, Sil me gustaba, pero ahí nomás; yo no podía estar con una chica así porque no deseaba ser burlado y ya cuidaba este corazón que late a mil por lo sincero hacia otras personas. Me gustaban las personas genuinas y ella, claramente, no lo era.

Aparte creo que tuvo cerca de 15 “enamorados” y eso que ya estaba en mitad de secundaria. Bueno. Saquen sus conclusiones. No, no sean malpensados, saquen la conclusión de que ganó todas las apuestas que realizó. Paga nomás. En esos días, yo era la apuesta pero conmigo no iba ganar nada o tal vez si.

¿Qué gran cosa iba a suceder esa noche?

Mientras salía de la cola con dos amigos más, nos abrimos del grupo y les deseamos a los restantes que tuvieran una gran diversión -“Cuídense y nos vemos, Eh!”

-“Vamos, tomemos un mototaxi!”.

Algo esperado tenía que suceder ese viernes por la noche. Alguien me iría a buscar mas tarde a mi casa.

Un Cuento del ’41: Los moribundos

Mientras que por el hemisferio norte del planeta se enfrentaban los aliados contra las fuerzas del eje, en sudamérica para ser mas precisos, en la frontera peruano-ecuatoriana y entre los años 1941 y 1942, se desarrolló una guerra entre dos países que tenían serias dudas territoriales después de sus respectivas independencias y que desafortunadamente debían ser aclaradas por la fuerza. Ambos países, de marcada herencia caudillista, decidieron enfrentarse.

El conflicto fue duro y muchas vidas se perdieron en una absurda disputa territorial que pudo haberse solucionado negociando en un primer momento. A veces la acción ciega de razón hace que no logremos separar a las personas del problema, o preguntarnos en el interés mútuo sobre el mismo.

Esta breve historia la escuché en palabras de Jamil Mahuad en un discurso dado en el auditorio de la universidad del Pacífico. Luego de escucharla saqué una lección que quisiera compartir:

Corría el año 1941 y la guerra entre el Perú y el Ecuador se desarrollaba con inevitables bajas para ambos lados. En ambos ejércitos el uniforme era prácticamente el mismo, siendo la única diferencia el tipo de calzado: Los peruanos utilizaban “botas” y los ecuatorianos “polainas” (suerte de escarpines pero mas largas). Las operaciones bélicas se llevaban a cabo sobre territorios de El Oro, Loja y Zamora-Chinchipe que el Ecuador defendía y en los esteros de Tumbes en el lado peruano.

Los heridos eran llevados a sus respectivos países en función de su calzado: botas y polainas, para aquí y para allá; esa era la única manera de reconocerlos en medio de ese campo de batalla que era para perder la razón si es que no se perdía la vida primero; sin embargo, una día en el campamento de Paita (Perú) aparecieron dos soldados sin botas. Fueron llevados a la casa de un poblador porque era tan grande el número de heridos que no había espacio para todos en el campamento. De rasgos iguales, mismo color de piel e incluso misma talla; ambos soldados estaban gravemente heridos y el enfermero tenía que salvar con prioridad al soldado peruano, sin embargo, existía esa gran incertidumbre en relación con la nacionalidad de estos dos moribundos.

“- Los que tienen polainas son ecuatorianos, Los que tienen botas son los peruanos.”

Uno es ecuatoriano, el otro peruano. Nadie sabe cual es cual. “Uno de ellos estaba color ceniza y sudaba y el otro tenía un brazo vendado fuera de la cama y las mejillas hundidas”. Aparte de eso no tenían nada especial. “Parecían dos pastorcitos cajamarquinos o dos de esos arrieros que yo había visto caminando infatigables en las punas de Ancash”. Ambos estaban desmayados. El que más sudaba, balbuceaba palabras ininteligibles durante las noches, nadie lo entendía y en su sufrimiento no podía ser atendido -“Esta delirando”- decían algunos.

-“Son peruanos, los ecuatorianos deben ser más peludos.”

A medida que pasaban los días y se celebraba la victoria peruana, nadie quería hacerse cargo de los heridos. Y es que “en medio del regocijo del armisticio, los moribundos eran vistos como los parientes pobres, esos defectos físicos que convenía esconder y olvidar para que nadie pueda ser capáz poner en duda lo bello de la vida y la paz.”

