El día de ayer, en el evento organizado por GovRisk, titulado “Combatiendo el fraude en la contratación pública de obras”, el profesor José Ugaz Sánchez -Moreno, hizo alusión al libro de Alfonso W. Quiroz, titulado “Corrupt Circles: A History of Unbound Graft in Perú”, publicado en Estados Unidos el año 2008, en versión inglés.
Este libro, según el prolijo resumen efectuado por Roberto Lerner, más que una radiografía, puede decirse que el texto constituye una suerte de resonancia magnética funcional de 250 años de corrupción sistémica, en un país que interiorizó hasta la médula las prácticas patrimonialistas que caracterizaron al imperio español.
“Comia ilimitada” es una traducción libre, ya que ¿sorpresa, sorpresa?, los ciudadanos, Quiroz diría súbditos, de este país de maravillas no podemos leer el libro en nuestra lengua materna. Un tema tan incómodo para tantos, que recorre toda la vida de la nación y se encuentra en las raíces de los árboles genealógicos más emblemáticos, suena mejor en inglés.
Quiroz revisa el significado histórico de la corrupción y sui impacto en la configuración del Perú, especialmente en términos de desarrollo potencial frustrado.
A lo largo de ciclos consecutivos, vemos cómo algunos intentos de consolidar el imperio de la ley, la regulación de oportunidades para todos, el control de los poderosos por función o por dinero, se estrellaron contra una alianza de poderes fácticos, intereses particulares y la ausencia de un servicio público profesional.
Quiroz documenta cómo en el siglo XVIII Antonio de Ulloa denunció injusticias, negociados y abusos, pero sus esfuerzos y algunas tímidas iniciativas venidas de ultramar sucumbieron a los apetitos de funcionarios reales y elites criollas, que, en las postrimerías de la colonia, colaboraron para retrasar lo más posible una independencia que vino de fuera.
El periodo republicano, con sus libertadores extranjeros y una elite aterrorizada por la indiada andina, se inició con una guerra de caudillos que no hicieron sino profundizar la corrupción y, nos expone Quiroz en el capítulo II, debilitar las posibilidades de una institucionalidad sólida que incluyera un control del poder.
Los empréstitos contratados a espaldas del país y la dilapidación de la riqueza guanera se unieron a enfrentamientos en los que los adversarios se acusaban mutuamente de corrupción.
En el capítulo III, que Quiroz llama apropiadamente “el sendero torcido hacia al desastre”, podemos seguir los vericuetos de las intrigas de las familias que se adueñaron del Perú, las sustanciosas coimas que producía la compra de material bélico ante el conflicto con España y la masiva construcción de obras públicas. Este es un capítulo dramático en medio de una rigurosa documentación: el asesinato de un político reformista y civilista como Pardo, golpes y contragolpes y, finalmente, la desastrosa guerra del pacifico, dejaron completamente al desnudo una sociedad cuyos conductores no tenían ninguna noción del bien común, ni el más elemental sentido de trascendencia nacional e institucional.
En el capítulo IV Quiroz nos lleva de la mano hacia otra frustración nacional.
Podría pensarse que una improvisación corrupta que condujo a la pérdida de territorio y a una catástrofe económica, junto con la denuncia de estilo profético de Manuel González Prada, podrían haber conducido a un proceso de regeneración.
Pero no. Choques de caudillos, renegociaciones –el contrato Grace– de deudas gigantescas y alianzas con grandes intereses foráneos, terminaron con la autocracia de Leguía, quien condujo una seudo democracia y un impulso modernizador administrado por sus amigotes que trataron al estado como botín.
La historia se acerca a nuestros días, y en el siguiente capítulo accedemos a los círculos de corrupción que sobreviven a los intentos de cambio que traen José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre. Fundadores de partidos, ideólogos vigorosos y personas probas, trajeron esperanzas a una población que comenzaba a urbanizarse y protagonizaría migraciones masivas hacia la ciudad de Lima. Entre los nuevos aires, por un lado, y los esfuerzos oligárquicos por detenerlos o domesticarlos –trabajo siempre encomendado a miembros de las Fuerzas Armadas–, y salvo el corto interregno de Bustamante y Rivero, la corrupción se instala en regímenes militares y, al final, en contubernios que traicionan los afanes de reforma, en medio de una nueva fuente de riqueza y coima: los ingresos que trae la reactivación económica por el esfuerzo bélico de la Segunda Guerra Mundial y la postguerra.
