La resurrección lo cambió todo

10:00 p.m. | 23 may 23 (RNS/RD).- Cuando escuchamos los relatos de la resurrección durante la Pascua, a menudo nos centramos en lo que le ocurrió a Jesús: Resucitó de entre los muertos, atravesó puertas cerradas, se apareció de repente sin avisar a los discípulos y se sentó a la derecha del Padre. Pero probablemente sea más importante fijarse en lo que la resurrección provocó en los discípulos. En lo que leemos sobre ellos podemos observar el impacto que debería tener la resurrección en nosotros. Compartimos un par de reflexiones al respecto, en días previos a Pentecostés.

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En el Evangelio de Juan, las primeras palabras de Jesús resucitado son “La paz esté con ustedes”. El primer mensaje de la resurrección es la paz. Los discípulos acababan de ver cómo arrestaban, torturaban y crucificaban a su amigo y maestro. Estaban desconsolados, deprimidos, asustados y desesperados. Hoy diríamos que podían estar sufriendo estrés postraumático.

Jesús viene y les dice: “Paz. Todo está bien”. El mensaje de la resurrección es que, pase lo que nos pase, el Padre no dejará que la derrota y la muerte sean el final. Nos resucitará igual que resucitó a Jesús de la derrota a la victoria. Pero esta paz no es una paz de quietud, no es una paz de sueño. Inmediatamente después de desear la paz a los discípulos, Jesús dice: “Como el Padre me ha enviado, así los envío yo”. La paz es el primer don de la resurrección, pero la misión es el segundo. Jesús da a los discípulos y a nosotros una misión: “Como el Padre me ha enviado, así los envío yo”.

Como cristianos tenemos hoy la misma misión que Jesús tuvo de su Padre, difundir la buena noticia del amor del Padre, de la compasión y misericordia del Padre. Nuestra misión, como la de Jesús, es ayudar a establecer el reino de Dios, un reino de justicia, de paz y de amor. Como Jesús, debemos tender la mano a los marginados y a los que sufren. Debemos dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, acoger al forastero, vestir al desnudo, alojar a los sin techo. Ésa era la misión de Jesús; ésa es nuestra misión como presencia de Cristo resucitado en nuestro mundo. A esa misión se añade hoy la de salvar el planeta, la creación de Dios, del calentamiento global.

El tercer don de la resurrección es el Espíritu. Jesús sopla sobre los discípulos y les dice: “Reciban el Espíritu Santo”. En el Evangelio de Juan, no tenemos que esperar a Pentecostés. El Espíritu se da el Domingo de Resurrección. Es el Espíritu Santo el que trae la paz y la confianza en Dios. Es el Espíritu Santo el que nos da valor para asumir la misión de Jesús. Es el Espíritu Santo el que nos transforma en el cuerpo de Cristo. Es el Espíritu Santo el que nos inspira amor por todos nuestros hermanos y hermanas. Es el Espíritu Santo quien nos da el poder de perdonar los pecados de los demás.

Vemos los efectos de la resurrección y el poder del Espíritu en los Hechos de los Apóstoles.

En primer lugar, los primeros cristianos estaban deseosos de ser instruidos en su fe. Escuchaban los relatos sobre Jesús que acabaron convirtiéndose en los Evangelios. Siguieron con devoción la enseñanza de los apóstoles, como podemos ver en las cartas de Pedro y Pablo.

En segundo lugar, los primeros cristianos se dedicaron a la vida comunitaria. Comían juntos. Disfrutaban de la compañía de los demás; hablaban de su fe, de sus valores, de lo que era importante para ellos. Compartían lo que tenían. Se ayudaban mutuamente. Eran generosos con los necesitados. Eran muy hospitalarios.

En tercer lugar, los primeros cristianos se dedicaban a partir el pan y a rezar. La fracción del pan era un nombre primitivo de la Cena del Señor, la Eucaristía. Se celebraba en los hogares durante una comida, como en la Última Cena. Los cristianos rezaban oraciones inspiradas en las de la Pascua judía, y alababan y daban gracias a Dios por la vida y el mensaje de Jesús.

El apóstol Tomás no vio a Jesús en Pascua porque no estaba con la comunidad. Se negó a creer a los que habían visto a Jesús. Pero a pesar de sus dudas, a pesar de su incredulidad, no abandonó la comunidad de los discípulos. Cuando Jesús volvió, él estaba allí. El ejemplo de Tomás nos muestra que las dudas son una parte normal de ser cristiano, incluso después de la resurrección. Tomás admitió honestamente sus dudas, las compartió con los demás discípulos, pero de todos modos permaneció en la comunidad. Tampoco lo expulsaron por dudar. Si se hubiera marchado disgustado o si lo hubieran echado, no habría visto a Jesús cuando vino por segunda vez. Esta es una lección para todos nosotros en la Iglesia. Si Tomás pudo tener sus dudas y quedarse, nosotros también podemos. Parte de ser cristiano es vivir con el misterio, vivir con cosas que no entendemos.

