La ‘hora de los laicos’ es una hora demasiado larga
Fuiste una de las primeras mujeres que empezó a estudiar teología en serio en el Angelicum de Roma, y que se preparó para dar clases de teología.
Sí. No sé si antes hubo alguien inscrita en algún curso, pero yo en el Angelicum, desde luego, estuve sola durante los estudios. Entré en octubre del famoso 68. Yo iba de la Universidad de Barcelona, donde ya la protesta por el régimen español se notaba. Pero al llegar a Roma me encontré con otro clima completamente distinto: era una Roma post-conciliar que hervía. A modo de anécdota, yo atravesaba Piazza Venecia entre hilera de hippies pasivos, nórdicos. Ese mismo año fue el aplastamiento de la Primavera de Praga, y esto a los estudiantes nos conmovía. Las manifestaciones eran contra la invasión de Checoslovaquia. El Partido Comunista Italiano se empezaba a desligar del partido de Moscú, y también nacían grupúsculos de izquierda a la izquierda del partido comunista. Todo este hervidero de la ciudad de Roma también repercutía en las pontificias. Yo vivía en contacto con profesoras de liceos civiles, y eso también me daba el clima de la ciudad de Roma.
¿O sea que viviste el momento de ilusión post-conciliar y de irrupción de la mujer?
Sí. Yo entré porque el Concilio había ya abierto la puerta. Me recibió (con un poco de extrañeza, pero positivamente) un dominico francés, que en un primer momento pensó que iba matricular a mi hermano. Nos entendimos como pudimos, y me hizo la inscripción. Empecé a ir a clase, donde todavía algunos profesores explicaban las clases en latín eclesiástico (aunque ya estaba empezando a usar el italiano). Pero tengo que decir que en general la experiencia fue grata, hicieron lo posible por aceptar lo nuevo.
¿Todavía hoy una mujer no puede asistir a las clases de teología de un seminario?
En algún sitio las han restringido. En otros han encontrado la manera de que sea posible. La restricción nunca se ha hecho total, pero sé que en algún caso les ha afectado. Algunas mujeres que han sido admitidas en las facultades, pero que en los seminarios han sido frenadas. Y nunca he entendido por qué.
Tú fuiste siempre una mujer feminista moderada, nada estridente. ¿Cómo vives en este momento la situación de la mujer en la Iglesia? ¿Sigue clamando al cielo?
Yo suelo decirlo con dos palabras muy sencillas: las mujeres en la Iglesia reclaman otro reconocimiento y otra confianza. Que eso de traduzca en lo que tenga que irse traduciendo. Pero desde luego que hace falta rescatar la aportación de las mujeres a la experiencia cristiana, textos, afirmaciones… No ya de santas conocidas, sino de mujeres cristianas que han aportado cosas espléndidas. Eso es hacer justicia en la historia. Y otra confianza porque, cuando a las personas se les da confianza, crecen, dan de sí. El otro día leía un texto del 1800 y pico, de la mujer que creó la Sociedad Feminista Franco-belga, que no conocía a penas. Y decía, en el lenguaje de la época: “Todas aquellas mujeres que han trabajado por la promoción de las mujeres han contribuido a la afirmación del Reino”. Eso tiene que ser reconocido. En todos los movimientos feministas ha habido estridencias, pero quizá algunas hemos podido ser más pausadas porque otras han gritado.
Si ese reconocimiento fuera a todos los niveles, ¿debería plasmarse incluso en las estructuras eclesiásticas, en algún momento?
Yo creo que sí. Se irá adhiriendo.
¿Se va haciendo ya, poco a poco? En Roma hay alguna subsecretaria, por ejemplo
Sí, pero es más importante que las mujeres vayamos viendo afirmaciones en distintos campos. Y que se reconozcan. Que no haya discriminación entre la valía de una mujer en la Iglesia o en otro campo. Una señora, fundadora de otro movimiento feminista en Francia, me decía que el feminismo eran pequeñas embarcaciones que se echaban a la mar. Yo suelo decir que la entrada de las mujeres en la teología (y no olvidemos que las católicas hemos entrado después del Vaticano II, salvo alguna que entró por la vía indirecta, por la especialización en lenguas para ayudar en los textos de la Escritura) fue también como un grupo de pequeñas embarcaciones que siguen en ruta, pero sabiendo que hay un trasatlántico poblado por varones que ha tenido siglos para navegar.
