Un Cuento del ’41: Los moribundos

Mientras que por el hemisferio norte del planeta se enfrentaban los aliados contra las fuerzas del eje, en sudamérica para ser mas precisos, en la frontera peruano-ecuatoriana y entre los años 1941 y 1942, se desarrolló una guerra entre dos países que tenían serias dudas territoriales después de sus respectivas independencias y que desafortunadamente debían ser aclaradas por la fuerza. Ambos países, de marcada herencia caudillista, decidieron enfrentarse.

El conflicto fue duro y muchas vidas se perdieron en una absurda disputa territorial que pudo haberse solucionado negociando en un primer momento. A veces la acción ciega de razón hace que no logremos separar a las personas del problema, o preguntarnos en el interés mútuo sobre el mismo.

Esta breve historia la escuché en palabras de Jamil Mahuad en un discurso dado en el auditorio de la universidad del Pacífico. Luego de escucharla saqué una lección que quisiera compartir:

Corría el año 1941 y la guerra entre el Perú y el Ecuador se desarrollaba con inevitables bajas para ambos lados. En ambos ejércitos el uniforme era prácticamente el mismo, siendo la única diferencia el tipo de calzado: Los peruanos utilizaban “botas” y los ecuatorianos “polainas” (suerte de escarpines pero mas largas). Las operaciones bélicas se llevaban a cabo sobre territorios de El Oro, Loja y Zamora-Chinchipe que el Ecuador defendía y en los esteros de Tumbes en el lado peruano.

Los heridos eran llevados a sus respectivos países en función de su calzado: botas y polainas, para aquí y para allá; esa era la única manera de reconocerlos en medio de ese campo de batalla que era para perder la razón si es que no se perdía la vida primero; sin embargo, una día en el campamento de Paita (Perú) aparecieron dos soldados sin botas. Fueron llevados a la casa de un poblador porque era tan grande el número de heridos que no había espacio para todos en el campamento. De rasgos iguales, mismo color de piel e incluso misma talla; ambos soldados estaban gravemente heridos y el enfermero tenía que salvar con prioridad al soldado peruano, sin embargo, existía esa gran incertidumbre en relación con la nacionalidad de estos dos moribundos.

“- Los que tienen polainas son ecuatorianos, Los que tienen botas son los peruanos.”

Uno es ecuatoriano, el otro peruano. Nadie sabe cual es cual. “Uno de ellos estaba color ceniza y sudaba y el otro tenía un brazo vendado fuera de la cama y las mejillas hundidas”. Aparte de eso no tenían nada especial. “Parecían dos pastorcitos cajamarquinos o dos de esos arrieros que yo había visto caminando infatigables en las punas de Ancash”. Ambos estaban desmayados. El que más sudaba, balbuceaba palabras ininteligibles durante las noches, nadie lo entendía y en su sufrimiento no podía ser atendido -“Esta delirando”- decían algunos.

-“Son peruanos, los ecuatorianos deben ser más peludos.”

A medida que pasaban los días y se celebraba la victoria peruana, nadie quería hacerse cargo de los heridos. Y es que “en medio del regocijo del armisticio, los moribundos eran vistos como los parientes pobres, esos defectos físicos que convenía esconder y olvidar para que nadie pueda ser capáz poner en duda lo bello de la vida y la paz.”

Una mañana uno de los soldados, el del brazo herido, se había despertado y estába levantado apoyándose en la pared. Al ver al enfermero que llegaba señaló al otro herido, y le dijo:

– “Se está muriendo, niño. Todita la noche ha llorado. Dice que ya no puede más.”

Y a continuación le dice:

– “Yo ya me quiero ir. Soy de Ecuador, de la sierra de Riobamba. Este aire me sienta mal. Ya puedo caminar. Despacito me iré caminando”. El enfermero sale corriendo y en el corredor, se topa con un soldado peruano a quien le cuenta que ya sabe cuál es el ecuatoriano. El soldado peruano le grita al herido del brazos que está preso, y le coloca el seguro a la puerta.

Esa noche, el soldado peruano agonizaba. Quería decir algo desde que había llegado a su lecho de herido, pero como ninguno de la casa hablaba quechua, nadie le entiendía. En eso, el soldado ecuatoriano que todo el tiempo había estado cubierto con su sábana, saca la cabeza y dice:

– “Quiere escribir una carta”

– ¿Cómo sabes?- le preguntan

– “Yo entiendo, señor – y ante su mirada de sorpresa continua – El y yo hablamos la misma lengua.”

Entonces, le dicta una carta extraña, de indio, pero al final el soldado peruano muere sin mencionar el destinatario de la misiva. “Habrá que mandar esto” pero como no supo a quién enviarla se la guardó en el bolsillo. En ese momento, el ecuatoriano le pregunta:

– “¿Cuándo me iré de aquí?. Este aire me mata, señor. Ya puedo caminar.” (….)

Muchas veces, frente a un problema reaccionamos sin meditar, sin ver lo subyacente a ciertas situaciones y siempre con prejuicios, es el típico temor a lo desconocido, al otro. Cuando existe claridad en nuestros pensamientos, meditamos sobre todo lo ocurrido y vemos nuestros puntos en común con el otro, colocándonos en su lugar, es cuando realmente damos el primer paso para vencer el problema.

Esta ha sido una historia de guerra, una historia donde no existen derechos ni piedades y sin embargo un elemento común (el idioma Quechua) nos hace ver que compartimos algo que va más allá de las armas o de las fronteras, algo más ancestral y vivo en nosotros a pesar de todo lo sufrido por el pueblo indígena durante 5 siglos. “La guerra, más allá del discurso nacionalista y chauvinista, es una estupidez entre pueblos hermanos. Sin embargo, ni los gobernantes, ni los militares parecen entenderlo” hasta que la situación los toque de verdad. Siempre debemos dar una mirada al pasado parar poder proyectarnos al futuro.

*Algunas partes han sido tomadas y modificadas de mi fuente para los fines del presente post: http://www.explored.com.ec/noticias-ecuador/los-moribundos-77302-77302.html

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