Si bien es cierto que desde 1940, las migraciones del campo a la capital aumentaron y trajeron como consecuencia la formación de barriadas y asentamientos humanos, no se puede negar, que al principio, y hasta nuestros días, los migrantes fueron mal vistos por los limeños, quienes los tildaban de “recién bajados”, de “serrano”, “ignorantes” o incluso “invasores”. No obstante, el terror y la befa, durante ese lapso de tiempo, han sido uno de los factores que provocaron cambios en el comportamiento y la perfomance de los hijos de aquella masa indígena, que se inclinan, de acuerdo con algunos sociólogos, hacia la “aculturación”, el “mestizaje”, el “acriollamiento”, la “cholificación” o el “blanqueamiento”; términos que aluden a diferentes procesos culturales.

Es otras palabras, esa nueva generación dejó, modificó o adaptó los patrones y elementos ancestrales en el nuevo espacio. Los hombres abandonaron los llanques (sandalias de cuero o de neumático) y los ponchos, mientras que las mujeres abandonaron el cerquillo, las trenzas y la pollera; otros conservaron la vestimenta; algunos abrieron tiendas, donde vendían productos golosinarios y lácteos, y para obtener la prosperidad veneraban, al mismo tiempo, a Jesucristo y al equeco; la música chacalonera pasó a ser chicha; tantas otras transformaciones que ocurren aún en nuestros días.

Este nuevo escenario ha ocasionado, al menos así parece, la aceptación de esta nueva ola cultural (que es diferente a lo tradicional indígena y diferente a lo tradicional limeño, o cualquier cucufatería). En este contexto, muchos se autoidentifican como cholo. Así, ya no resulta sorprendente este calificativo en palabras de Magdiel Ugaz (“Soy una chola rica, bien peruana“), de Magaly Medina (“Soy una chola bien sobrada porque entro sin mirar. A mí que me saluden porque yo soy mujer“) o de Tula Rodríguez (“Soy chola y la vedette nunca se me olvida“). ¿Habrá cambiado las percepciones de todos limeños?

Mis alumnos a veces me comentan que en el Perú ya nadie es racista y que analizar este tema es anacrónico (en ciertas ocasiones, noto el disgusto o el aburrimiento; escucho la queja o el desapruebo). Saben que racializar o discriminar social, cultural, política y lingüísticamente no es correcto. El racismo, en muchas partes del mundo, ha generado rechazos a muchos individuos racializados del acceso a servicios de salud, salubridad, educación; omisiones en la toma de decisiones nacionales; violencia, matanzas, esterilizaciones forzadas, muertes, venganzas. Si el racismo y la discriminación, supuestamente, no se perciben, la invisibilidad no implica desaparición. Por ello, algunos sociólogos y lingüistas críticos de los discursos del poder ―a los que me sumo― reconocen la existencia de un “racismo silencioso” o un “racismo encubierto”. Nadie se define como racista, pero a la vuelta de la esquina, en el chat, en un panfleto, o en una pared cualquiera persona segrega a otra de forma despectiva o vejatoria. Se defiende un “nosotros” y se combate al “ese otro”.

La semana pasada, en este mes de junio, estuve de visita en un hospital del Estado, allá en la avenida Grau, y en el servicio higiénico encontré una expresión anónima que despertó mi rechazo: “El serrano es la escorea del ser humano” (la encontré con esa “e“, a pesar de que el diccionario prescribe la escritura con “i”, es decir, “escoria“; y cuya acepción 5 se registra la siguiente definición: “cosa vil y de ninguna estimación”, pero en ella no considera una marca sociolingüística de uso despectivo); y, a su lado, se registraba la siguiente respuesta: “Por el ser humano comes la papa, quinua (una lisura, no la reproduzco; solo diré que empezaba con ‘m…..’), cebada, tunas, ollucos, yuca, etc., etc.)“. Un enfrentamiento anónimo en un contexto donde nadie se atrevería a declararse racista.

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¿Cómo citar esta fuente?
LOVÓN CUEVA, Marco (2010). “¿Seguimos siendo racistas?”, en blog de Lenguaje y Redacción. Lima: PUCP, 20 junio. http://bit.ly/1YzycB2.
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