¿O sea que también hay que reconocer esa situación de facto?
Exacto.
Y luego, ¿que se den pasos?
Creo que se están dando. Para nosotras resultan incomprensibles ciertos cierres demasiado rápidos. Se tiene que hacer toda una maduración, porque en la tradición de la Iglesia ha habido mucha ausencia de las mujeres (ausencia oficial, no en el trabajo). Las mujeres han estado en la diaconía de la caridad y en la transmisión de la fe. Hay un precioso libro que se llama “La religión de mi madre” (refiriéndose al cristianismo), que documenta maravillosamente la labor de las mujeres en la transmisión de la fe.
De hecho, algo que se está viendo hoy que está fallando en la transmisión de la fe es precisamente la transmisión materna. ¿Ya no hacen esa labor las madres y las abuelas?
Efectivamente. Creo que la afirmación puede ir por los dos lados. No me cierro en absoluto a que haya sacerdocio femenino, cuando el conjunto de la Iglesia considere que el tema está ya maduro. Es un tema que está frenado, pero no cerrado del todo.
¿Dogmáticamente no está cerrado?
No conozco ningún teólogo, ni por supuesto ninguna teóloga, que haya dicho que eso es inamovible. Otra cosa es que haya una prudencia eclesial, un cálculo de los tiempos… y la prudencia suele tener también una cierta dosis de audacia. Es un tema que nuestro sucesores verán abierto.
¿Te duele el papel que los laicos siguen jugando hoy (un poco segundón), después de haber pensado -con el Concilio- en la corresponsabilidad y ese tipo de cosas?
Durante años he llevado un seminario sobre el laicado en la Iglesia, estudiando desde los orígenes y la historia del pasado, que ayuda a comprender el hoy. Y siempre decía sobre la famosa frase “es la hora de los laicos”, que es una hora demasiado larga. Dura años.
Es un tema que me parece pendiente. Pero tengo que ser honrada: no es un problema sólo de tics clericales (que los hay, y habría que corregirlos); pero no son sólo ese acaparar y tener miedo de la colaboración todos los problemas. Yo he conocido mucha gente en los cursos a la que, por ejemplo un cambio de párroco, había dejado fuera, con toda su buena voluntad de echar una mano en la Iglesia. Todo eso existe, pero hay un problema que quizá es más de fondo: y es que la secularización, la crisis de la fe, este invierno y esta sombra, ha afectado también a los laicos. Es decir, no tenemos ese laicado vibrante que vivió también entusiasmado el post-concilio. Porque los laicos también están cambiando, como la sociedad.
¿Qué hacer para recuperar esa ilusión? Hablamos de Nueva Evangelización, pero me da la sensación de que después, a la hora de la praxis real en las parroquias, todo eso se queda en mensajes que no aterrizan.
Sí. Primero, a mí me parece que lo elemental es no olvidar el Concilio. Yo era jovencísima. Recibí el Concilio con la información que nos daba el fenomenal Martín Descalzo. Íbamos a oírle a la Universidad de Barcelona, que en aquellos momentos era la más tendente a ser secularizada. Por las materias que yo he explicado, por ejemplo de antropología, la Gaudium et Spes habla del mundo que vendrá con una escatología que hace que los alumnos reconozcan que nada de eso lo tenían cerca. Lo primordial es no olvidar esos grandes textos, que yo tengo por verdad y belleza. Leídos en alto suenan formidable. Luego, por otra parte, me parece que en la Iglesia necesitamos instaurar una conversación entre todos. Una conversación franca, sincera, en que presbíteros, laicos, obispos y adolescentes tomen parte de algún amanera. Una conversación en la que se comuniquen los problemas y se intenten soluciones. Yo tengo experiencias de laicos que se han asomado a encuentros de presbíteros, en nuestro mismo Instituto, y han dicho “Nunca habíamos oído hablar con esta sinceridad de sus dificultades, de su voluntad de cambiar, de lo que les puede su temperamento, de lo que se han podido equivocar…”. Y han salido robustecidos. En definitiva, hace falta esa conversación, a la que los periodistas le pondréis otro nombre.