Una mañana uno de los soldados, el del brazo herido, se había despertado y estába levantado apoyándose en la pared. Al ver al enfermero que llegaba señaló al otro herido, y le dijo:

– “Se está muriendo, niño. Todita la noche ha llorado. Dice que ya no puede más.”

Y a continuación le dice:

– “Yo ya me quiero ir. Soy de Ecuador, de la sierra de Riobamba. Este aire me sienta mal. Ya puedo caminar. Despacito me iré caminando”. El enfermero sale corriendo y en el corredor, se topa con un soldado peruano a quien le cuenta que ya sabe cuál es el ecuatoriano. El soldado peruano le grita al herido del brazos que está preso, y le coloca el seguro a la puerta.

Esa noche, el soldado peruano agonizaba. Quería decir algo desde que había llegado a su lecho de herido, pero como ninguno de la casa hablaba quechua, nadie le entiendía. En eso, el soldado ecuatoriano que todo el tiempo había estado cubierto con su sábana, saca la cabeza y dice:

– “Quiere escribir una carta”

– ¿Cómo sabes?- le preguntan

– “Yo entiendo, señor – y ante su mirada de sorpresa continua – El y yo hablamos la misma lengua.”

Entonces, le dicta una carta extraña, de indio, pero al final el soldado peruano muere sin mencionar el destinatario de la misiva. “Habrá que mandar esto” pero como no supo a quién enviarla se la guardó en el bolsillo. En ese momento, el ecuatoriano le pregunta:

– “¿Cuándo me iré de aquí?. Este aire me mata, señor. Ya puedo caminar.” (….)

Muchas veces, frente a un problema reaccionamos sin meditar, sin ver lo subyacente a ciertas situaciones y siempre con prejuicios, es el típico temor a lo desconocido, al otro. Cuando existe claridad en nuestros pensamientos, meditamos sobre todo lo ocurrido y vemos nuestros puntos en común con el otro, colocándonos en su lugar, es cuando realmente damos el primer paso para vencer el problema.

Esta ha sido una historia de guerra, una historia donde no existen derechos ni piedades y sin embargo un elemento común (el idioma Quechua) nos hace ver que compartimos algo que va más allá de las armas o de las fronteras, algo más ancestral y vivo en nosotros a pesar de todo lo sufrido por el pueblo indígena durante 5 siglos. “La guerra, más allá del discurso nacionalista y chauvinista, es una estupidez entre pueblos hermanos. Sin embargo, ni los gobernantes, ni los militares parecen entenderlo” hasta que la situación los toque de verdad. Siempre debemos dar una mirada al pasado parar poder proyectarnos al futuro.

*Algunas partes han sido tomadas y modificadas de mi fuente para los fines del presente post: http://www.explored.com.ec/noticias-ecuador/los-moribundos-77302-77302.html Leer más

La panadería del gato

Cuando uno compra pan para el desayuno se imagina al panadero preparando la masa, su ayudante mezclando la harina, y otro colocando la masa cruda dentro de un horno de metal. Patrañas!.

Una mañana mi mamá llegó a la casa con seis panes dorados, crocantes por fuera y muy pequeños como pastillas; suficientes para el rápido desayuno de las mañanas de comienzos de semana. Esos panecillos no eran suaves como los bizcochos, ni tan duros como para atorarse o remojarlos. Tenían un sabor entre salado y dulce incomparable. Su color y brillo le daban ese toque de “hecho en casa”, lo cual me causaba cierta curiosidad por conocer su origen. Mi lengua quedó atrapada por su sabor y textura pues era “la zona gris” de la panadería artesanal.

Muchas veces me había propuesto ir a comprar el pan en las mañanas pero nunca lo hice y, en vez de ello, decidí hacerlo en las tardes despues de clases. Mi mamá me dió la dirección para llegar “seguro”:

-“Mira, caminas de frente, y cruzas la pista, de ahí vas por la vereda y doblas a la izquierda, luego bajas y ten cuidado con resbalarte (a dónde me estaría enviando); pasas por la casa de señora Catalina y dos casas mas allá esta la panadería” – Mejor me hubiera dicho que quedaba cerca de la casa de la sensual Doña Catalina (Ahí me ubicaba como radar).

