Régimen de privilegio

7.00 p m| 2 oct 14 (MENSAJE/BV).- El privilegio se ha transformado en fundamento de la convivencia social. No es fácil detectarlo, porque forma parte del substrato ideológico, aquella base oculta que no se conversa porque todos lo dan por entendido. Nadie cuestiona la concentración de riqueza en las manos de pocos. Es una realidad opuesta al modelo que Jesús propuso con su presencia entre nosotros.

Él soñó con una dignidad universal, independiente de méritos, aparentes o reales. Ese ideal lo llamaba el Reino de Dios, en el que siempre hay un lugar para los excluidos. Según Su inspiración los verdaderos santos y mártires de nuestro tiempo no son los profetas de la pureza exclusiva, sino los defensores de los marginados. Reflexión de Nathan Stone SJ. publicada en la Revista Mensaje.

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En este régimen se acepta que la salud sea para los que puedan pagar, que el estudio sea para los hijos de los ricos y que la justicia sea un lujo para quienes puedan contratar abogados caros. Los acomodados botan la comida a la basura, y los pobres se acuestan con hambre.

La evidente injusticia de esta situación se encubre bajo el manto del mérito. Tenemos un sistema que privilegia a quienes “lo han merecido”. Tan fuerte es la fe del pueblo en el sistema de los méritos que no lo cuestiona, siquiera cuando los gerentes generales de empresas en quiebra se pagan bonificaciones millonarias antes de despedir a todos los trabajadores.

Se supone que el mérito estimula la producción. Es decir, la amenaza de morirse de hambre obliga al pobre a trabajar en las condiciones que sean. En la actualidad, cerca de 50% de la riqueza del mundo es controlada por 1% de la población. Se trata de personas que no producen nada. El sudor de la frente es, para ellos, una metáfora. A lo más, administran la productividad de los demás, desde algún lugar distante, cómodo y climatizado. La democracia ha sido secuestrada en beneficio de las élites económicas. Las leyes privilegian a los poderosos, porque los poderosos hacen las leyes.

El mérito es un mito, pero da un aura de legitimidad moral a la injusticia del privilegio. Los privilegiados (y sorprendentemente, los no-privilegiados, también) consideran que los favores concedidos por la sociedad son derechos que ellos se han ganado. Quienes los insultan con un trato igualitario transgreden el orden establecido. Como si hubieran pecado.

Ejercemos el poder político exclusivamente al interior del sistema. Es decir, el pueblo no aspira a la superación de la tiranía del privilegio. En el mejor de los casos, quiere acceder al privilegio. Quiere conseguir un poco de eso para sí mismo; para su región, para su gremio o su familia. Se permite, al menos en teoría, porque el reacomodo del privilegio no cambia el sistema como tal. Por otro lado, si el pueblo llegara a soñar con la dignidad universal de todo ser humano, sería considerado peligroso, terrorista o revolucionario. Se le obligaría a callar.

Jesús soñó con la dignidad universal de todo ser humano, independiente de méritos, aparentes o reales. Ese ideal lo llamaba el Reino de Dios, y enseñó a sus discípulos a pedir la venida de ese Reino en su oración cotidiana. Es otro sistema, con otra lógica, otro fundamento y otras suposiciones. En el Reino de su Padre, hay un lugar en la mesa para los excluidos. No existen privilegios ni favores, porque no se necesitan. Todos son tratados como hijos e hijas.

La sociedad del privilegio conoce la parábola de los trabajadores en la viña, pero suele invertir el significado. Indignados por el salario inmerecido de los que llegaron a última hora, los cristianos modernos embargan la historia para exhortarse, los unos a los otros, sobre el deber moral de llegar temprano y trabajar todo el día. La ética puritana del trabajo pesa más que el evangelio. Se valora el mérito (que la parábola cuestiona) más que la compasión del dueño de la viña. No se acepta la dignidad universal e inmerecida de todo ser humano. El pueblo cree que el pobre se tiene que ganar la dignidad que el rico recibió como herencia.

Israel se consideró el pueblo escogido del Señor, su propiedad predilecta, una nación especialmente favorecida. Los hijos de Abraham eran los protegidos del Todopoderoso. Ellos ocupaban un lugar de privilegio. El pueblo escogido de hoy se justifica con esa lógica. Asumió el privilegio socio-cultural como un derecho divino. Eso es aberrante. Su presuposición ideológica no le permite ver que la elección de Israel, más que privilegio, es un llamado.

El pueblo de Dios no fue escogido por sus méritos para recibir favores, sino por su pobreza, su humildad; por ser el más pequeño, el más necesitado entre las naciones. Cuando los israelitas eran esclavos en Egipto, el Señor los rescató con mano fuerte y brazo extendido, restituyendo su dignidad de hombres libres, su legado desde la creación del universo. Israel no fue escogido para el privilegio, sino para que, a través de él, la bendición del Señor pudiera llegar a todos. Fue elegido para ser profeta de la dignidad universal e inmerecida de todo ser humano. El pueblo tiene la misión de compartir la alianza, para que nadie quede sin conocer la misericordia eterna del único y amoroso Dios de todas las naciones, aquel que no deja a nadie sin el pan de cada día, no importa cuántas horas trabajó.

Jesús ha venido especialmente para los de lejos, los de fuera, los marginados. Los verdaderos santos y mártires de nuestro tiempo no son los profetas de la pureza exclusiva, sino los defensores de los excluidos. Hemos de seguir su ejemplo, dando la vida para dar vida a los últimos, los que, para Dios, son los primeros.

Fuente:

Revista Mensaje

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