Comiendo Muerte

Uno de los argumentos que más me impactó cuando trataron de volverme vegetariano fue el relacionado al “consumo de la muerte”. De acuerdo con lo que sustenta esta concepción del consumo de carne, nuestra alimentación carnívora es el equivalente al consumo de sufrimiento y muerte.

Como todos sabemos, los animales somos seres vivos en constante envejecimiento. Nacemos, vivimos y morimos. Es ese camino el que todos los organismos complejos inexorablemente siguen: se oxidan y deterioran poco a poco; y cuando dichos organismos complejos mueren empieza inevitablemente el proceso de descomposición que va deteriorando aún más y rapidamente la estructura del ser que una vez fue.

Peces, aves, mamíferos, etc. todos ellos mueren para ser parte de nuestra mesa. Ellos no mueren de viejos ni por acción de la naturaleza sino violentamente la mayoría de las veces. Un corte de cuello, desplumada, y agua caliente, pase uno, pase dos, y al final del día pasan mil pollos. Un shock eléctrico al cerebro,patas rígidas, deshollado, una cabeza por aquí, vísceras por allá. Asfixia, dos TM de atún, buques factorías, triturar, hervir, enlatados, aceite de oliva adicional, todo listo para consumir.

La muerte violenta se encuentra siempre presente en el origen de nuestra alimentación y lo aceptamos sin chistar. Lo hacemos sin tener claro el hecho de que nuestro cuerpo absorbe todo lo que le rodea: la luz, las malas pasadas, los temores y preocupaciones propias y de otros. Somos unas esponjas en constante entrenamiento que busca llegar a la perfección de una vida sin preocupaciones. Sin embargo, a pesar de que pocos logran tener una vida sin preocupaciones o al menos alivianar ese hecho, todo lo que nos sucede queda registrado en nuestro organismo. Nuestro patrón genético queda marcado por muchas cosas que nos sucedieron: penas, enfermedades, malos ratos, preocupaciones, etc; todo ello queda como una huella que nos pasará la factura en el futuro sino a nuestra próxima generación. Del mismo modo, también queda impregnado el dolor y sufrimiento de los animales de los cuales nos alimentamos. Dicen que el problema del cáncer esta relacionado con todo este argumento de la alimentación carnívora y tambíen con el origen de esta: Comemos sufrimiento y este pasa a nuestro cuerpo y se marca en nuestro código genético para ser postergado, como mencioné, en una próxima enfermedad sino a la siguiente generación.

Cosa distinta sucede con los vegetales que no poseen la compleja estructura de los animales con los que nos alimentamos. Los vegetales son ricos en minerales, especialmente en magnesio. Este último sirve como un gran regulador del organismo humano e incluso existen productos hechos a base de este elemento que son beneficiosos para la salud. Asimismo, una vez segados o cosechados, el proceso de descomposición de los vegetales no se asemeja en nada al de la carne. Pueden ser almacenados y no pasar nada malo con ellos en mucho tiempo.

Otra cosa que no debe admitirse es la producción y consumo de vegetales u organismos genéticamente modificados o “transgénicos”. A lo mucho puede aceptarse su existencia para producir biodiesel y hasta ahí nomas tal y como sucede en el caso del maíz que se consume masivamente.

Modificar lo último que nos queda de alimentación natural implica una grave intromisión en el equilibrio ecológico de nuestra madre tierra. Alimentar al ser humano con elementos adicionales y extraños que le dan una falsa percepción de seguridad y evitan hechos naturales que deben suceder porque así debe ser, es soslayar la autorregulación de la naturaleza. Entrometernos a nivel genético con lo que nace de la tierra implica una sed de ganar dinero inmediatamente sin tener una visión a futuro de los profundos daños que una “buena intención” puede significar.

Esta reflexión nació de un plato de cerdo al horno que me sirvieron en mi casa. Recordé un día soleado cuando yo corría directo al camal en donde se escuchaban gritos y chillidos muy fuertes y desgarradores: Estaban matando un cerdo. Cinco soldados lo agarraban parado mientras uno de ellos tomaba impulso para clavarle la punta del cuchillo y todito el filo (del tamaño del brazo del verdugo) en su corazón. El cerdo siguió vivo casi 10 minutos más, y podía transmitirme su miedo, el temblor de sus patas, su respiración acelerada, su “llanto”; en suma, todo su sufrimiento. Sangraba profusamente hasta caer desmayado y morir. La tierra de color crema estaba manchada con grandes chorros de sangre que iban a ser secados por ese inclemente sol del norte como para olvidar todo lo que pasó ahí. Al otro lado, cinco sujetos, que sólo seguían órdenes, ya preparaban sus filosos cuchillos para destazar y entregar la cena al cocinero de la cafetería quien serviría una apetitosa chuleta de cerdo en la mesa de algún oficial del cuartel.

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