Con el capítulo VI ingresamos a un contrapunto de democracia y dictadura institucional de las Fuerzas Armadas. La ilusión de un nacionalismo reformista de clase media que significó Fernando Belaunde, terminó arrinconada por una oposición de derecha y un discurso antiimperialista que, justamente, tomó como bandera la anticorrupción: el escándalo de la página 11, los debates sobre La Brea y Pariñas y la International Petroleum Company proporcionaron un argumento final al ingreso del reformismo militar. Al igual que la oligarquía, la izquierda peruana encontró coroneles y generales que gobernaran por ellos. Sin embargo, en medio de reformas que pusieron al Estado en control de una parte importante de la economía, la corrupción no cesó y se alimentó de compras masivas de armamentos a la Unión Soviética, entre otros.
La oposición entre derechistas e izquierdistas en el círculo íntimo de Juan Velasco Alvarado –La Misión y los Altecos– fue un asunto de ideología, pero también de reparto. Terminaron por imponerse los primeros y se fueron desmontando los “cambios revolucionarios irreversibles”, acabando en la asamblea constituyente y el regreso a la presidencia de Fernando Belaúnde. Entre éste y su sucesor, Alan García, fueron diez años de democracia indudable, salpicados por innumerables escándalos de corrupción que fueron generando un desencanto general con la política y la búsqueda de figuras mesiánicas que viniera de fuera.
Cuando se hizo evidente que Alan García estaba presidiendo un régimen inviable en lo económico y corrupto, ante la fallida nacionalización de la banca que propuso el presidente y el ingreso en la arena política del ahora Premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa, los peruanos se prepararon para un cambio que adecentara la política. Pero no fue el escritor, sino un desconocido profesor de la Universidad Nacional Agraria, Alberto Fujimori, quien se hizo con el poder. Y con él, regresaron operadores políticos oscuros que venían del gobierno militar y que fueron cooptando el Poder Judicial y otras instituciones. Al amparo de muchas de las reformas económicas propugnadas por Vargas Llosa y que sonaron a “música celestial” para los oídos del FMI y del empresariado nacional fue tejiendo una alianza entre éste, las burocracias internacionales, las fuerzas armadas y el aparato de inteligencia conducido por Vladimiro Montesinos.
Es en ese contexto en el que se desarrolló una cleptocracia autoritaria y modernizadora, nueva versión del leguismo de fin de siglo, con medios de comunicación domesticados y una población que reforzó el clientelismo resignado que se expresa en “roba pero hace obras”. Sabemos cómo implosionó el régimen de Fujimori y, aunque el retorno a la democracia se hizo bajo la bandera de la lucha contra la corrupción, Toledo no la llevó demasiado lejos y el periodo que termina en estos meses su sucesor, Alan García, ha estado marcado por sendos escándalos de corrupción donde los intereses privados viven de manera promiscua con los agentes del Estado, aunque unos medios de comunicación sin cortapisas arrojan su luz sobre ellos y los mantienen a raya parcialmente.
El riguroso trabajo de Alfredo Quiroz combina datos certeros, información concreta, análisis económico, mapeo de redes familiares, señalamiento de alianzas subterráneas, perversiones burocráticas y una prosa que no le quita capacidad de mantener la atención. Me pregunto: ¿acaso no cambió nada el Perú en 250 años? Cuando se revisa el último cuadro del libro, al ver el porcentaje que ha costado la corrupción, entre 3% y 4% del PBI, entre 30% y 40% del gasto público, uno no puede sino sentir desánimo. Más corruptos los gobiernos cívico-militares, pero no tanto más que los democráticos, la corrupción emerge de este libro como un enorme robo al futuro, un obstáculo mayor para desarrollo, una burla a la esperanza. Quiroz lo ha cuantificado y diseccionado a lo largo del tiempo.
Alguien dijo que no se le hace servicio a un carro alquilado. El problema en el Perú es que sus habitantes, sobre todo si llegan a ejercer poder –lo mismo ocurre con parques, terrenos y otros espacios donde hay una dinámica entre público y privado– es que tratan al país como un carro alquilado. Lo usan, lo aprovechan, lo explotan, no lo cuidan, se roban las piezas antes de que venga otro conductor y se lo quite, lo ponga operacional con algo de maquillaje y a comenzar de nuevo. ¿Habrá –escribo esta reseña a un mes de las elecciones generales de 2011– una ruptura de los círculos de corrupción?
Roberto Lerner (PUCP)
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