En fin, esa tarde fui camino a la casa de Doña Cata y “dos casas más allá” encontré otra casa. Nada que ver con lo que mi imaginación me había hecho soñar: Una panadería de mayólicas blancas donde hubieran estantes y aparadores con una serie productos lácteos y jamones de toda clase expuestos al respetable público, un horno metálico rechinando de limpio y donde se vendiera leche fresca por la cual pagabas el precio mientras uno de los ayudantes cobraba el dinero y lo depositaba en una computarizada caja registradora. De todo lo anterior lo único confirmado era que te cobraban el dinero por el pan. No había mayólicas, aparadores con lácteos, ni hornos de metal ni mucho menos caja registradora, ésta era una bolsa colgada de un clavo en la pared de quincha. En la mesa, solo una caja dispensadora grande de té filtrante y seis latas de leche eran la oferta adicional al cliente.

El local era una suerte de casa pero sin separaciones internas. Mas se parecía a un patio con techos de paja y calamina metálica juntos y a través de los cuales se colaban unos pocos rayos del sol de la tarde. El ambiente era fresco y el color de las paredes daba una sensación de que estabas en medio del desierto. Las paredes eran del material con el que se suelen construir las casas rurales (caña brava, barro, pajilla y caca de burro), cero ventanas y sólo la puerta de ingreso y salida. El piso de tierra acababa de ser barrido y mojado superficialmente para que no se levantara una polvareda. Había un hombre de unos 50 años ahí parado esperando a que le pagues para darte el pan del día. El color de la tierra dominaba tanto el ambiente como la tez del opaco señor de los panes.

Después de esa rápida mirada al lugar, me concentré en el horno y le pedí al hombre que por favor me diera diez panes, llevé mi propia bolsa pero él los colocó en una bolsa de plástico y la cerró de dos vueltas con un rápido nudo. En ese momento, miré el horno por dentro y ví una pala brillante del tamaño de una mesa familiar. El horno era grande y estaba hecho del mismo material de la casa, dudé al recibir el pan, su forma acampanada con una boca mediana en la entrada y una salida de aire en su parte superior me hicieron pensar que era la casa de un duende. Cobró, pagué, recibí el pan y me fui.

En la salida encontré un gato atigrado, que mirándome hacia arriba me dijo “Miau” y lo contesté “chau”, al menos habíamos versado. Si este gato me hubiera dicho algo más ese día me hubiera enterado que compartiríamos algo más que saludos en el futuro.

Así pasó el tiempo y nada, seguí probando y comiendo ese rico pan. Mi familia no tanto pero yo si, casi todos los dias, religiosamente iba a la panadería a comprar ese pan suave por la grasa hidrogenada y pringoso por la tintura de clara de huevo. Lo sabía porque los ingredientes estaban siempre ahí, a la vista de todos los compradores.

Tiempo después agradecería el hecho de que este panadero artesanal no se haya animado a preparar y hornear panetones para navidad o fiestas patrias:

Hoy mil veces hubiera preferido
que mi madre sea la que hubiera ido
a aquella panadería
para evitar la sorpresa
que hasta el día de hoy,
quedaría en mi cabeza.

Un día cualquiera
Voy por la tarde
rumbo a la panadería
cuando el sol ya no arde.

Iba a entrar por un ratito,
y miro el pan muy animado
pero de pronto quedo desganado,
cuando veo a un lindo gatito
durmiendo dentro del horno.
“Mamma mia!,
Un gatto che dorme nel forno!”

Agh!, puaj! mi estómago decía,
y en los pelos y demas cosas
que ese minino podía estar dejando,
mi mente aún seguía pensando;
Mientras ál señor le pedía
que con sólo veinte céntimos,
me de dos “gato-panes” para ese día.

Por un ratito
miré al gatito,
estirándose a sus anchas.
Qué buena raza
tener una casa
donde vives solo,
y no cocinas, ni planchas.

Me convencí que ahí tirado vivía,
dentro de ese hueco que ya no ardía,
pasándola boca arriba,
casi nueve horas al día.
Tal vez esperando a su minina
y sin la conciencia que mi pan contamina.
Hasta yo sentía calentito
a ese lindo gatito.

Conchudo michifuz
no le tengas miedo a la luz
de ese carbón prendido que estoy metiendo
para que rapidito salgas de ahí corriendo…

Sucedió que el gato atigrado dormía en el horno, acurrucado, caliente y tranquilo después de cada faena. No lo culpo, al final es un animal inocente. Sin embargo no me gustó la idea de haber estado comiendo ese pan durante un año entero. Sólo me quedó ir mas lejos a comprar pan seco y cachangas pero, esta vez, sin pelo de gato.

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