Como los primeros discípulos, debemos dedicarnos como comunidad a la enseñanza de los apóstoles, debemos compartir lo que tenemos con los necesitados, y debemos rezar y partir el pan juntos. Al partir el pan reconocemos la presencia de Jesús resucitado, que es la fuente de nuestra esperanza. Pedimos su paz, aceptamos su misión y rezamos para estar abiertos al Espíritu. En la Eucaristía no sólo nos encontramos con el Señor resucitado, sino que nos transformamos en su cuerpo para poder continuar su misión en el mundo.

Jesús decidió pasar sus días entre nosotros, como fiel amante de la vida y de la libertad

Los textos conocidos como relatos de “las apariciones del resucitado” son relatos fundamentalmente teológicos, “parabólicos” y simbólicos. Así debemos acogerlos, leerlos e interpretarlos, no como páginas de un libro de historia, sino como testimonios de la fe profunda y firme de los discípulos. Testimonio de una adhesión libre a la vida y el Evangelio del crucificado, que “venció” el odio y la violencia (perdonando a sus agresores) y “surgió victorioso de la misma muerte” transformando decisivamente las vidas de quienes creyeron en Él, con una capacidad de amor, que antes no supieron ver.

La resurrección les convirtió a todos ellos (hombres y mujeres) en testigos comprometidos con la liberación de los pobres a semejanza suya, dispuestos, ahora sí, a entregar la propia vida (como así ocurrió) por su causa: el reinado de Dios. Un reinado que nada tiene de tronos, dominaciones, potestades, querubines y trompetas en las nubes, sino con la libertad y con el honesto deseo de amar, “como él les había amado”, “hasta el extremo” de morir amando.

La vida y la muerte de Jesús nada tienen que ver con la sumisión, ni a la voluntad de Dios, ni a la de los hombres. Tiene, y mucho, que ver con “las voluntades interesadas” de los poderosos y opresores de su pueblo. Ellos decidieron cómo y cuándo eliminar al joven galileo que andaba abriendo los ojos y haciendo caminar en libertad a su pueblo, curando y sanando profundamente sus heridas, las físicas y las internas.

Es un buen momento para retomar el tema de la libertad y la voluntad de Dios en Jesús. Un tema que necesita de interpretación, teológica y pastoral nueva: más acorde con los Evangelios y con un lenguaje capaz de ser anunciado, entendido y compartido por las generaciones y culturas del siglo XXI. Generaciones enormemente diversas en la concepción de la existencia humana, en su fragilidad y sus capacidades. Un tema que, por otra parte, necesita clarificar la misma Iglesia en su esencialidad sinodal y evangelizadora. Ha pasado el tiempo de la autoridad/clericalismo de unos (pocos) y la sumisión de la práctica totalidad del Pueblo de Dios (laicos y laicas). Ha pasado el tiempo de “obediencias ciegas”, cómplices y amargas, en el bien y en el mal.

Ni una sola de sus palabras, ni uno solo de sus gestos, ni un solo acontecimiento de su vida fue fruto de la sumisión, y mucho menos la crucifixión. Sus palabras, y su vida toda, son la expresión máxima de la libertad humana cuando decide amar fielmente, en cada momento, a Dios en los hermanos, al precio que sea. Capaz de pasarse la vida “arrodillándose solo” ante los enfermos, para sanar, ante las prostitutas y demás pecadores para rescatarles de la ley y de la culpa. Libre para poner en pie a cualquier ser humano amenazado de opresión o exclusión. Libre para librar del pecado de la injusticia y de cualquier perturbación.

A los discípulos les costó entender muchas cosas, y a nosotros también. Es difícil de entender la libertad de quienes optaron por “arrodillarse” para adorar solo a Dios, sanando y consolando a los hermanos heridos. Es difícil entender la libertad para dar y servir, sin límites (aunque acompañados siempre de las propias limitaciones). Es difícil entender la libertad para ponerse a la cola, caminar al paso de los más lentos o vivir austeramente para compartir con los pobres y de paso salvar el Planeta. Es difícil entender que solo quien así vive tendrá la credibilidad necesaria para evangelizar y proponer a los demás la opción de vida propuesta por Jesús. (Mateo 20, 27)

Jesús decidió pasar sus días entre nosotros, como fiel amante de la vida y de la libertad. Este fue el rasgo más divino y sobrenatural de su persona, que merece la pena ser creído y reseteado, permanentemente en la “memoria” de la comunidad eclesial, por todos y cada uno de sus discípulos y discípulos… (click aquí para leer reflexión completa).

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Fuentes

Religion News Service / Religión Digital / Foto: The Chosen (Captura de Youtube – Temporada 3)

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