Lo que no debemos perder del Vaticano II

Espíritu del Vaticano II

1.00 p m| 25 oct 12 (VIDA NUEVA).-Editorial de Juan Rubio, director de la revista Vida Nueva: Hace poco, el director de la Civiltà Cattolica, Antonio Spadaro, decía en un tuit que “el 80% de los jóvenes encuestados en Italia creen que el Concilio Vaticano II fue el cónclave que eligió como Papa a Juan XXIII y el 74% que la Gaudium et Spes es un himno litúrgico”. Y yo conozco a otros muchos que escriben Lumen Pentium en lugar de Lumen Gentium. No es culpa de ellos. Cultura de Google. Fallos de lenguaje.

Estuve en la celebración del inicio del Año de la fe en la Plaza de San Pedro, coincidiendo con el 50º aniversario de la apertura del Concilio. Experiencia singular, aunque con atisbo de tristeza. A mi vuelta, un joven me pidió que le resumiera qué había sido el Vaticano II. Eché mano a lo que Pablo VI dijo en su clausura. Ahí encontré uno de los mejores resúmenes para hacer ver a los jóvenes la importancia del evento conciliar.

Después de tres años y tres meses de trabajo, el Papa usó un texto bíblico, el del Buen Samaritano. Lo aplicó al evento. El Concilio era un reto para la Iglesia: un interés y un inmenso cariño por una humanidad rota, vapuleada, deshecha y tirada en el camino tras una experiencia dolorosa, la misma que había llevado a muchos a la duda y a la incertidumbre tras la vivencia de la guerra mundial. Una simpatía y un amor de compasión por el hombre, por todo hombre, especialmente por los más necesitados:

Era la hora en la que la Iglesia
debía salir al encuentro de los hombres
con la medicina de la misericordia entrañable,
más que con la de la severidad.
Ese era el espíritu del Concilio.

El Concilio no acabó en enfrentamiento ni en anatemas o condenas como otros anteriores. El Concilio levantó esperanza y puso una mirada amorosa sobre el mundo. La Iglesia se sentía obligada a ser madre de todos, llena de bondad y ternura; paciente, cargada de misericordia, abrazando a todos, especialmente a los que estaban siendo despojados de su dignidad.

No se trataba de un buenismo ni de un sincretismo, sino que era la hora en la que la Iglesia debía salir al encuentro de los hombres con la medicina de la misericordia entrañable, más que con la de la severidad. Ese era el espíritu del Concilio.

No es que se olvidara la necesidad de forjar una doctrina fuerte y segura para los tiempos de relativismo que se acercaban. No. No se trataba de eso, sino que era el momento de presentarla como algo positivo. Olvidar esto es olvidar el núcleo desde el que nació el acontecimiento que ahora se desea revisar e interpretar desde la hermenéutica de la continuidad y no de la ruptura.

Y acabé diciéndole lo que para mí ha sido la renovación conciliar. Eché mano de las palabras del que fuera director de la revista inglesa The Tablet. Es una anécdota curiosa y da que pensar. Dice John Wilkins: “Soy un hijo del Vaticano II. Sin él, dudo que hoy fuera católico. Educado como anglicano, probablemente nunca hubiera encontrado mi camino en la Iglesia que, de un modo especial, conserva la tradición de san Pedro y san Pablo. Para mí, que sabía poco de la Iglesia católica, el Vaticano II fue una revelación. Hoy, sin embargo, me siento como un hijo huérfano”.

Esta orfandad es un sentimiento muy común que va creciendo con motivo de la celebración de los cincuenta años del Concilio. Algo ocurrió entonces y, aunque después pasaron años de ilusiones y desencantos, no debe perderse la fuerza del acontecimiento. Aquel momento fue un inmenso gesto de amor de la Iglesia al mundo. Desaprovecharlo es injusto y temerario.

Artículo publicado en la revista Vida Nueva.

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