La paradoja en la Pasión y la Cruz

5:00 p.m. | 31 mar 21 (TF).- ¿Cómo puede una cruz, que significa sufrimiento, desgracia y humillación, ser vista como un símbolo de esperanza? La religiosa Teresa White encuentra, en la poesía y la pintura, formas de ver la luz de la resurrección en medio de la oscuridad de la crucifixión. Observa en una pintura de Salvador Dalí sobre la crucifixión, cómo se expone toda la desolación de un momento doloroso, pero al mismo tiempo son las tinieblas de la muerte las que derivan en el camino a la resurrección.

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Una paradoja no es simplemente una figura retórica utilizada por los eruditos y los poetas para expresar conceptos difíciles o interesantes: las aparentes contradicciones forman parte de la vida. Muchas cosas no son lo que, a primera vista, parecen ser. El papel del artista consiste en profundizar en las cosas y ver que, a veces, la incoherencia desconcertante puede tener su propia verdad.

La pintura de la crucifixión de Salvador Dalí es una paradoja visual: sin negar las desolaciones de la realidad, apunta más allá de la muerte y arroja luz sobre la tensión entre morir y nacer. Vemos a Jesús en la cruz, suspendido en la oscuridad entre la tierra y el cielo; sin embargo, tanto la figura como la cruz están impregnadas de luz. No hay clavos, ni heridas, ni sangre, ni signos del profundo sufrimiento y de la indecible crueldad que implica la más horrenda de las muertes.

El poeta escocés Edwin Morgan, reflexionando sobre este cuadro, escribe: “No es de este mundo, y sin embargo lo es, / y así es como debe ser”. Porque aquí, “…la luz y la muerte se encontraron una vez” ¿Está diciendo que aunque la cruz termina en la muerte, está abierta a la vida de la gracia en toda su abundancia? La de Dalí es una imagen tierna de Jesús crucificado. Este cuadro no es una declaración de desesperanza. Jesús parece aceptar su destino: hay una nobleza generosa en su gesto de abrazo, y todo el lienzo está lleno de una tranquilidad que acoge, pero apunta más allá de la muerte.

Es cierto que la sensibilidad de Jesús, su mirada compasiva, no tienen cabida aquí, pues sus manos están colocadas en el travesaño y no podemos ver su rostro. Además, su elocuencia queda silenciada: desde esta cruz no pronuncia palabras de sabiduría, bendición y curación, palabras con las que había cautivado a las multitudes, palabras con las que difundía la buena nueva del amor de Dios por todos los hombres. Los hombres y mujeres que lo habían venerado, que lo llamaban profeta, que creían que era el Mesías, ahora lo miran en su humillación. Su cuerpo desnudo es ahora su mensaje. Para los que tienen ojos para ver, el significado es claro: el gran sufrimiento, la miseria y la pobreza pueden conducir a un florecimiento de la belleza, la bondad y el amor. A los que no tienen nada, se les dará mucho.

Dalí bautizó su cuadro con el nombre de “Cristo de San Juan de la Cruz”, reconociendo que se inspiró en un dibujo del místico del siglo XVI del mismo nombre. Sin duda, también había reflexionado sobre los escritos del santo, con sus constantes alusiones a la paradoja, a las aparentes contradicciones de la vida espiritual. “La resistencia a las tinieblas”, escribió Juan, “es una preparación para la gran luz”. La pintura muestra que, en Jesús, las tinieblas soportadas conducen a una gran luz: en Jesús, la muerte y la resurrección se producen. En esa luz, Jesús ha ido mucho más allá de los conmovedores reproches del libro de Miqueas: “Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿Qué daño te he hecho? Respóndeme”. (6:3) Esos reproches no encuentran eco aquí.

La cruz, el símbolo cristiano más antiguo y reconocido, es aclamada en el himno latino del siglo VI, Vexilla regis, como la spes unica (‘única esperanza’) de salvación. ¿Cómo puede una cruz, que ostensiblemente significa sufrimiento, desgracia y humillación, ser vista como un símbolo de esperanza? El teólogo y filósofo brasileño Leonardo Boff ofrece una explicación perspicaz de esta paradoja:

La cruz, por tanto, es símbolo de rechazo y de violación del sagrado derecho de Dios y de todo hombre. Es producto del odio. Empeñándose en la lucha para abolir del mundo la cruz, la persona sufre sobre sí la cruz impuesta e infligida por los que crearon la cruz. La acepta, no porque ve en ella un valor, sino porque rompe su lógica de violencia con el amor. Aceptar es ser mayor que la cruz; vivir así es ser más fuerte que la muerte.

Visto así, la cruz es un poderoso recordatorio de que Dios obtuvo una victoria desde la derrota, trajo vida de la muerte, y mostró esperanza en medio de la angustia. Elizabeth Johnson se hace eco de la idea de Boff de que la cruz rompe la lógica de la violencia: dice que “la muerte brutal de Jesús pone en práctica la solidaridad del Dios clemente y misericordioso con todos los que mueren, y especialmente con las víctimas de la injusticia, abriendo la esperanza de la resurrección en medio del horror”.

Los cristianos ven en la cruz el signo del amor más profundo del universo. Sin embargo, la cruz no ofrece un lugar de consuelo: “Todos los que pasen por aquí, miren y vean: ¿hay algún dolor como el que me aflige? (Lamentaciones 1, 12). La cruz nos invita a tomar conciencia de la solidaridad de Dios, que nos acompaña en nuestro camino humano, nos cura y nos consuela en nuestras angustias. El poeta francés Víctor Hugo, en cuatro breves líneas escritas en memoria de su amada hija, que murió trágicamente, insinúa que, a través de la cruz, Dios nos encuentra, nos sale al encuentro, comparte nuestras penas:

Ustedes que lloran, vengan a este Dios, porque él llora.
Ustedes que sufren, vengan a él, porque él cura.
Ustedes que tiemblan, vengan a él, porque él sonríe.
Ustedes que pasan, vengan a él, porque él permanece.

Después de leer este bello poema, Charles Spurgeon, conocido predicador bautista británico del siglo XIX y contemporáneo de Hugo, mostró una apreciación sensible de su contenido cuando escribió: “Las personas que sufren no buscan tanto el consuelo del Cristo que ha de venir; sino del Cristo que ya ha venido, un hombre agobiado por el dolor y la angustia. Jesús es el que comparte nuestra angustia, el que puede decir, más legítimamente que nadie: Yo soy el hombre que ha visto la aflicción”. Pero la muerte no es el final de la historia. Sabemos, con la convicción de la fe, que el fracaso y la muerte no son lo que parecen.

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Fuente:

Artículo “Paradox and Passion” de Teresa White FCJ, publicado en Thinking Faith. Traducción libre de Buena Voz Noticias / Foto: Glasgow Life

 

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